No. 93 / Octubre 2016
Leer un poema...
 

El sol negro de Sylvia Plath

 

Carmen Villoro



Morir
es un arte, como todo.
Yo lo hago excepcionalmente bien.
Sylvia Plath

 


El 11 de febrero de 1963, la poeta Sylvia Plath se quita la vida. Ese día fatal se levanta a las seis de la mañana, lleva al cuarto de sus hijos (Frieda de 3 años y Nickolas de 1 año de edad) una bandeja con pan con mantequilla y dos jarritas de leche, se encierra en la cocina tapando todos los resquicios con toallas húmedas, mete la cabeza en el horno y abre el gas. Cuando la encuentran ya está muerta. Ha dejado una nota que dice: “Por favor, llamen al doctor” y daba el número de teléfono.

A su muerte, Sylvia contaba con 30 años de edad, hacía seis meses que se había separado de su marido, el poeta británico Ted Hughes, quien tenía una relación con otra mujer. Las primeras cartas de Sylvia a su madre, tras la ruptura, son muy dramáticas. En ese momento vive estrecheces económicas y tiene que mudarse con sus hijos a otra casa, es el invierno más frío que ha tenido Londres desde hace quince años, las cañerías están congeladas, no le han instalado el teléfono, el día anterior al suicidio intenta hablar con su psicoterapeuta, pero no lo logra.

Condiciones externas propicias para que Sylvia cometa el acto de quitarse la vida: soledad, abandono, pobreza; pero no son la causa del suicidio. Sus biógrafos hablan de una “personalidad inestable”; una película sobre su vida la muestra como una mujer impulsiva y destructiva, demandante y voraz. La relación con su marido estaba teñida de una gran competitividad y la poseían los celos, tenía una percepción negativa de su condición femenina: “mi gran tragedia es haber nacido mujer”, decía. Cuando nos adentramos en su poesía, encontramos indudables signos de melancolía, esa sombra mortal entretejida en los versos, colmando los silencios, dejándose sentir en imágenes y metáforas rotas y adoloridas, ese “sol negro” del que habla Julia Kristeva y que la acompañó desde niña. Los motivos del suicidio de la escritora provienen de una fuente interna y primaria, de un pozo sin fondo en el que abrevó desde la infancia y que la llevaron a cometer, a los 20 años de edad, un primer intento de suicidio por ingestión de píldoras, muerte de la que se salvó porque la ingesta fue tan alta que le hizo devolver el estómago.

 


Sylvia Plath había nacido en Boston en 1932. De su padre sabemos que fue un inmigrante polaco en los Estados Unidos, profesor de biología, especialista en pájaros, insectos y peces, y que muere de una embolia pulmonar cuando Sylvia contaba solamente con 8 años. En su poesía se nota la huella indeleble que dejó esta pérdida para la poeta. En el poema “Ovejas en la niebla”, Plath escribe:

La mañana
se pasó la mañana oscureciéndose,

flor suprimida.
Los huesos se me apropian de una quietud; lejanos
campos me funden el corazón.

Amenazan
con llevarme hasta un cielo
sin estrellas ni padre: agua lóbrega.

La poesía de Sylvia está habitada por una gran cantidad de imágenes de la naturaleza: los paisajes, los árboles, las flores, los animales. Su aprecio por lo vivo la ayudó a sobrevivir a la melancolía y a encontrar la belleza de la vida en algunos periodos que fueron de una intensa productividad literaria. Sylvia habla mucho de su maternidad como experiencia doble de sometimiento y veneración, en donde la ira y el amor conviven. La poeta se identifica con la figura de Medea. En el poema “Olmo”, escribe:

También la luna es despiadada: suele tirar de mí
sin compasión, ella que es yerma.
Me desgarra su resplandor. O quizá la tenga atrapada.

Sylvia tuvo un hermano y su niñez transcurrió junto al mar al que Sylvia hace muchas referencias. Cuando muere el padre, la familia se traslada al interior, a la ciudad de Wellesley. Parece que encontró en la vida académica un mundo de intereses y pasiones que la llevaron a destacar en varios ámbitos creativos. En la High School fue codirectora del periódico, directora del equipo de basketball, decoradora de las aulas de la clase de baile, actriz en obras de teatro y, además, tocaba el piano. A los 18 años consigue tres becas para entrar a la universidad. Es una joven bonita que mide más de un metro setenta, con buena figura y un rostro agraciado. Se preocupa extraordinariamente de que la acepten, de ser popular. Respeta las reglas, pero al mismo tiempo necesita ser distinta para poder escribir. No tiene una buena relación con los chicos. Comienza a publicar en revistas, gana concursos. Desde entonces empieza a escribir su novela autobiográfica “La campana de cristal” que será publicada poco antes de su muerte. Ya en esta época de la universidad se alternan sus periodos de intensa creatividad con crisis depresivas. A los 20 años comete el primer intento de suicidio, tras lo cual es internada en un hospital psiquiátrico para un tratamiento.

Sylvia se sigue abriendo un camino literario y obteniendo premios notables. A los 23 años viaja a Inglaterra a continuar sus estudios, conoce al ya famoso poeta Ted Hughes y se casa con él muy pronto. Cuando Sylvia muere tiene tres libros publicados y después de su muerte, Hughes compila un cuarto libro póstumo. A pesar del éxito de sus poemas, Plath siempre sintió que había un regateo de parte de la crítica y del mercado literario al mérito de su obra.

La tragedia de Sylvia Plath nos lleva a preguntarnos: ¿Por qué una joven inteligente, bella y talentosa se quita la vida? ¿Por qué alguien que es capaz de, transformar el dolor en belleza, claudica en el momento decisivo? Para Julia Kristeva, el artista encuentra la vía regia para trascender el dolor porque da palabra e imagen al sufrimiento. Sin embargo, la república de las letras está plagada de escritores que decidieron un día suicidarse: Safo de Grecia, ahogada en el mar después de ser abandonada por una mujer a la que amaba; Manuel Acuña, con solo 24 años y su dosis de cianuro en honor de Rosario; Horacio Quiroga, quien escribió que la muerte es la “esperanza de olvidar dolores, aplacar ingratitudes, purificarse de desengaños, borrar las heces de la vida”; la novelista Virginia Woolf hundida con su carga de piedras en el río Ouse; el poeta Xavier Villaurrutia la noche de Navidad; Cesare Pavese, Alejandra Pizarnik, Malcolm Lowry y hasta el encantador bon vivant Ernest Hemingway con el cañón de su escopeta contra el paladar, por solo citar a algunos.

La pulsión de muerte juega un papel importante en el romanticismo destructivo del escritor. Sylvia Plath, en su poema “Tulipanes”, dice:

No quería flores, sólo quería
yacer con las palmas vueltas hacia arriba
y hallarme totalmente vacía.
¡Qué libre se siente una! No tienes idea de lo libre…
La paz es tan grande, que te deja aturdida,
(…) A ella se agarran los muertos.

Según Julia Kristeva, para el melancólico “la tristeza es el único objeto: es, más exactamente, un sucedáneo de objeto al que se fija, domestica y ama a falta de otro. En este caso el suicidio no es un acto de guerra camuflado sino una reunión con la tristeza y, más allá de ésta, con ese amor imposible, jamás tocado, siempre lejano, como las promesas del Vacío, de la muerte.”

Dos meses antes de suicidarse, Sylvia escribió un poema al que tituló “Señora Lázaro”. En una entrevista para la BBC de Londres, Plath dice de su personaje: “En este poema quien habla es una mujer que posee el grande y terrible don de renacer. El problema es que, para ello, tiene antes que morir. Es el Fénix, el espíritu de la libertad, lo que ustedes quieran. Es también, sencillamente, una mujer buena, normal, llena de recursos.” Es claro que el personaje la representa a sí misma.


Señora Lázaro

(Fragmentos)

He vuelto a hacerlo.
Una vez por decenio
me las compongo…

Pronto, pronto, la carne
que devoró la tétrica caverna
en mí estará a sus anchas

y seré una mujer que sonríe.
No tengo más que treinta años.
Y, al igual que los gatos, siete ocasiones para morir.

La primera vez que sucedió yo tenía diez años.
Fue un accidente.

La segunda vez estaba decidida
a seguir hasta el fin, a no regresar nunca.
Meciéndome, me cerré

como una concha.
Tuvieron que llamarme una y otra vez,
que arrancarme uno a uno los gusanos,
como perlas pringosas.

Morir
es un arte, como todo.
Yo lo hago excepcionalmente bien.

Tan bien que parece un infierno.
Tan bien, que parece de veras.
Supongo que cabría hablar de vocación.

La muerte como imagen de redención y resurrección llevan a la poeta a cometer el acto último, el más extremo. El deseo de una “vida” mejor, rubrica la entrada a la muerte con la frase “Encontrad aquí toda esperanza.”