Del archivo de Periódico de Poesía

............................................................

Archivo presenta una reflexión de Evodio Escalante acerca de la poesía de Francisco Hernández.

............................................................


No. 99 / Mayo 2017


El estetograma de la locura 

 
Periódico de Poesía, núm. 8,
primavera-verano 1997, UNAM.

Por Evodio Escalante




Mi profesor de estética solía definir el estetograma como un signo, un trazo o un conjunto identificable de trazos que remiten de modo inmediato, y por sí mismo, a la idea de lo bello. La luz, la simple luz, un jardín, una puesta de sol, todos ellos, por virtud de una historia o de una práctica textual, son evocadores de la belleza. Decir que un rostro es luminoso, o que una verdad es iluminadora, por ejemplo, es ya remitir a una noción adquirida de la belleza —o, si se quiere, a una ecuación que se encuentra en los cimientos de nuestra cultura. Es darle existencia a una tradición que prefiere la luz sobre las tinieblas, y que por tanto encuentra bella a la primera y no-bella, y hasta detestable, a la última. El rasgo que distingue a Francisco Hernández de entre sus contemporáneos es su elección de la locura como el estetograma en el que él quiere profundizar, y con el que quiere que se le reconozca. Se trata, por supuesto, de un estetograma problemático, muy especial, que encierra dificultades acaso irremontables. Aclaro de una vez la índole de su trabajo: Francisco Hernández no escribe (ni intenta hacerlo) desde la locura, desde el desorden de la gramática que emerge en la esquizofrenia (y que la caracteriza), o desde la “desintegración de la trama verbal” de la que habla Roman Jakobson en un artículo famoso (“Dos aspectos del lenguaje y dos tipos de trastornos afásicos”).1 Hay que entenderlo así. No se trata de vivir la locura, o de volverse loco (“devenir-loco”) escribiendo sobre la locura, sino de representarla. De figurarla. De darle un contorno sobre el texto y en el texto, pero también —suponiendo que sea posible— por encima del texto.

De otro modo: se la coloca en un pedestal. A distancia, para admirarla mejor, podría decirse. Al ad-mirarla, al ponerla a distancia, al entronizarla, al encaramarla sobre los hombros ajenos, el poeta acepta que en el fondo su trabajo se ha vuelto imposible. Éste es el punto que quizá más me interesa pues define a Francisco Hernández como un nuevo emisario de lo sublime, acá, entre nosotros, en este fin de siglo que ya no sabe dónde esconder la cabeza. Pero voy por partes. En las palabras preliminares de su Habla Scardanelli (Ediciones del Equilibrista, México, 1992), título que puede leerse de dos modos, como enunciado constativo (“Certifico que habla Scardanelli y no, como podría ser el caso, Hölderlin, y como enunciado clasificativo, categorizador (“Certifico que hay un habla Scardanelli, como puede haber un habla Hörderlin, esto es una lengua, un tipo de lenguaje que recibe tal denominación”), Francisco Hernández reconoce que se ha propuesto lidiar con lo imposible. Sin renunciar a su identidad, a su autoría, que es lo primero acaso que correría peligro en una empresa tal, lo vemos afirmarse en la negación: “Al escribirlo (Al escribir Habla Scardanelli, aclara EE), el autor ha intentado lo imposible: sumergirse en la cabeza de un loco e imaginar sueños, canciones, cartas, monólogos y alucinaciones no de Hölderlin, sino de ese otro hombre que el autor de Hiperión se creía”. Subrayo la palabra imposible para exhibir la autoconsciencia del autor-autor, distinta, según su precisa declaración, de la de aquel sujeto que “se creía” autor del Hiperión. Lo interesante aquí no estriba en el reconocimiento de una diferencia entre el Hölderlin de carne y hueso y el personaje productor de ciertos textos que llamamos poéticos, sino, me parece, en la marca dubitativa que introduce Hernández en su final de párrafo. “Autor de Hiperión se creía” (pero, bien visto, no era el autor de nada). ¿Por aquí va el acento dubitativo de Hernández? No creo, por supuesto, que se trate de menospreciar a Hölderlin, más bien lo que se hace es declararlo, hasta cierto punto, irresponsable de sus textos, autor-no autor, trabajando por la locura. Escudo para defenderse de la desintegración autoral. Al denunciar la no autoría del Autor (y ahora lo escribo con mayúscula para señalar nada menos que a Hölderlin, poeta de poetas, poeta por antonomasia), Hernández define su proyecto de hablar acerca de la locura y no desde ella.

La desmesura de su proyecto es mayor si se piensa que ya hubo Antonin Artaud. Y que, no desde la locura, pero sí en los límites de lo decible, Vallejo señaló en la inversión de un enunciado, y entre admiraciones, la presencia de ese estruendo mudo en el que empieza a articularse toda materia fónica. El ruido orgánico, mineral, táctil de Vallejo, será reemplazado en Hernández por un estruendo angélico. La transparencia de su proyecto lo autentifica ante sus lectores. Y le aporta las ganancias de lo inconseguible, de la tarea infinita que exige recursos infinitos. Y que, sin embargo, produce poemas. Aquí, ahora. Poetización de lo imposible que es, por esto mismo, poetización de lo sublime. Mimar a la locura es la única forma de mimetizarla (o sea, de reproducirla en textos). Primero fue Schumann: De cómo Robert Schumann fue vencido por los demonios (El Equilibrista, México, 1988). Luego Habla Scardanelli. Tematizar la locura es proponerla como ámbito irresistible de belleza, una belleza terrible y acaso inmensurable, pues entraña los riesgos infinitos de la otredad, del otro que me desfonda y me invalida. Del otro que me sustrae la luz que me ilumina y el piso en el que piso. La locura así se constituye en una figura negra, irradiante de oscuridad, que flota en el espacio, desfondada y desfundadora. Como hace decir Francisco Hernández:

La criatura nocturna se desnuda
y flota sin cesar en el lenguaje.

Pero, ya que se trata de locura, de desarticulación de la materia fónica, ¿no podría este “sin cesar” escribirse “sin César” (o sea, sin emperador, sin principio ordenador), y nada menos que “en el lenguaje” —o sea, en el orden implantador de orden—? Francisco Hernández tiene varias figuras para este lenguaje sin cabeza, descabezado, y algunas son en verdad efectivas, fanopeicas, como diría Pound, como cuando escribe:

No existen los dedos del pianista.
Una lluvia ligera moja el teclado.

¿Hay forma más bella de decir que Schumann, cuando toca, ya no es en absoluto él, sino acaso, y cuando mucho, una brisa con lluvia? La locura no puede concebirse sino como un proceso despersonalizador. O bien como una mutilación. Éste es el gesto imposible que el texto está diciendo constantemente sin decirlo del todo, justo porque es indecible, porque es irrepresentable. Sólo se lo puede decir con antítesis, con oximora que están a punto de violentar la sintaxis y que sin embargo se mantienen dentro de lo apolíneo:

Las voces de la luz. El Río de los Nombres.
El jardín en silencio con su estruendo de ángeles.

Así es, el texto evoca un estruendo silencioso, angélico, indecible —y hasta insoportable. Remito a Schumann:

Orquestas completas fueron destruidas
a cañonazos.
Al ver un ángel sin cabeza
tus nervios estallaron.

En efecto. Este sujeto, músico para mayor detalle, no puede soportar la visión de un ángel descabezado, al que le ha sido arrancado el órgano de la fonación, que no es la lengua, como afirman pedestres los manuales, sino ella y su caja de resonancia, la testa vibrante, la testa que escucha con orejas. De Schumann, enamorado de su Clara, regreso a Scardanelli, con su banquera griega, casada y a la vez suscitadora de erotismos donde lo truncado vuelve a constituirse en el rasgo dominante:

Este sueño comienza con un gesto imposible,
con un acto de fijas claridades:
alguien corta de tajo mi oreja derecha
para deslizarla por los labios abiertos
de tu vulva jugosa.

De esta evocación de Van Gogh, perfeccionada por los poderes de una imaginación erótica y hasta perversa (La oreja mutilada convertida en falo portátil portador de deseos), retorno a Schumann y a Pina Bausch. Si esta última, en su obra Claveles, coloca miles de flores sobre un escenario que habrán de hollar los bailarines, Francisco Hernández imagina una escena pianística no exenta de sangre y crueldad:

El pianista cubre de rosas el teclado.
No le importa el perfume. Lo hace por las espinas.

Así (nos) ingresa Francisco Hernández en el ostinato de la locura. Y dan ganas de continuar citando sus palabras. Como cuando observa, en textura que se acerca muchísimo a la prosa:

Frenético, con el semblante descompuesto por la fiebre, comenzaste
a transcribir el adagio de astros que se deshacían en la otra pieza,
el scherzo de un árbol contra otro, el prestissimo de tu
respiración condenada.
Ángeles curvos llevaron tu vigilia hasta laberintos de pausas
y graznidos, lejos de la clemencia y los lineamientos
de la razón.

Conservo dos imágenes. Ángeles curvos, graznidos. Otra vez el estruendo mudo vallejiano. “lejos de la clemencia y los lineamientos de la razón”. ¿Estruendo destructor, aniquilador? Sin duda alguna. La tensión, y la insistencia, introducidas por el giro paranomásico al final del verso, así lo hace sentir. Dice Scardanelli:

El veneno en silencio merodea.
La quietud con sus fauces me rodea.



Siempre, en todas partes, el peligro inconmensurable. Lo siniestro que acecha. El peldaño de muerte. No la belleza pacificadora sino la presencia de lo sublime, lo que escapa a toda medida, una forma de lo bello que no descarta el peligro de la infinitud. Que no suprime el dolor y lo negativo. ¿No es la locura siempre un umbral terrorífico? ¿Una amenaza que no cesa a los ojos del yo racional? La categoría de lo sublime, tematizado por Longino y por Burke y retomada por Kant, aparece aquí como la idea rectora de un proyecto que inquieta en la medida en que parece rebasar en dominio de una escritura para convertirse en un sigo aciago de los tiempos que corren. Como sostiene María Isabel Peña Aguado, “El sentimiento de lo sublime tiene su origen, según Burke, en el dolor y el peligro, emociones que afectan de un modo muy directo nuestra existencia. La conmoción que dichas emociones producen en nuestro ánimo, suspendiéndolo y paralizándolo, termina resolviéndose en una sensación de alivio que Burke denomina deleite. Al contrario que el placer de lo bello, el placer causado por el sentimiento sublime es un placer relativo, fruto de la cesación de esa pena o temor. De ahí que la vivencia de sentimiento sublime requiera una distancia para que la amenaza o el motivo del dolor no nos afecte de un modo directo, en cuyo caso únicamente estaríamos en condiciones de experimentar temor o dolor.”2

En Peregrinaciones, Lyotard ha dicho que vagabundeando en torno al tema de lo sublime, y releyendo la Crítica del juicio de Kant, a la que ha dedicado su atención en los últimos años, ha llegado a la conclusión que el tema de lo sublime es la problemática que domina en forma suprema en las artes de la época posmoderna. El mismo Lyotard señala dos características de lo sublime. En primer lugar, dice, “el sentimiento sublime no es mero placer como lo es el gusto —es una mezcla de placer y dolor […] Enfrentada con objetos que son demasiado grandes de acuerdo con su magnitud y demasiado violentos de acuerdo con su poder, la mente experimenta sus propias limitaciones”. En segundo lugar, según Lyotard, y aquí pisamos un umbral especialmente problemático, lo sublime presupone el fracaso de una síntesis cognoscitiva, y también, por lo mismo, de una voluntad de forma. “De acuerdo con lo que acabo de decir —agrega Lyotard—, es posible esbozar una extraña estética en la que lo que sostiene el sentimiento estético ya no es la libre síntesis de formas llevadas a cabo por la imaginación, como se describió anteriormente, sino el fracaso a la hora de sintetizar.”3

En este segundo punto, me parece, y creo que señalo algo evidente para todo lector, los poemas relativos a la locura de Francisco Hernández no se ajustan a la descripción que propone Lyotard. Demasiado sintético, en el sentido de demasiado dueño de sus materiales, Francisco Hernández se explaya en una visión estetizante de la locura que cancela el abismo y suspende el terror. No niego la delicada belleza de sus versos. Antes bien prefiero decir que sus poemas de la locura, parafraseando un título de Nietzsche, son excesivamente bellos.




1. Remito al libro de Morris Halle y Roman Jakobson, Fundamentos del lenguaje, Editorial Ayuso, Madrid, 1980.

2. Véase su artículo “La estética de lo sublime como expresión de lo irrepresentable: Lyotard versus Kant”, en Revista de filosofía, núm. 15, año VIII, Sevilla, 1993, pp. 69-80.

3. Jean-François Lyotard, Peregrinaciones. Ley, forma, acontecimiento, Cátedra, Madrid, 1992, pp. 65-66.