No. 98 / Abril 2017


Poesía y política


 El poeta como un silicio


Jorge Aulicino



En una guerra o revolución, un poeta puede ser un buen guerrillero
 un espía,
pero es improbable que resulte un buen militar. O en tiempos de
paz, un miembro sensato de
una comisión parlamentaria.
W. H. Auden, La mano del teñidor




Es probable que nunca sepamos por qué se escribe poesía, pregunta de rigor para iniciar un reportaje a un poeta, de parte de cualquier periodista que se precie. El problema es que caemos en el cazabobos tanto el poeta como el periodista que contiene la pregunta. Es un disfraz hábil de los que suele usar el demonio. Lo que el periodista cree formular no es lo que formula. Y lo que el poeta cree escuchar no es lo que escucha. La pregunta es ¿para qué escribimos poesía? Y si la escucháramos así, huiríamos de ella, como de las garras de un demonio o los grandes engranajes sangrientos de la industria del siglo XIX.

Las manos del teñidor (The Dyer's Hand and Other Essays, originariamente publicado en 1962), de W.H. Auden, y específicamente el ensayo "El poeta y la ciudad" (The Poet & the City) es la referencia principal de la breve reflexión que vamos haciendo. La utilidad e inutilidad del poeta, su pérdida de espacio público, la inversión incluso de la noción de espacio público y espacio privado (si para los antiguos el espacio privado era el de su vida primaria común y el público aquel donde su ser se revelaba, hoy resulta que el ser "es" en la esfera privada, mientras que la impersonalidad domina lo público): estas y otras cuestiones enhebra Auden, con mucha gracia, como cuando formula la lista de materias que debería estudiar un aspirante a poeta, que incluye cocina, y las actividades obligatorias que debería tener, que incluyen "criar un animal doméstico". Su propósito central es, a mi parecer, reivindicar la unidad del mundo material y el espiritual, de lo sagrado (perdido) y lo profano, del hombre humano y el hombre libre: el homo laborans que es también (al mismo tiempo) homo ludens. Concluye con una hipotética vida paralela de un campesino analfabeto y un poeta. Uno jugará a las cartas de noche y el otro probablemente escriba (o ambas cosas, se podría agregar), pero ambos estarán de acuerdo en el mismo principio político: un hombre debe estar preparado para defender el derecho al juego, entre las pocas cosas para las que debe estar preparado.

Está claro que la liviandad, el juego al que refiere Auden se opone tenazmente a lo que llamaría la sensatez regente de perder el tiempo.

No se trata de pérdida de nada importante, sino de ganancia. He perdido el tiempo para ganar la vida, decía, un poco melodramático, es cierto, el poeta chileno Jorge Teillier. El ganar la vida es en estas proposiciones recuperar la unidad que se siente irremediablemente perdida. Y probablemente en muchos aspectos involucre la pérdida del arte (como lo reconoce Auden, el de la cocina está perdido, pues difícilmente podamos llamar alta cocina a las algas y pasto químicamente procesado que nos esperan). Pero, aun en el gesto íntimo, privado en el sentido moderno, el ser humano se revela y se rebela en su libertad, en el juego, en lo inútil, en la pérdida de tiempo. Con el agregado de que todas esas cosas son, nos parezcan o no, simulacros, mímesis, reconstrucción de lo sagrado: política.

Auden escribió "El poeta y la ciudad" a comienzos de los años sesenta del siglo pasado. Había entonces una esperanza de reconstrucción de la esfera pública como aquel lugar en el que nos revelamos. El happening decidió en gran forma aquello. Los partidos de izquierda asimismo. Y la interpretación pública de la felicidad y reconstrucción de las cosas a mano de los hippies, el vozarrón de la asamblea que descubría que tenía algo para decir acerca de sus manos, acerca de las cosas que construía en serie, acerca de los planes de la producción, acerca de su derecho al ocio como la cara opuesta y necesaria del trabajo. Pero todo esto fue asimilado. Todo fue digerido y devuelto en forma de ocio planificado, de vacaciones pagas, de estrictos cupos de licencia anual, de incentivos a la producción, de revoluciones idealistas fracasadas (fueron esto último, sin duda), de diseño de modas, de vintage, de multiculturalismo, de corrección política, de stickers, de calcomanías, de show, de tattoo, de frenética mostración. No por maldad, sino porque se necesitaba recuperar la eficiencia, volver abstracto lo concreto, desacralizar, mantener lo simbólico en el terreno de la estadística contable, el valor de cambio infinitamente unido al valor de uso, sin que se distinguiera entre decir Armani o traje de 3.000 dólares. La impunidad de lo práctico.

Los medios digitales completaron esa asimilación, por ahora. La esfera privada, la de lo común, pasó a ser pública. La impersonalidad del foro, de la oficina, del taller, de la estadística, de la política, pareció arrasada por la exhibición de lo doméstico, del gusto personal, de la anécdota.

Y sin embargo...

Y sin embargo pareciera que desde los tiempos más cercanos de la Edad Media se erigió una figura de poeta como ser a-social, cantante absurdo, a veces incluso incomprensible, excedente, vacilante, débil, afeminado, ingenuo, inepto, al que no se arrojaba sin embargo a un barranco. Sólo se le decía, a la hora de las decisiones, "si vas a ser poeta, búscate un empleo". La pregunta sobre el por qué cobra entonces de nuevo su valor. Repica como esos ¿por qué? que repiten los chicos y crispan a los mayores. Es como si la sociedad, en un acto de mala consciencia que intenta bloquear, hubiese decidido que esa pieza falsa jugaba un papel. Que el estatus social del poeta era ser inútil pero no innecesario. Ningún sistema, excepto el de los tiranos narcisistas, persiguió políticamente a los poetas. El poeta estaba para ser estigmatizado y para estigmatizar. Era, y en algún sentido quizá lo es, el silicio.

La sociedad ha hecho bien en no darle participación política o en desconfiar de ella. Ha habido poetas aptos para la política, pero no aceptados como tales, o desconocidos como tales, salvo los casos en que su prestigio de poetas militantes ha servido a los fines prácticos de la propaganda. El hecho es que la turbia sociedad de los hombres no es irreal, como creyó Auden, como sospechó Eliot, sino dual, escindida. Una parte de ella misma hizo de la figura del poeta el arquetipo de un mundo que de hecho convive con el otro en el último trabajador "no calificado" y en el más venal de los punteros políticos; en el estadístico y en el experimentador; en el burócrata y en el miserable. Despojos de la historia, planos curvados, ventanas rotas, maquinaria abandonada, son la poética inconsciente de una humanidad que, en lo que le queda de humano, rechaza ser doble, a menos que sea en términos dialécticos. De esto, cosecha el poeta su día, defiende su lugar en la inutilidad.