No. 97 / Marzo 2017


Poesía y política


 El poder insignificante de la poesía


Jorge Aulicino

¿De qué modo la poesía puede estar en la historia, hacer historia que no sea la historia de la poesía? Claro que si la poesía formara parte de la historia, de todos modos tendríamos que la leerían tan pocos como los que hoy leen historia. Durante años, muchos marxistas reclamamos de la religión "historicidad", esto quiere decir que pedíamos a la Iglesia que nos aceptara en tanto aceptábamos al Hijo en su faz histórica: como sujeto real de una historia real. La fiel adhesión a no sé qué principio de realidad y sensatez forjó lo que el psicoanalista Juan Ritvo llamó "un marxismo victoriano", tan riguroso como humanista, casi completamente en extinción. No debemos quejarnos: la Iglesia nos escuchó. Los curas post-conciliares (post Concilio Vaticano II) proclamaron la firme pertenencia de Cristo a su tiempo; su prédica la pusieron en la historia, en relación con sectores sociales, con grupos de poder, con la emancipación política y económica de las naciones. Pero pocos leen ya la historia. Y sobre todo esa historia. De suerte que el papel que tendría la poesía en ella sería insignificante desde el punto de vista social, ya que el mundo avanza casi literalmente sin historia. Y casi literalmente sin verdad.

La reivindicación del mito como conocimiento y percepción directa del mundo era el papel que un poeta, Cesare Pavese, atribuía a la poesía.

La poesía de Pavese narraba a la manera de los antiguos mitos, que son antes que nada narraciones cantadas. El mito, en efecto, es crónica que no necesita comprobación empírica ni lógica. El problema de la teoría de Pavese es que creía que ese papel de la poesía se había terminado con la llegada del cristianismo, que puso por delante el espíritu, lejos de la naturaleza ("Después de Cristo y después del Logos, la naturaleza se ha apartado [fue apartada] de la fuente mística de la fuerza y de la vida, que viene ahora del espíritu", El oficio de vivir, 3 de abril de 1949). Sin embargo, el cristianismo es, o ha sido, narración, más quizá que cualquier otra religión; y Cristo ha sido a la vez héroe y mártir; y la naturaleza la narración hizo girar en torno suyo todos los mitos y todos los símbolos: peces, frutos, desierto, mar, sombra, montes, olivos, palmas. Si la poesía pudiese recuperar esa función natural-simbólica que la emparenta con el mito, o que hace de ella una versión del mito a partir, cada vez más, de la vida cotidiana, historia y poesía volverían a ser leídas, cumplirían una función, hablarían a la sociedad. Lo sagrado, aquello íntimo y extraño que viene con nuestra percepción primera e inmediata, acaso terminaría siendo político, construyendo polis, ciudad, sociedad, lengua hacia la verdad.

La palabra no ha sido totalmente capturada, planea aún donde quiere "en estado de eficacia" (Ezra Pound diría), pero al mismo tiempo, y en mucho mayor grado, es usada para provocar el error. Mucha gente pensó en la Metrópolis que los inmigrantes les quitaban trabajo, y acaso identidad, y que los lejanos países destruían sus industrias. No tuvieron un presidente que les dijera: están equivocados, lo que ven sucede por otros motivos, pero además, también sucede por otros motivos lo que creen ver pero no están viendo (los inmigrantes no quitan el trabajo). La identidad se construye así con mentiras aceptadas; la historia se construye no con mitos sino con temores y supersticiones (la superstición es la reacción asustada ante aquello que no se conoce el Inmigrante; mito es, en cambio, la verdad narrada: la "distancia sagrada" de la que hablaba Pavese impera en él, excluye el temor).

Pero quizá la propia disolución de la palabra, su retroceso incesante, su alienación, su captura, su instrumentación, su destrucción, en fin, haya dictado que historia y poesía deben permanecer al margen, no resistiendo el Mal, sino reflejando el milagro de un nuevo Adviento: el hombre en rescate del hombre: el Hijo, esta vez, pródigo.

 

La función arqueológica de la poesía podría ser leída entonces.