No. 92 / Septiembre 2016


Poesía y política


Garza blanca

Jorge Aulicino

¿Cómo se logra la trivialidad perfecta? No aquella concienzudamente buscada por los dandis o la que brota por los poros de la vida normal de una familia despreocupada. ¿No lo hay? Sí la hay. La perfecta trivialidad es la que produce una iluminación tenue de la malla de los pensamientos, pero no logra superar el diario privado o el troquel político en el que se cree a pie juntillas.

El intelectual, por así llamarlo, nos mira con ojos tiernos ―a veces, la intelectual― porque cree realmente haber rozado para todos nosotros un secreto sencillo o un simple pero explosivo secreto revolucionario en la realidad que nos circunda. Nos circunda: en modo alguno nos constituye. Ni lo piensen. Hemos roto la alienación. ¡Sin dolor! Nos rescatamos y podemos ayudar a los otros a que se rescaten. ¡Y es tan simple que parece mentira que no lo deseen, que no lo intenten! Se trata de decir lo que hicimos este día, deslizar suavemente las cuentas de las horas, en presente de ser posible, aunque puede ser en pasado. Todo, por común que parezca, y naturalizado y cotidiano, será suficiente por sí solo. Podemos hasta cantarlo. Con rimas ni siquiera perfectas. Si el recuento lo hacemos con una ligera ironía que revela cómo comprendemos el mundo absurdo de nuestros padres rectores pero no lo respetamos, mejor. Si solo ―graves− dejamos constancia, vale igual.
¿Para quién vale?

He visto muchas muestras de poesía performática en estos días primaverales en el hemisferio sur. La poesía performática no es la cuestión, sin embargo, de la quiero hablar, porque he visto al menos un caso milagroso de poesía performática ―en realidad, poesía textual reconvertida en performática, lo suficientemente maleable como para devenir magia fónica−. Quiero hablar de la mediocre poesía, performática o no, que se basa en lo que llamaríamos “ingenuidad del diario privado” o “burla ingenua y no demasiado complicada de aquello que debe ser necesariamente objeto de befa y desprecio de la auto marginalidad progresista: por ejemplo, las divas del espectáculo o los políticos de la derecha”. Para ambos sub-géneros, el premio será el aplauso, el grito, incluso, tifoso; la liberación de la angustia en medio de la maravillosa comprobación de que botellas de cerveza, poemas en los que prima la exhibición y el ingenio, la rapidez y la intimidad de clase media, nos unen en un mismo repudio que finalmente es confort. No se trata, diría Lorca, de “cuerpos que no deberían repetirse en la aurora” sino de todo lo contrario, sea lo que fuere “lo contrario”.

Un poeta que sabe hacer rendir performáticamente su poema hecho de palabras y no de intenciones, sobrentendidos y constituciones juradas hace mucho, produjo en cambio vértigo y desconcierto; luego el aplauso fue el premio a esa conquista que nos arrebató el espíritu por un momento. Que se robó nuestro pensamiento, por así decirlo, y que verdaderamente astilló, a la vez dolorosa y placenteramente, el vidrio seco de la alienación. Ese poeta real al que acabo de ver en acción, que logró tener al público en vilo por varios minutos, un gigante en lengua extranjera, una inteligencia en movimiento, llamó a otros poetas performáticos ―más jóvenes que él― “ingenuos”, sin ver que la pura y auténtica ingenuidad sagrada la había logrado él, restituyéndolos humanos, haciendo de la manada espíritu e inteligencia de la manada. Dándoles auténtico estado salvaje. Puros, ellos podrían haber bebido de sus manos.

Cuando volví a casa, leí un poema de John Ciardi que me había enviado, recién traducido ―ahora sí digo nombres― el poeta Jonio González. Me imaginé a Jonio traduciendo los giros de Ciardi para decir de un límite quebrado, a la manera en que lo haría un norteamericano común ―ese norteamericano que el espíritu católico italiano de Ciardi imaginó, precisamente−. Lo imaginé a Jonio creyente de ellos, de los giros y palabras de Ciardi en el poema "White Heron" (Garza blanca). Sentí que en algún momento Jonio había vislumbrado cómo, al final, todo poeta es religioso, y que la forma se reduce a eso: a una estructura que se repite, la estructura del milagro, que el poeta no solo acecha, sino que delicada y honradamente busca producir. El resto es lenguaje: performance o grave plegaria, conversación o canto, invocación o parodia: la forma se logra en plenitud cuando salta el resorte de la epifanía.

En tanto, somos ingenuos, sí, pero seguimos siendo víctimas. Aquello que quisimos aborrecer terminó por trivializar incluso nuestra mejor herramienta, cuya obra es recibida con aullidos de cancha; los aullidos liberadores de una manada insatisfecha que no quiere entregar su alma al performer que a su vez la entregó y la pierde cada vez que pone en escena, en papel o sobre las tablas de un escenario, su viaje al tercer cielo, donde la inteligencia es libre, el humano es porque no es y la palabra ha servido y se ha disuelto, como un buen regimiento de soldados del pueblo terminada la batalla.

Lo contrario es la obra perfecta del demonio; lo contrario es ratificarnos en un pensamiento de una sola arista mediante el expediente de convertir nuestros propios instrumentos en lo que debían en rigor transformar. Congelar el movimiento en una vitrina. Convertirnos en políticamente correctos porque somos incorrectos, algo así como ser buenos ciudadanos porque no lo somos. Y en definitiva hacer lo que se espera que hagamos. La gran obra del mal, se sabe, es la imitación de un movimiento irrepetible.

“Sin Dios, la práctica es surrealista”, escribió Pier Paolo Pasolini en uno de sus “comunicados a la ANSA” del libro Transhumanar y organizar. Para quien creía poco en el surrealismo y menos aún en “versos prácticos”, este aserto identificaba los polos del mismo vacío: libertad o servicio son imposibles si no se entrega de verdad todo en la procuración del milagro.

Reproduzco el poema de Ciardi, un golpe asestado con cordialidad:

A lo que sustenta a la garza en el aire
alabo sin invocar un nombre. Un agazaparse, un destello,
un golpe prolongado a través del cúmulo de árboles,
un pensamiento que toma forma en el cielo, para desaparecer después. ¡Excepcional!
San Francisco, feliz de rodillas,
habría gritado ¡Padre! Grita lo que te dé la gana.

Pero alaba. Invocando un nombre o no. Pero alaba
el blanco y original estallido que ilumina
a la garza y sus dos suaves y besucones barriletes.
Cuando los santos alaban el cielo iluminado por garzas y rayos
me siento junto a la escoria del estanque hasta que el aire recita
el regreso de la garza. Y duda de todo lo demás. Pero alaba.


John Ciardi (Boston, 1916-Metuchen, 1986), The Monster Den,
Lippincot, Filadelfia, 1963. Versión de Jonio González.



White heron

What lifts the heron leaning on the air
I praise without a name. A crouch, a flare,
a long stroke through the cumulus of trees,
a shaped thought at the sky--then gone. O rare!
Saint Francis, being happiest on his knees,
would have cried Father! Cry anything you please

But praise. By any name or none. But praise
the white original burst that lights
the heron on his two soft kissing kites.
When saints praise heaven lit by doves and rays,
I sit by pond scums till the air recites
It's heron back. And doubt all else. But praise.