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No. 93 / Octubre 2016


Manuel Andrade  
(Ciudad de México, 1957)

 

De los días escolares


Cuando la tonta practicante regresó de su viaje por Europa, con la
        valija llena de recuerdos, de fuentes y de plazas (en esas muy
        antiguas transparencias turísticas, con su dispositivo giratorio
        tras la lente de aumento); y, sobre todo, de la consabida
        exposición a la mirada ardiente de un grupo de muchachos
        italianos que abiertamente la ruborizaron y la hicieron soñar…

Tú ya te habías decepcionado de los ojos verdes de cualquier
        colegiala prototipo, y también de las piernas curvilíneas de tres
        o cuatro brujas pedagogas —tan llenas de tu madre—, mucho
        mejor dispuestas y maduras; pero no importa, caíste en la
        trampa de enamorarte de ella: lo que entonces fue solo decir su
        nombre ya olvidado sobre el puro vacío de las tardes, para
        tener alguna distracción, en vez de abandonarse a ese jadeo de
        sentir la existencia entre las sienes, la inmensa finitud contra
        un cielo vacío, o todavía peor, contra un cielo perverso que
        poblaba un idiota inventor del dolor y del deseo (y cuyo cuento
        es solo un parloteo que nada significa…

Así, las tardes tenían por lo menos el buen momento de su nombre
        grato; de su rostro pecoso al que enmarcaba su cabello cenizo,
        siempre recién pintado, y ese sabor pecaminoso y frío, casi
        infantil, pero ya no platónico del amor imposible, adolescente…

Para que te mirara la maestra, te hacías sacar de su aburrida clase, y
        podías verla sin que ella advirtiera la sensualidad que
        despertaba: te tirabas al sol, contra el techo ondulante de la
        Fanal, la fábrica de vidrio que hacía frontera con la escuela, y
        un ojo al gato (: el par de largas piernas, acaso imaginadas,
        más que vistas, en su contorno lateral), y otro al garabato (: la
        cinta, abajo, donde avanzaban brillantes botellas, que un
        obrero rompía, indiferente, en pequeños pedazos, antes de
        entrar al horno, en donde ardían).

Y el gato, luego, se hacía el garabato; porque el pensar gracioso,
        imperturbable, era sobre qué hacerle a la maestra, mirando el
        fuego en que se iban fundiendo, en una masa espesa, chocolate
        (si así como lo mueve, así lo bate), los distintos fragmentos de
        los vidrios…

Literatura erótica, muy de primera mano, sobre el techo de asfalto y
        los olores recios, hasta angustiantes, redoblados al sol: daban
        las doce, en el sonido de las botellas al romper se mezcla aún la
        voz de la maestra, y el murmullo apagado de la clase viene
        como un oleaje hasta el quejido nocturno de mi voz…

En el rudo calor de la techumbre, la forma transparente y recortada
        de esta botella rubia se funde y vuelve líquida en el horno
        impregnado de silicios y arenas de mis días escolares…



Viento y fantasma


Me contó en el teléfono mi padre que le había hablado Carmen para
        decirle que se murió Quina, mi tía Angelina, su hermana menor.

Y no lloré ni lo sentí ni otro estado del ánimo o del cuerpo, tan solo lo
        escuché porque la muerte siempre me deja absorto.

Y mientras lo escuchaba, me vino a la memoria el naufragio de siglos
        que rondaba la casa de mi abuela…

Era una tempestad cernida a piedra y lodo, un viento que furioso
        sacudía los vidrios, los aromas de su pequeña casa; era un
        sueño oloroso, piel de potro mojada en el rocío que sonaba a
        nostalgia y a tragedia...

A la tía Quina se le dibujaba, tenaz, la calavera, por el brutal ejercicio
        de sonreír a diario, sobre años de terror o de disgusto, y eso
        era lo de menos, como lo era su diaria cruda tequilera; lo grave
        era ese viento de cataclismo y de miseria, donde fluía la casa
        con una sensación de ingravidez: los seres y las cosas bailaban
        sin peso ni piso, con una sutileza aérea, vegetal.

Y ahora que ya se han muerto todas sus ocupantes, me invade la
        impresión y la tristeza de que eran solo un cuento que inventé;
        por eso mientras mi padre me contaba del funeral y la familia,
        me fui con indulgencia, a ojos cerrados, hasta la casa de mi
        abuela. 

Por su pequeño patio de azulejos podridos, llegué hasta el comedor,
        donde mi abuela volaba en su equipal, muy despacito, figurilla
        de barro recortada contra un muro de cales derruido, y su
        rostro moreno y sus anteojos no se inquietaron ante mi visita… 

Quina sedienta, en el vértigo vago del alcohol, bailaba lenta una
        tonada turbia, y Amalia con su rostro de piedra y hojarasca, la
        seguía pidiéndole perdón, otras veces, mimándola, ambas
        vestidas con vaporosas batas de colores, volaban por la casa,
        iridiscentes... 

Pequeñas brujas, delirantes locas, teñidas por un viento multánime,
        procaz, abandonadas al naufragio lento de envejecer  hasta la
        madrugada y volver a ser niñas con el sol...

Hasta el perico de ojos de obsidiana ignoró mi presencia entre la
        bruma (una infusión de hierbas y de diarios nocturnos tendía
        con voluptuoso manierismo un manto de colores por cada
        habitación)…

Pude verlas odiarse a través de años y de escuetos días, descubrí sus
        rutinas y placeres, abrí su corazón con manos adoptivas para
        mirar sus lágrimas amargas y sus lágrimas tercas, sus lágrimas
        volátiles al viento, tempestuosas, lágrimas infecundas; y volví
        tras mis pies, sin pena ni dolor.

Esa visión duró lo que mi padre tardó en contarme sombras y
        accesorios, mas devolvió  a la muerte su regalo al hacerme el
        fantasma que se queja sobre los adoquines y las lajas de aquel
        patio infantil donde mis tías..
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