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No. 93 / Octubre 2016


Amaranta Caballero  
(Guanajuato, 1973)

 

De ser posible
(del Libro de la achicoria)


Luego de cuatro meses de volver a casa
los pájaros de la mañana siguen
sonando a fresco, a plantas, a cerros de
tierra fértil entre hojarasca y armadura;
Diríase que los barcos siempre pasaron
por aquí en días inciertos de bruma
y querosene, pero nada de eso,
salitre es lo que extraño
con sus curaciones respiratorias y 
exfoliantes de la piel porque entre tanta
venda y achicoria entre cortes, tajos y 
rebanaditas, las jeringas prominentes
y las gasas vaporosas, ya mis trazos, dibujitos,
no me dicen ni me hablan ni me consienten.
Aguanieve sobre la ciudad, incendios provocados
en los cerros mis vecinos, pulcritud y una extraña
cosa nueva que aún no identifico porque aprendí
a pensar que luego de cierto tiempo y en otro lugar
todo lo raro vuelve y se presenta en su mejor traje
de fiesta. Limpio y sin costuras.
Todavía se siente la alegría de caminar el patio
de la recámara hacia la cocina; el frío del comedor
se cuela entre las sílabas, las letras y palabras
porque es la manera de decir que es tiempo de volver
como hace cuatro meses, habitar un lugar y 
cargar con esas dos maletas que ojalá no guarden
ni miedo ni pesadillas. Espanto comprobar
las cargas de cada quién, los vacíos de cada cual;
la hora de la mañana parla puntual desde un reloj
y pinta de oro macizo los recovecos del habla.
Muchos fueron los lugares donde nunca
bebí un café y pocos más fueron los sitios
donde evité llegar porque me di cuenta que
empecé a ser más feliz caminando 
y hablando sola, de ser posible en voz alta.


I

Busco un lector paciente que sepa traducir
la irrealidad de un frutero o mejor dicho
lo fresco de su imagen. Esto es:
una canasta de mimbre cargada de naranjas
–naranjas con semilla sin colorante artificial–,
naranjas jugosas parecidas a los días de marzo:
abundantes en nubes gordas robustas de agua,
acompasadas con viento fresco.
Junto a la canasta de mimbre, tejida, 
una charolilla donde los mangos de Manila escurren 
su dulce miel y donde la palabra sotavento hace acto
de aparición aún con las ventanas cerradas.
Los plátanos maduran en segundos y sus pecas pintas
de color café no son sino las mismas manchas
que salpican las manos cascadas de los abuelos.
Una piña aromática atrae a los mosquitos; borrachos de aromas,
panzones, sobrevuelan lentos los festivos olores
donde un par de muéganos intentan aparecer 
como parte del paisaje. Es en este momento cuando
el lector paciente y traductor lee la cartilla:
los límites de la ficción forman parte del frutero,
su irrealidad es la mía, no obstante,
tengo en la mano derecha una guayaba
y en la izquierda un níspero negro cortado años atrás
de un árbol prominente, sembrado en la cima de la Sierra
donde alguna vez un pájaro hizo nido.


II

A fuerza de alzar la voz 
vencimos la ventisca;
poco a poco pudimos ver
cómo caían los tordos,
su lomo gris aceitunado,
sus plumas, ornamentos
de camisa. El eco duró
poco más de un siglo.
No supimos si era un ruido,
o dos. 

Irradiaban como la luz
desde el foro de un teatro.


III

En esta conversación opinaron 
varias voces, no ruidosas, sí revueltas.
Hubo tiempos de esplendor
y otros donde sin máscara ni oxígeno
la miseria apareció impávida.
Se podría describir un pozo:
pajillas, hierba, retazos de hilo,
diversas plumas, lodo seco y de cuatro 
a cinco sapos recién agazapados.
Todo lo que quiero decir
cabe en el lapso entre el momento 
en que una mano humana toca un nido,
en la tormenta cae un rayo,
o el vaho sobre un vidrio desaparece.
Algunos pequeños insectos
entre sus patas guardan abundantes,
trágicas, espinas defensivas en patas raptoras
y es así como ni un año ni cinco ni quince
pueden ser el referente de haber vivido algo
medianamente ajeno o propio pero feliz.