cornisa-inditos.jpg

No. 97 / Marzo 2017


Irene Selser
(Buenos Aires, 1959)


Foto de Mariana Sevilla
–De nada sirven sus disculpas. El rey Juan Carlos asesinó a mi hermano. Lo abatió con su rifle de cacería, el que tiene el escudo de la Corona española y decorado con incrustaciones de oro de 24 quilates, platino y la mira telescópica de la casa Swarovski. Eso se supo aquí en Botsuana, aunque no era la primera vez que participaba en un safari. Pagó 40 mil euros para asesinar a mi hermano. Él quedó muerto frente a un árbol, la nariz aplastada. Dicen que en Rusia ya había matado a un oso de nombre Mitrofan, embriagado previamente con vodka. También asesinó a un rinoceronte blanco, ahí están las fotos. Desde joven se dedicó a acabar con la vida de animales indefensos, por el simple placer de matar. Cómo olvidarlo, los elefantes nunca olvidamos...




Foto de Irene Selser

Sabrina Corgatelli es una cazadora estadunidense que mató a una jirafa en el Parque Nacional Kruger de Sudáfrica. En Facebook, presumió: “¡Un animal increíble! ¡No puedo estar más feliz! La emoción que siento luego de haberla matado es algo que nunca olvidaré”, escribió la contadora y dedicó su crimen a Walter Palmer, acaudalado dentista de Minnesota; en el centro de la polémica por haber ultimado al viejo león Cecil, emblemático ejemplar que gustaba tenderse al sol con su llamativa melena negra en el parque Hwange de Zimbabue. El felino, además, era monitoreado con GPS por la Universidad de Oxford para un estudio sobre la conservación de leones.
 
La agonía de Cecil duró cuarenta horas bajo las flechas de Palmer, sanguinario coleccionista de rinocerontes blancos, alces gigantes, osos negros y un majestuoso leopardo, según sus fotos publicadas en la prensa. Pero, ¿cómo calificar en castellano estos crímenes cuando la  Real Academia Española dice que el acto de asesinar sólo se aplica a las personas?
 
Así, tampoco se podría adjetivar la muerte de un desprevenido elefante a manos del rey Juan Carlos II, de cacería en África con su amante alemana. El hecho se conoció porque el vetusto monarca se rompió la cadera durante el safari. La indignación fue general, máxime que por esos días los españoles se suicidaban lanzándose de sus apartamentos ante el despojo de que estaban siendo objeto por parte de la no menos depredadora banca.




Foto de Mariana Sevilla


Todo lo toma, todo lo carga
el lomo santo de la Tierra.
Gabriela Mistral



Acaba de pasar el verano más caluroso del mundo. En Australia, los arrecifes de coral de la Gran Barrera de Queensland han muerto y ahora son sólo una mezcla de grava y arena. Es El Niño –y la tala de los bosques– el responsable de esta mortandad, que afecta a las comunidades costeras desde América Central hasta China. Lo sabe Chai Erquan, agricultor y pastor de 65 años, que aún recuerda cómo llovía cuando él era un niño en su natal provincia de Ganzu. Hoy, las tormentas de arena por la desertificación apenas le dejan abrir los ojos al evocar con nostalgia el sabor cristalino del agua, las gotas precipitándose con fuerza sobre el riachuelo que corría junto a su casa.


También en Malí la sequía se expande por los suelos agrietados, y las cosechas de maíz se desploman como los animales en medio de esta emergencia global, llamada eufemísticamente "cambio climático". Dice el ganadero Goudo Mori, miembro de la minoría peu, que las barcas de los lagos están ancladas en seco. Acepta posar ante las cámaras junto a su hijo de seis años y los restos consumidos de una de sus vacas. Ella mira al lente con los ojos abiertos, como suelen morir los animales.