No. 96 / Febrero 2017


Poesía y política


La máscara de la Muerte Roja


Jorge Aulicino

Urbi et orbi sería el mejor modo de decir lo que la poesía suele ser. Y esto es su política, puesto que lo dicho por la Iglesia a la ciudad y al orbe es finalmente un mandala: es el orbe el lugar en donde el espíritu individual que habita la lírica y le da su carácter se encuentra consigo mismo.

Claro, esto es lo suficientemente amplio como para que se pueda traducir como "todo es política", que vale tanto como "todo es historia" o "todo es matemática": un escudo para deliciosamente hacer lo que a uno le plazca; y como defiendo hacer lo que a uno le plazca, no debería atacarlo. Lo que entiendo es que solo se puede ser claro en cuanto al grado de polis que ponemos en lo que nos place y que el "grado político" lo da la alusión directa a lo político que en el poema haya. No es pecado, con todo, buscar el grado cero de lo político, esto es, el punto donde no se encuentre rastro alguno de polis. ¿Se puede? ¿O entrará siempre la polis
a la fiesta privada, como la máscara de la Muerte Roja en el cuento de Poe? Así como el Reino de los Cielos no está ni allá ni aquí, sino que está entre nosotros, ¿también el infierno? Se sabe que el mundo es el infierno y termina por entrar. Es lo más probable. Carl Jung decía que Nietzsche creyó que había matado a Dios, pero Dios terminó asaltándolo por la espalda. En otra forma.

Supongamos que el mundo es simétrico. Si actuásemos al revés, es decir, si lo que quisiésemos fuera sellar a cal y canto la entrada de nuestro llamado yo lírico y, por el contrario, abrir las ventanas solo aquello a que la mayor parte de la gente llamaría político, ¿no correríamos el peligro de ver a nuestras espaldas en el espejo no a Troya en llamas sino a nosotros mismos? Esto es, el papel del cosmos que vuelve por sus fueros en el enorme mandala, ¿no lo cumpliría el propio yo?

 
Si pusiésemos en los extremos, mediante una apenas lícita operación mental, a Rilke y Whitman, ¿no es Whitman el que va a sí mismo a través de la multitud y Rilke el que va a la multitud a través de sí mismo? Lo declara Whitman sin más: "Y todo cuanto es mío también es tuyo" (trad. Borges) o "lo que yo diga ahora de mí lo digo de ti" (trad. León Felipe) (And what I assume you shall assume). El juego está a la vista: "you" es el partícipe necesario en el verso whitmaniano. Lo cual significa: no solo me canto y celebro para cantarte y celebrarte, sino que cuando te nombre, cuando nombre a soldados, capitanes, constructores de barcos, el útero, los derechos pisoteados, la multitud radiante como una pradera, indios o colonos, hablaré de mí mismo por fin, entraré a mi fantasma. Distinta, pero simétrica es la operación de Rilke en "Las elegías de Duino": el mundo está vacío y no hay intermediarios con el orbe, no hay urbe: "Nos queda quizás algún árbol en la loma, al cual mirar todos los días; nos queda la calle de ayer (...)  Oh, y la noche, y la noche, cuando el viento lleno de espacio cósmico nos roe la cara" (trad. José Joaquín Blanco). Fuera de esto, la muerte a todos nos entrelaza y destruye: la muerte "indescriptible" es en Rilke el absoluto que reemplaza la vida pimpante de la democracia yanqui.

He ahí la respuesta de la vieja Europa al credo estadounidense. Un continente que en verdad inventó la democracia pero que tenía encima aún el rechinar de cadenas en los pasillos, no podía menos que advertirle a Whitman: irás por ti mismo, o vendrás por ti. Y encontrarás el vacío, porque la realidad real, como los ángeles de Rilke y de Dante, no se puede mirar de frente. Aun si está dentro de ti.

En América del Sur, con ciudades medio destruidas pero que crecen entre sus propias ruinas como favelas que trepan los cerros o edificios de grandes vidrios que lanzan sus rejones de luz sobre el agua, la convivencia y mestizaje de los planos político y universal tal vez sea mayor, promiscua casi. Pero el juego se juega igual con tres cartas. Sometidos a la diástole y la sístole del sistema ―derroche y escasez―, de manera más radical que en el norte, los pasadizos suelen recorrerse con velocidad vertiginosa. Y los gritos, la música y el arrullo se mezclan a veces más de lo conveniente para el espíritu humano. Tal nuestra crisis.