No. 98 / Abril 2017



Góngora y la memoria de las cosas


Helena Moguel Samaniego


Nada se olvida nunca y cada cosa es también toda la historia que arrastra. Las palabras nos llegan pesadas como siglos, traen a las espaldas guerras y cercanías entre pueblos, mitos, cosmogonías y cotidianeidades. Para hablar, como para ver y habitar el mundo, desembarazamos palabra a palabra, cosa a cosa, de sus cargas y nos quedamos sólo con lo que precisamos en el momento. 

Góngora, en su poesía, se rehúsa a esto, a resignarse a ver solamente una cara límpida de la estructura poliédrica de las palabras. Así, crea una sintaxis que no permite olvidar el origen latino del español, sino que lo trae a la presencia, como los significados históricos de las palabras; así también su escritura se vuelve en ocasiones una épica de las cosas simples. Su obra se ha comparado con la pintura holandesa de la época, en la que hay bodegones sencillos y cálidos, con mesas cuadradas, copas de vino y jarras de leche; pero más podría pensarse en un cuadro cubista, donde la composición se forma a partir de la mirada múltiple que no encuentra menos importante el objeto que cada uno de sus aristas y sus ángulos.

A Góngora se le ha criticado (Menéndez y Pelayo, Menéndez Pidal, Octavio Paz…) la “ausencia de asunto” en sus poemas y particularmente en los que escribe bajo formas heredadas de la tradición épica clásica. Las Soledades, para muchos lectores, fue un poema que no trataba de absolutamente nada, una arquitectura tan ornamentada como hueca; cuando lo que ocurre es que en este complejo sistema poético de alusiones, la historia del peregrino náufrago y desdeñado, sobre ausente que encuentra un mundo rústico y amable alejado de la corte es igualmente relevante que la historia de las gallinas que llevan para regalar a las bodas a las que asiste el protagonista, o del queso que sirve el suegro en la comida de las mismas:

Sellar del fuego quiso, regalado
los gulosos estómagos el rubio
imitador süave de la cera,
quesillo dulcemente apremïado
de rústica, vaquera,
blanca, hermosa mano, cuyas venas
la distinguieron de la leche apenas;
mas ni la encarcelada nuez esquiva,
ni el membrillo pudieran anudado,
si la sabrosa oliva
no serenara el bacanal diluvio. (vv. 872-882)*

En un tiempo en el que nuestro contacto con las cosas atraviesa una larga serie de mediaciones y se reduce a la inmediatez del consumo, leer a Góngora se hace urgente. El queso aparece en la mesa porque alguien lo ha hecho laboriosa y dulcemente y quizás en ese proceso haya habido un instante de poesía, una imagen rara y bella. Al queso, además, se le compara con la cera, otro producto simple, noble y terrenal que se deja derretir por el fuego. Da, entonces, para dos actos de imaginación, el primero sobre su historia y el segundo sobre sus cualidades intrínsecas. Luego vienen la nuez encarcelada, el membrillo y la oliva, que recuerda a aquella rama de olivo que sirvió como símbolo de que el diluvio había terminado.

Otro ejemplo, (probablemente el mejor ejemplo), es el de la miel en los vv. 393-400 de la Fábula de Polifemo y Galatea:

Sudando néctar, lambicando olores,
senos que ignora aun la gulosa cabra,
corchos me guardan, más que abeja flores
liba inquïeta, ingenïosa labra;
troncos me ofrecen árboles mayores,
cuyos enjambres, o el abril los abra,
o los desate el mayo, ámbar distilan
y en ruecas de oro rayos del sol hilan.

La octava va de la obscuridad a la luz, y, de nuevo, hay dos actos de imaginación, uno sobre el proceso —el trabajo hermético de las abejas como una alquimia secreta, precisa y luminosa— y otro sobre la materialidad evidente –luciente y dorada— de la miel, la diferencia es que aquí ambos forman parte de la misma asociación.

En los poemas en los que Góngora enaltece la vida en la aldea, trabajosa y pegada a la tierra, ajena a los vicios cortesanos es esperable que abunden estas imágenes complejas de cosas en apariencia sencillas, pero que en realidad representan una parte fundamental del mundo para aquellos quienes viven en su cercanía. Digo esto y pienso en mi bisabuela fabricando comales, día tras día, sobre sus rodillas, con la alfarería heredada de su madre y de su abuela, viendo orgullosa su trabajo. Pienso igualmente en todas las comunidades indígenas para las cuales las semillas representan también una identidad, una cultura, una historia larguísima de resistencia espiritual y material que actualmente, frente a la pretensión de homogeneizar y regular los cultivos, de expandir el mercado de agroquímicos y semillas híbridas y transgénicas, pasa por uno de sus momentos más difíciles.

En los vv. 73-80 de la Soledad segunda, aparece un elogio de las pequeñas redes de pescadores, tejidas a mano cuidadosamente por las hijas que heredaron el oficio, y son contrapuestas, aunque sólo de paso, a las redes más grandes:

Dando el huésped licencia para ello,
recurren no a las redes que mayores
muchas océano y pocas aguas prenden,
sino a las que ambiciosas menos penden,
laberinto nudoso de marino
Dédalo, si de leño no, de lino
fábrica escrupulosa, y aunque incierta,
siempre murada, pero siempre abierta.

Góngora siempre se detiene frente a las cosas dignas que va encontrando y que más asociaciones le desatan. Las redes: el laberinto, Dédalo, el material, la forma que adoptan en el agua, la ironía maravillosa de que los peces puedan entrar pero salir ya no, de que pueda existir una cárcel abierta.

Y no es sólo en la alabanza de la vida rústica donde el poeta da una cuenta tan minuciosa y radicalmente imaginativa de aquello que va mencionando y que de otro modo resultaría contingente. Ello se muestra en el siguiente poema que escribió a la sazón de unas empanadas que comió gracias a su amigo cortesano:

De unas empanadas de un jabalí
que mató el marqués del Carpio

En vez de acero bruñido,
que da horror, aunque da luz,
en los montes de Adamuz
cerdas Marte se ha vestido
contra el Adonis querido
de la Venus de Guzmán,
tan valiente, si galán,
en este robusto oficio,
que, rompiéndole el silicio,
nos ha dado al dios en pan.

La cacería del jabalí se vuelve una actualización del mito que sin embargo lo subvierte, un rito que desobedece a la repetición. Son necesarias la memoria y la imaginación para pasar de comer unas empanadas de jabalí a comer unas empanadas de dios, y de ahí, ya encaminados, es fácil hacer las asociaciones que quedan en el aire y se dan por hecho.

El universo poético gongorino se conforma de inmensas redes complejas y asociativas que apelan a la memoria, a la densidad de las cosas y de las palabras que siempre pueden también ser otras. Al igual que Sor Juana en el Sueño, Góngora encuentra en lo cotidiano lo excepcional y la maravilla y, así, nos devuelve el mundo y la lengua milagrosos.

Como dice Robert Jammes, en Góngora hay una búsqueda doble hacia el centro y hacia afuera de los objetos donde la última funciona como armonía de la primera, porque para el poeta que es Góngora “beber una escudilla de leche no es sólo un placer de los sentidos, sino también un goce del espíritu, que se siente en contacto con el mundo real.”**




* Todas las citas de poemas de Góngora pertenecen a: Luis de Góngora, Antología poética, ed. Antonio Carreira. Barcelona: Austral, 2009.
** Cita de Robert Jammes, La obra poética de Don Luis de Góngora y Argote. Madrid: Castalia, 1987. pág. 516.