No. 99 / Mayo 2017


Luis Alberto Arellano:
estrategias para confrontar la verticalidad


Ángel Ortuño


“La figura retórica predilecta del Estado es la metáfora”, escribió Luis Alberto Arellano en su ensayo “Cuerpos dolientes y poesía”, publicado en el volumen Escribir poesía en México (Bonobos, 2010).

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El ensayo comienza con la narración de un hecho anecdótico: sus experiencias como coordinador de un taller literario en un reclusorio estatal, en Querétaro. Luego de referir algunos casos de los crímenes que involucraban a sus alumnos (robo de bancos, tráfico de drogas), así como las sistemáticas molestias y obstáculos burocráticos que debía enfrentar en cada visita (como si jamás se guardara memoria de todos sus argumentos: soy el instructor de un taller literario, aquí está la autorización requerida, necesito estos libros para trabajar con los internos, esta es mi identificación…).

¿Qué lo hacía volver?

“Mi entusiasmo por el taller en la prisión viene de mi larga oposición al Estado. En la primera línea de mis intereses se encuentra una necesidad por la acción política como derivado de la acción poética.”

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“Me parece una necesidad de primer orden recuperar el espacio público para los ciudadanos, así como trasgredir el lenguaje y devolverlo al poema.”

El mayor espacio público concebible es, precisamente, el lenguaje. Incluso, en español tenemos la frase “lugar común” para definir todas aquellas formulaciones verbales cuya reiteración en el discurso las va volviendo, paradójicamente, ajenas a todos.

Al Estado le gusta la metáfora: trasladar el sentido. Convertir la ciudad en una cárcel. Verlo todo. Panóptico.

La recuperación del espacio público pasa, necesariamente, por la trasgresión que devuelve el lenguaje en el poema. ¿Lo devuelve, a quiénes? A todas las personas porque los únicos lugares comunes que el discurso oficial desea son los patios de prisión.

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Esta recuperación atraviesa toda la poesía de Arellano pero no la vertebra, no la supedita a un orden jerárquico ni a un “programa”. Bueno, lo anterior es más mi manera de leerla que la suya de escribirla.

Y yo estoy seguro que esto —o algo así— esperaba Luis Alberto de quienes lo leyeran: su opción por las estrategias para confrontar la verticalidad del poder desde la horizontalidad de la acción ciudadana es congruente con el despliegue de recursos retóricos que no fungen como barrotes de ninguna prisión sino como posibilidades que se multiplican en formas nunca previsibles, al mero contacto con los ojos lectores.

No el panóptico, no el ojo estatal que todo lo ve para castigarlo, sino el formidable Argos Panoptes que formamos todos al leer. Un gigante para vencer al Leviatán del Estado.

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“Estoy en una búsqueda que no tiene un punto de llegada deseable. Una búsqueda que privilegia el error como un logro”.

Ignoranti, quem portum petat, nullus suus ventus est. “Ningún viento es favorable —dijo Lucio Anneo Séneca— para el que no sabe a qué puerto va”. No quería Luis Alberto vientos favorables sino ir a contracorriente. No pretendía saber a dónde iba porque eso es lo mismo que sentirse seguro rodeado de paredes. Como en el poema de Manuel Maples Arce (“Canción desde un aeroplano”), Luis Alberto operaba a la intemperie de los sistemas estéticos, de los sistemas que ofrecen la ilusión del orden y la seguridad, a cambio de secuestrar la libertad.

Nada lo llevaba a entrar, una y otra vez, en la prisión sino la idea tenaz, la voluntad de desarticular la prisión, de devolverle al lugar común su común pertenencia por vía del regreso del lenguaje a su condición de poema.

Esto mismo lo hizo escribir cada día.

Y ahora que lo releo, no puedo sino pensar que entre las muchas cosas que me quedaron pendientes de agradecerle, no es la menos importante esta sensación de libertad —no de alivio sino de alegre lucha—, desde esta prisión a la que ingresa y donde yo soy alumno de su taller cada vez que abro uno de sus libros.