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diario-sin-fechas-victor1.jpg Diario sin fechas de Charles B. Waite
Francisico Hernández, Coneculta Chiapas (Biblioteca Popular de Chiapas),  Tuxtla Gutiérrez, 2006

Por Luis Paniagua
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Una manera de registrar nuestro paso por la vida es llevar un diario. En él podemos consignar nuestras jornadas, nuestras ideas, nuestras obsesiones, nuestras inquietudes, etcétera. Esto es, un diario puede fungir como una especie de autobiografía de un momento determinado de nuestras vidas. Pero, ¿qué pasa cuando ese diario que habla sobre nosotros no fue, precisamente, escrito por nosotros? Aquí entra en juego, ciertamente, el tema de la autenticidad. Si nosotros hubiéramos escrito dicho documento sería información de primera mano y pocos dudarían de la autenticidad de lo que se cuenta, pero que lo escriba alguien más que ni siquiera nos conoció... No obstante, hay quienes dicen que la reconstrucción del pasado siempre es un trabajo de creación, de falsificación, de reacomodo de los eventos que escapan a la memoria, falible, de todo hombre. Así, tendríamos que todo intento de fijación del pasado, todo afán de contar una historia unívoca vendría siendo sólo el ensayo de una realidad que, si bien no fue, podría haber sido; en otras palabras, al recordar eventos que aluden a nuestro pasado personal, la memoria, que muchas veces nos mete zancadillas, estaría reinventando nuestra historia personal de un modo diverso a como de veras pasó en realidad. Eso suele suceder con recuerdos muy lejanos en el tiempo o anécdotas desarrolladas en la enfermedad o la convalecencia.

Un caso análogo sería el de Diario sin fechas de Charles B. Waite. En él, el poeta veracruzano Francisco Hernández se da a la tarea de construir una historia y un pasado posible para el fotógrafo norteamericano que a finales del siglo XIX visitó México con el fin de recorrerlo y de fotografiarlo. Y es que, a ciencia cierta, se sabe muy poco de la vida del artista de la lente; este es el motivo que impulsa a nuestro poeta a buscar entre los pliegues de la posibilidad los escenarios en los que se movió, los paisajes y personas que fotografió, lo que pensó mientras hacía su trabajo, etcétera.

Mediante un lenguaje seco, caliente, árido (como el entorno mismo enmarcado por Waite), el poeta nos inserta en esa historia ajena. El fotógrafo habla: “Te lo confieso a ti,/ porque no te conozco ni me conoces./ A ti, que ignoras mi procedencia,/ el mapa de mis rasgos faciales y el paso ligero/ 'de mis raíces sin rumbo'”. Dos detalles importantes de estas primeras líneas llaman mi atención. Primero, el tono confesional e íntimo del diario contrasta suavemente con la búsqueda de su destinatario (y digo suavemente pues un destinatario de estas características se borra y el discurso retorna a su fuente): el desconocido, el anónimo, el indeterminado: alguien, un cúmulo de rostros que se oculta entre la multitud, un rostro sin rostro, una cara sin facciones. Segundo, el propio fotógrafo borra, desde ahora, sus características de identidad, se “esconde” del mundo, es nadie. A la luz de estos primeros versos, cobra sentido y validez el intento de Hernández por reconstruir un pasado desconocido: es gracias a las imágenes que logró capturar que Charles B. Waite existe; o sea, es un hombre que se completa en sus instantáneas y a través de ellas se puede dar con su pasado. Así, aparece ante nosotros, lectores, la figura del poeta como la de un genio detectivesco que va de aquí para allá atando cabos y armando conjeturas que se infieren mediante las placas fotográficas.

Como dije, es a través de su trabajo que se alcanza a vislumbrar al hombre y sus obsesiones, que son, al fin y al cabo, marcas de identidad, son como huellas dactilares: multitud de fotografías capturan la mirada de las niñas, pues eran una obsesión para Waite. Así lo consigna el diario: “Indias niñas hermosas, vendedoras de agua,/ esparcidoras de semillas,/ inventoras de nudos centelleantes.”; “Una niña con cola de pescado me invita/ a sumergirme en su saliva.”; “Bajo el agua la niña, sin ropa, disolviéndose,/ haciendo innecesario, por distante,/ el aire ya estancado en la superficie.”; “No sube más la niña, ya nunca la veremos./ No esta muerta tampoco, ni escondida./ Fija, en la memoria flota ilusionada”. De tal manera se nos muestra su faceta de amante, afiebrado, de las figuras femeninas, sobre todo de las párvulas.

Otro detalle revelador en este Diario es la actitud de Waite frente al mundo; es decir, asume su rol pues es su destino, su pura, simple y llana vocación: el ojo presto que encapsula el instante, esto es, en sus propias palabras, “el observador”; y así se autonombra en distintos momentos: “Las variaciones de la luz no coinciden/ con las variaciones del día./ Ellas observan, sin ojos, al observador./ [...]/ Yo únicamente soy el observador.”; “Le cuento a Scott mientras arma su cámara:/ —Yo únicamente soy el observador.” Algo quiere decirnos esta actitud frente a la vida: el fotógrafo “refleja” al retratar, al observar; es un puro espejo: este es el motivo por el cual no existe un retrato de Waite. Dicho de otra manera, todas las imágenes que logró congelar en el papel, todos los rostros que atravesaron su lente son el suyo, el del observador: “Sus rostros dibujarán, sin límites,/ mi rostro de alma en pena fuera de foco”. El fotógrafo se miraba en la imagen que pretendía capturar y, una vez hecho esto, regresaba a sí mismo en forma de otro. Así, volvemos al principio, a los primeros versos: Waite busca en la indeterminación del desconocido, sin rostro por ignorado, a su semejante, a su igual, ya que él tiene innumerables rostros que es como no tener ninguno: de tal forma que buscarse de ese modo sería como enfrentar dos espejos y lograr un efecto de infinito, el infinito en que la mirada del observador encuentra su verdadera preocupación: mirarse a sí mismo, encontrarse multiplicado en actitud escrutadora siempre.


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