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No. 92 / Septiembre 2016


Françoise Roy  
(Québec, 1959; vive en Guadalajara, Jalisco)

 

Camisa de fuerza 


Me sostenían contra la pared  
con una camisa de fuerza 
                               hecha de terciopelo, 
enguantados los tres en terciopelo, 
enfermeros improvisados.  
Los tres veían en la vestimenta de sus manos, 
en el velmez que me cubría el pecho, terciopelo.  
Yo no: en lugar de terciopelo, sayal. O cartón.  
                 O cáscara de chayote. 
Para las princesas de los cuentos es el terciopelo, 
                 no para las niñas huérfanas. 
De huérfana, yo pasé a apátrida:  
                     retruécanos del azar,  
desliz mío por algún hueco mal custodiado.  
Pegada yo todavía a la pared,  
los tres aún intentan ponerme la mordaza.  
Bonito lío, esa operación de amordazar a un mudo,  
mudos callando a una muda. 
Pero la mordaza pasó de freno a listón translúcido,  
de cerrojo bucal colado en hierro a guirnalda invisible.  
Ellos no advirtieron la metamorfosis de la mordaza, 
que veleidosa iba cambiando de aspecto 
según el ángulo de la luz. 
Y al rato cayó la mordaza,  
como la escama de un reptil que muda de piel. 
Ellos la recogieron espantados y me la volvieron a poner. 
Papá jamás fue hábil para colocar mordazas,  
otros eran sus dones. Hoy escribo.



Tintero de vitriol 


Una carta. El veneno que embebe las letras. 
Buitres dando vueltas encima del escritorio 
como papirolas. Tintero de arsénico 
donde remoja la punta en bisel de una pluma  
que perdió un ganso (¿o sería un cisne, 
como en el mito de Leda) dos siglos atrás, 
antes del bolígrafo: dos siglos de odio 
con las palabras bañando en su propio ectoplasma. 
Un ganso desplumado, y una carta de insultos: 
triste noche de aluviones, baile nupcial de adjetivos 
(ah, las hermosas libélulas de las letras) 
para los que el diccionario de hoy se queda corto.