No. 96 / Febrero 2017
Leer un poema...
 

Asombro ante el hijo

 

Carmen Villoro
 

El nacimiento de un hijo es una de esas experiencias que asombran, hacen sentir a la orilla de un designio superior e incomprensible. Como el amor o la muerte, la presencia milagrosa de los hijos invita, más que a hablar, a callar, más que a razonar, a llevar a cabo una serie de rituales primitivos, mágicos, que se insertan en el territorio de lo sagrado. En todas las culturas, el nacimiento de un pequeño se celebra ante la comunidad. Algunos indios de Norteamérica levantan en brazos al niño y lo muestran al sol para que su esplendor siga a este nuevo ser a través de la vida. En la iglesia católica de Santa Teresa, en Washington, el sacerdote introduce al niño a la pila bautismal y, chorreando agua, lo alza para que la comunidad pueda observarlo mientras entona el himno “praise his name” y aplaude rítmicamente. Los hombres de la iglesia mormona, forman un círculo alrededor del niño y el padre le da su bendición diciéndole frases como: “yo te bendigo con la paz y el amor de tu familia”, “yo te bendigo con la felicidad en estos tiempos tormentosos”, “yo te bendigo con el poder de mirar la belleza de este mundo”. En la villa de Ekundu-kundu, en Camerún, la madre pinta su cara y la de sus hijos para pedir protección para el recién nacido. En Burgos, España, un hombre brinca sobre un grupo de recién nacidos: sobrevivir a este peligro los prepara para enfrentar posteriores. Las aborígenes del norte de Australia humean al bebé. La madre y la abuela recolectan ramas, prenden fuego; la madre se oprime los pechos sobre la lumbre y derrama leche; la abuela mece al bebé sobre el humo. Estos ritos tienen un sentido social: integrar al pequeño a la comunidad, aceptarlo como un nuevo miembro del clan. Pero también un sentido íntimo: le dan forma a una experiencia vital que, por grandiosa, es avasalladora. La poesía no ha escapado al intento de nombrarla.

Así nos comparte María Baranda el momento luminoso y dramático en el que conoció a su hija Sofía:

Sofía

Al alba tu nacías,
profunda de ti el tiempo
era de tierra.
Te vi salir cayendo de tu nombre,
quise arrancarte uno a uno
aquellos soles ciegos, impalpables fantasmas,
que tú sola engendrabas:
las fechas que brillaban en tus labios,
la sombra insomne de todos los preceptos.
Te oi gritar árbol o nube,
la sal de los principios en tu adentro,
y yo, en silencio te miraba
atenta al horizonte y a la respiración del viento.
Te vi nacer tan hondo,
con el oficio de las fábulas,
que todo en ti resucitaba y así vivía
siempre a un soplo impulso
viendo surgir la noche,
la primer noche primitiva.
Un gordo buda te rodeaba
con sus manos de pan y tú
llorabas muda ante nosotros.
Como un espejo te mirábamos
tratando de copiar en vano tu hermosura.
Un coro de lo alto lo escuchamos
cantaba tu color cuando reías,
desangrándonos, viejos, a la espera
de otros treinta años
para aprender hablar un poco y todavía
sin conocer el vértigo del tiempo enfermo,
la pérdida de ser definitivos.


Hay en el poema de María Baranda un regreso al origen. La madre de Sofía es la primera madre que engendró un hijo y su pequeña es la condensación de todas las criaturas. El parto es una vivencia personal y es, al mismo tiempo, una experiencia ajena. La mujer que tiene un hijo sirve a fuerzas ocultas, superiores, “impalpables fantasmas”. La creación del ser nunca es del todo nuestra particular creación sino el regalo prodigioso de un misterio inescrutable. El niño o la niña son eso, pero son mucho más: la tierra y el sol, el árbol y la nube, el horizonte y la respiración del viento. María Baranda es una mujer fervientemente postrada ante la Naturaleza, la verdadera madre. La experiencia de la autora es mística. Dios está presente en “la sombra insomne de todos los preceptos”, en el coro de ángeles que estalla dulcemente en las mejillas de la niña. Pero es un dios de carne, el dios de la biología que nos recuerda el sentido de nuestra existencia. Dichoso y doloroso poema porque la niña que nace trae consigo el “vértigo del tiempo”, el germen de la muerte al que, por otro lado, la autora es ya inmune porque ha logrado verse en el espejo de ese cuerpo nuevo.

Miriam Moscona, aborda así el asombro ante su hija Natalia:

El mapa que la atraviesa
no tiene cicatrices todavía.
Sus hemisferios
viven sin la nostalgia de los polos.
Desconoce los anillos de Saturno
y los tiene sin embargo uncidos a las piernas.
Su casa barroca como el mundo
guarda objetos que la esperan impacientes.
Los peces que la circundan
le hablan con un abecedario de misterios.
Ella
      desde sus ojos pecera
      desde el agua que aún recuerda
      responde suavemente.
Sus cajas pintadas con esencias orientales
no son inmovibles: trastocan el paisaje
saludan al universo
con el mismo desparpajo
que los peces cuando por su eterno nada se conducen.
Natalia sus ojos y los peces
de mirada húmeda y corazón oculto
se distinguen del exilio
por una razón preponderante:
cargan sus raíces
sin sentir peso alguno en sus espaldas.


En el poema de Miriam también hay un reconocimiento de la condensación de la historia en ese ser que ha entrado recientemente al mundo. Natalia observa desde el agua que aún recuerda, tiene raíces que la enlazan con el pasado, la tierra, el cosmos, pero es ajena a sus vínculos. Simplemente es, como los peces. Todo está por vivirse. Natalia es la representación de la pureza: “El mapa que la atraviesa no tiene cicatrices todavía”, los objetos la esperan, el mundo es un abecedario de misterios que ella, elemental e inmaculada, irá habitando. No hay un desborde de sentimientos en este poema sino la capacidad de mirar a la hija, como quien observa una flor, o una pecera.

Jorge Esquinca escribió un poema para su hijo Santiago:


Astrolabio

a Santiago


Todo en la noche está silenciosamente
dispuesto, misteriosamente ordenado.
En el centro de la encrucijada
el corazón escoge a la vez,
los cuatro puntos cardinales.

Alzas la frente y el ángel
del sueño acude a bendecirte;
apenas te roza y tú ya sabes lo que piensa.
Tu alma es un estanque sosegado.
El sitio predilecto donde
se encuentran, de una vez y para
siempre, el astro y el labio.

El navegante perdido en el desasosiego de la vida, encuentra en su hijo Santiago la luz que ha de guiarlo al centro de su propio corazón. “Tu alma es un estanque sosegado”. El padre encuentra en el remanso del hijo la paz y el sentido. “Todo en la noche está silenciosamente dispuesto, misteriosamente ordenado”. La perfección del universo, la manifestación del orden, sagrado y armonioso, se funden en ese ser. Astrolabio: en la palabra aletea un sentimiento cósmico y el amor a contrapeso de la carne.

Francisco Hernández aborda de otra manera el estupor ante el hijo:

Con su casco abollado de general prusiano
viene mi hijo por la tierra pateando
su esperanza, durmiendo sus crespones,
volando aves sin alas,
adoptando hormigas,
eructando canciones,
amasando su miedo,
naufragando crepúsculos
destripando corceles,
violando líquenes,
lavando luciferes,
cavando su amor viene
y yo no tengo nada que decirle...


Ante la evidencia, no hay nada que decir. La riqueza de vida que se origina y crece como una selva en el cuerpo del hijo es muy superior a cualquier discurso. Los hijos nos conmueven porque son una metáfora de lo que germina lejos de nuestra voluntad y enseñanzas.

Vicente Quirarte, quien no ha tenido hijos, adopta al de su amigo Jorge Esquinca, y le escribe este poema a Santiago.

Santiago

A Santiago Esquinca Díaz,
     que tendrá quince años en el 2000

Despiertas poco a poco
como se agrupa un coro de ballenas
para iniciar el viaje,
o la niebla que al alba el sol destierra
de los últimos arcos de la plaza.
Este huerto cerrado donde habitas
prolonga en los objetos su dominio:
marca formas, colores, cascabeles
y todo en la casa quieta se adivina
instrumentos de paz contra la guerra
que librarás también: no te engañamos.

Qué nueva y ya qué antigua nos resulta
esta costumbre joven de tenerte.
Ayer que celebramos tu llegada
fuimos, igual que tú, por un instante,
el ángel anterior a la derrota:
nadamos en presente un mar de oro
tocado por la gracia; no supimos
el origen del trueno, la ola coronada.

En tiempos en que no sabemos si mejores,
caravanas llegaron a los muros
de la ciudad que guarda al Gran Santiago
(aquél que los cruzados contemplaban
montar en una nube por caballo).
Nos invade el fervor del peregrino
al mirarte en la cuna, descubriendo
territorios que aún te desconciertan
y que nunca podremos explicarte.

Mirarlos lentamente dilatarse
más allá de las fronteras que hoy soñamos.
Es larga la jornada que comienza,
pero vale la pena.

Que tu sol y tu música transiten
por un cielo mejor que esta locura
donde llegas como el Corcel Apóstol,
instrumento de paz contra la guerra
que tu llegada aleja.


A la orilla de la cuna del pequeño Santiago, Vicente Quirarte parece arrodillarse. Su dios es un pequeño ser que contiene los secretos más profundos de la naturaleza: “Despiertas poco a poco/ como se agrupa un coro de ballenas/ para iniciar el viaje”. La habitación del niño, su cuna, sus juguetes, guardan la respiración de los orígenes. Templo de la quietud inmune al tiempo: “nadamos en presente un mar de oro tocado por la gracia”. El peregrino trae al hijo sus ofrendas: el camino andado, el dolor de la vida que, aunque dolor, “vale la pena”.

Con los hijos nos curamos de la herida del tiempo. Si la muerte de los padres es la propia muerte, la existencia de los hijos es la resurrección. Porque los niños son, como diría Octavio Paz, “una promesa de eternidad”.