No. 93 / Octubre 2016


Tienda de fieltro

La mala hierba



Miguel Casado



Desde hace años vuelvo con frecuencia a los textos de Lu Xun. Me pregunto por qué lo hago, por qué me atrae, por qué puede atraernos aquí y ahora. Se le suele considerar fundador de la literatura china moderna –nació en 1881, como Juan Ramón Jiménez, y murió en 1936, como Valle-Inclán–, agente decisivo del cambio que llevó a los escritores a usar la lengua hablada en vez del chino clásico, divulgador de la literatura occidental a través de decenas 
de traducciones. A pesar de esto y de su mitificación como héroe nacional por la República Popular desde 1949, no resulta evidente para un lector extranjero cuáles sean los componentes de esa modernidad; tampoco los perfiles de su figura. El ensordecido cuadro de una vida cerrada, ahogada por el peso de los ritos y costumbres que la tradición confuciana fue tejiendo como soporte de la opresión y la miseria social, la disciplinada docilidad de la gente para rechazar cualquier asomo de diferencia, la irrespirable trampa de la vida familiar…, más casi un siglo de distancia, hacen sentir ese tipo de extrañeza que, asociándose a lo pintoresco o lo exótico, esteriliza, convierte en vacío y ajeno un texto. Quizá sea, sin embargo, el modo en que, dentro de esa masa verbal espesa, se intuye un hilo personal, el espejo de una mirada distinta, lo que de golpe nos abre la lectura y nos atrapa.

Los personajes que se ponen enfermos, y el esfuerzo baldío de sus familias para encontrar un médico o para conseguir los remedios que prescribe; la muerte como la irrealidad que suspende el curso cotidiano. Los hombres aún jóvenes de alguna gran ciudad del Norte, donde el anonimato relaja las normas, que, al volver a la cuna de su familia, rural, sureña, encuentran en la vigencia del pasado la irrealidad de lo que en la vida urbana creían el presente. Las mujeres que quieren para sí criterios humanos, adultos, cierta posibilidad de decidir, una forma de justicia o merecimiento adquirida por el trabajo, y se ven reducidas a ser bestias de carga y reproductoras, sin explicaciones ni razón, excluidas de esa condición humana que, irrealmente al parecer, habían creído suya. Los que mienten, fingen, repiten discursos heredados; los que no perciben nada notable, hallan todo normal. La mirada personal es solo esto, ver algo de lo que ocurre: lo expulsado de la realidad que, en la textura de los relatos, tiembla con el pulso difícil de soportar de lo real.

Y la escritura de Lu Xun contiene siempre un quiebro peculiar que conduce ahí. Es el quiebro de un punto de vista, la marca de unos ojos u oídos: “El viejo Shuan miró en esa dirección, pero no vio sino las espaldas de una multitud de hombres. Estiraban tanto el cuello que hacían pensar en patos sostenidos en el aire por una mano invisible”. Alguien mira y el mundo le resulta opaco. Los personajes enfermos, pobres, fracasados, no vienen a los relatos de Lu Xun en el modo de la denuncia, ni por una selección de tipo naturalista; son siempre personajes que, en sus difíciles circunstancias, intentan vivir y dejan la huella de su vínculo con el mundo, el empeño de su energía personal, son quienes miran. El relato surge para llamar la atención, para individualizarlos, para impedir que se disuelvan en el entorno, para que no sean ni se sientan –en términos de Luis Martín Santos– “tierra apenas modificada”. Y de pronto, aunque miran, sí, y lo hacen sin cesar, no pueden ver nada, la opacidad del mundo se les revela de un modo práctico, físico. El mundo es impenetrable, inasumible, y la vida es entonces el tiempo que sucede al desastre. Una muerte, una sentencia, una separación. Es el núcleo de la escritura de Lu Xun: donde lo existencial se manifiesta ferozmente social, político. 

El padre de Lu Xun, letrado empobrecido, murió cuando él era niño; como primogénito, era quien buscaba los estrafalarios remedios médicos. Abandonó la familia para ir a una escuela dedicada a los estudios extranjeros, sin ningún prestigio en el país, centrados en las ciencias modernas y los idiomas. Fue a Japón a estudiar Medicina y encontró allí, en la experiencia del menosprecio que le clasificaba como procedente de un país anquilosado, una vocación literaria y pedagógica. Fundó revistas, recorrió escuelas y universidades, participó en los movimientos culturales y políticos de los agitados años 20 y 30 y sus entrecruzadas guerras civiles. Profesor de química y fisiología, profesor de literatura, militante sin partido, rector universitario y fugitivo sin solución de continuidad. Un perceptible hilo personal en el tejido de lo colectivo.

La verdadera historia de AQ, con su singular pulso satírico, lleva a lo grotesco, ridiculiza el uso repetido de discursos que ocultan y falsean la realidad, que ponen las virtualidades de la lengua al servicio de la mentira y la conservación del sistema. En el implacable análisis de esta práctica, está para Lu Xun el corazón revolucionario, la energía de la escritura; y lo que, a la vez, la hace inasimilable para su tiempo; en sus últimos años conoció la ejecución de muchos compañeros (como los creadores de la revista Nueva Juventud, que también lo serían después del Partido Comunista), o el asesinato de veintisiete miembros de la Liga de Escritores de Izquierda, en Nankín en 1931. Él murió de tuberculosis, como su padre y muchos de sus personajes.

Es algo como la fórmula de Gramsci sobre “el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad”. La negrura de sus textos y el empeño incesante de cambiar la vida. El protagonista del Diario de un loco se cree rodeado de caníbales que lo acechan para comérselo, un poco como aquel personaje de La bestia del corazón, de Herta Müller, obsesionado por “los bebedores de sangre” del matadero donde trabaja. Y eso traduce una forma agudísima, extrema, de soledad. Aunque siempre quede otra vuelta de tuerca, otro giro del discurso quién sabe si falseador o verdadero, si desesperado o esperanzado: “La vida, cuando deja de ser vida, se pudre y yo me alegro de que así sea porque su podredumbre me hace saber que no todo ha desaparecido”. Abono para las prosas de La mala hierba.

 

 

Lecturas
– Lu Xun, Diario de un loco, traducción de Sergio Pitol, Barcelona, Tusquets, 1971.
–,   Novelas escogidas, traducción de Luis Enrique Délano, Pekín, Ediciones en Lenguas Extranjeras, 1972. 
–,   La mala hierba, traducción de Blas Piñero Martínez, Madrid, Bartleby, 2013.
– Cheng Jing, Lu Xun. Una vida de triunfo y tristeza, traducción de Qiu Baoqi y Antonio Rodríguez, Madrid, Editorial Popular, 2009.
– Luis Martín Santos, Tiempo de silencio, Barcelona, Seix Barral, 1978 (12ª ed.). 
– Herta Müller, La bestia del corazón, traducción de Bettina Blanch Tyroller, Madrid, Siruela, 2009.

 

 

Este texto ha sido publicado en “La sombra del ciprés”, suplemento del diario El Norte de Castilla.