No. 96 / Febrero 2017


Lenguas originarias


Nute Kuijin, hacia la captura de las tonalidades de Savi 



Kalu Tatyisavi

 


Quien no cambia está condenado a repetir; quien cambia está condenado a no repetirse. Así es el camino del ser humano, así ha sido el de nuestras culturas del Anáhuac, son milenarias y originarias porque desarrollaron de manera autónoma sus artes y ciencias. Había una necesidad interna de crear y experimentar.

Nute Kuijin (Ñuu Savi, 1987) pertenece a una de estas culturas, a la del Ñuu Savi, ‘País de la Lluvia’, cuya lengua es sensible, perceptiva y referencial; así es Nute, por eso no elude los detalles íntimos, ni la amplitud de la naturaleza. Su admiración por Gabriel Figueroa lo ha llevado a especializarse en fotografía estenopeica, a ser cinefotógrafo y cineasta.

Conociendo su origen podemos parodiar lo de Arquímedes: dame una cámara fotográfica y moveré al mundo (o, de otra manera, la construiré). Haber nacido en Ñuu Savi, donde emergen las grandes montañas, las nubes, las lluvias, los olores, los sabores, la lengua y la miseria aplastante del capitalismo, ¿qué iba a surgir? Ser testigo no implica solamente ser voyerista sino tener la conciencia del rededor. Basta ver sus fotografías para darse cuenta de ello: desde el primer momento la luz externa lo deslumbró, pero prefirió guardársela en su adentro para sacarla poco a poco y así comprender la lentitud del paso del negro al blanco, y viceversa, y con ello, apreciar todos los matices y musicalidades de los grises. 

Desde nuestra lengua Tu’un savi, existe una analogía para la fotografía, se dice natava, que es como decir ‘volver a sacar’. Quien intenta volver a sacar lo que existe en su yo interno corre el riesgo de que su ini, su ‘adentro’ se altere. Esto es necesario y cruel para el artista, por eso Nute conserva la inquietud, la duda y el asombro del niño que los adultos hemos perdido. 

Nute capta cualquier movimiento, se extasía desde cualquier punto, se sube a los árboles y peñascos, y está atento al mínimo movimiento de las nubes, de los rayos del sol, del aire, y ante cualquier ruido o silencio interno y externo, aprieta el obturador. Mientras las cigarras y las ranas le sigan cantando a Savi, que no es ningún dios, sino una fuerza natural ‘aquí seguiremos todos’, nos dicen sus fotografías.

Ñani Nute Kuijin, a nadie tienes que pedirle permiso para hablar tu lengua, a nadie tienes que pedir permiso para cambiarte de nombre; ñani Uriel López/ Nute Kuijin, kuijin es el color blanco, el del pulque, donde un breve cambio de tono es cuando uno tiene frío. El arte es así, metafórico y polisémico. 

La escritora y cineasta Susan Sontag ha dicho con acierto: “La fotografía, un modo de certificar la experiencia, también un modo de rechazarla: al limitar la experiencia, una busca de lo fotogénico”. Por otra parte, las obras de Nute me recuerdan a los versos de Miguel Hernández: “Una fotografía. / Un cartón expresivo, / envuelto por los meses / en los rincones íntimos. / Un agua de distancia / quiero beber: gozar / un fondo de fantasma. / Un cartón me conmueve. / Un cartón me acompaña”. 

La fotografía como medio de expresión y búsqueda es un fantasma que recorre conciencias y aparece en ese espacio entre cámara y fotógrafo; ante la búsqueda, la ‘realidad’ ―quizá la que se encuentre sea falsa, verdadera o ambas―, depende de si cada uno es capaz de desplegar más allá de lo cotidiano. Sí, la realidad no es lo que vemos, lo que pensamos que es bonito o feo, nos engañan nuestros sentidos, ―esto es lo que dice Sontag, y Nietzsche lo expresa de la siguiente manera: “Experimentar algo como bello, significa experimentarlo necesariamente en forma errónea”. 

Nuestros sentidos nos engañan, los colores no existen (basta apagar la luz o cerrar los ojos para darnos cuenta); la realidad no nos engaña, somos incapaces de verla. ¿Cuándo seremos capaces de decir por nosotros mismos, pero sobre todo, de actuar? La fotografía no ha sustituido a la pintura, ni lo hará, como en La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, la que estamos viviendo merece necesariamente esta relación: arte-época; sobre crear otras artes o auras, inclusive, no llamarlas ‘arte’; como aquí se ha sugerido: Natava, volver a sacar. 

Hoy no nos olvidamos de la fotografía de la turca Nilufer Demir, sobre el niño sirio Aylan Kurdi, muerto en el mar, de quien su cuerpo apareció náufrago en alguna playa de Turquía, al tratar de huir de la guerra civil de Siria junto con su padre y hermanos. Esto mismo equivale a la fotografía de Kevin Carter, quien disparó su cámara sobre el niño sudanés famélico, con un buitre detrás o, anteriormente, de la fotografía de Nick Ut, a la niña vietnamita Kim Phuc de 9 años, quien quedó desnuda por el napalm arrojado por los EUA y fue captada, corriendo por la carretera, aullando de miedo y dolor. 

Nadie puede ser impasible ante tales hechos, nadie puede ser el mismo al ver tamañas fotografías, nadie tiene derecho a colgarse en su pared una fotografía de esa magnitud. Nute Kuijin me recuerda la última etapa de Sebastiao Delgado en la película "La sal de la tierra", dirigida por Win Wenders. 

Sea fija o en cine, como en el documental "Los hilos que nos tejen", dirección de Melisa Elizondo (UNAM-CUEC, 2013), o en sus exposiciones, ―por cierto, una de éstas la tuvimos en la inauguración de Ve’i Ñuu Savi, donde la indiferencia de la gente fue un privilegio. Así pues, la mayoría no tiene razón, tarda en comprender lo profundo, es lenta en asimilar y ver más allá de los pies.

En fin, he señalado algunas fotografías que muestran la violencia, las guerras y las injusticias; sin embargo, la fotografía de Nute Kuijin crea su propio espacio más allá de lo evidente, porque es tensión en espiral, viaje hacia una ruta indescifrable e indetenible; intento serio y crítico que ve el ayer con la vista hacia el mañana. 

Esta columna terminará con un aforismo en tu’un savi-castellano: Ñe’ne-daa  sa’ma-daa, jianini-daa  a  kuvi-daa  intio / Se rasgaron las vestiduras, ya se creían indios.