No. 99 / Mayo 2017


Poéticas de la Negatividad*
 
Juan Rulfo personaje 
 


Ana Franco Ortuño

A Rodrigo Castillo porque, con un descuido, empezó este diálogo.

Yo lo vi
Dicho popular


Sobra decir que la crítica de Rulfo es posiblemente inabarcable. Juan Rulfo, de la mano de Sor Juana, López Velarde y Octavio Paz, es el gran escritor mexicano, pero quizás el único genio. Con este centenario suyo me resulta interesante encontrar la figura del hombre al centro de la obra y no solo la obra. Pareciera ser que Rulfo está integrado a su escritura y no hubiera modo de separarlos. A partir de la cantidad de textos que hablan sobre él, se va construyendo un personaje, o muchos: el de cada uno de los autores que lo miran y lo describen.

La codiciada figura que se escondía, se callaba y ha muerto (aunque sus letras queden o porque sus letras quedarán) encarna el mito de una eternidad desesperante; se ansía al hombre y al ser humano porque necesitamos conocer, tocar, lo que amamos y odiamos: adorarlo, desprestigiarlo (“doble moral literaria” la llama Héctor Aguilar Camín). Pero Rulfo no se dejó tocar y dejó sus letras llenas también de misterios.

Cercar la genialidad para comprenderla puede ser oficio crítico; se dice de Rulfo que fue un gran lector, un solitario, un mentiroso ―con distintos matices en los que Antonio Alatorre fundamenta la construcción de su propio personaje―, indeciso en la escritura ―de aquí que Arreola haya podido adjudicarse durante algún tiempo la organización estructural del Pedro Páramo―, burócrata, melancólico, enfermizo, los famosos “huraño, cazurro, ladino” del mismo Arreola, o su “diagonal espíritu de alfil”, caminante, comedor de tacos, escalador y genio ―de la mano de Rilke y de Kafka―, de furia destructora, influido por un Faulkner que niega.

De la crítica de sus contemporáneos a la de los autores actuales se nota un salto importante; sus contemporáneos se asombraron con frecuencia de la aparente falta de conexión entre el hombre y la obra, como si ésta hubiera sido un accidente o un don, venidos de la nada. En la actualidad, si bien sigue apareciendo la necesidad personal de haberlo conocido ―en suplementos y especiales abundan las anécdotas y los breves relatos del yo, alguno todavía con cierta intención de enrarecer esa personalidad intangible―, autores como Juan Villoro, Jorge F. Hernández, Eduardo Antonio Parra y Cristina Rivera Garza, construyen con miradas objetivas y respetuosas un Rulfo propio y muy amado. Miradas capaces de ofrecer a los lectores líneas menos borrosas que las del mundo que lo rodeó, lo admiró y lo envidió sin tapujos.

Contrario a Cervantes, lo que los lectores de Rulfo hacemos crecer es a Rulfo y no forzosamente a Juan Preciado, aunque el viaje a Comala pudiera transformarse en la Ítaca moderna de nuestra propia devastación.*

Otro motor de esta fascinación descriptiva puede ser la paradójica posibilidad de haberse diluido en el común denominador de la gente y, al mismo tiempo, liberar al genio (ese genio, ‘sin brillo’, que quisieron ver sus amigos).

En un brevísimo repaso por algunas notas recientes, encontramos que Jorge F. Hernández, en Los murmullos, habla del hombre común al que mira caminar por los rumbos del sur de la Ciudad de México, en que vivía y trabajaba. Su Rulfo, en blanco y negro, habitó siempre más allá de los enredos literarios.

Juan Villoro, en Cara a cara con Juan Rulfo, menciona autores a quienes en la actualidad ‘toca su larga sombra’. Habla de la obra, pero también del hombre que supo intuir una cruda realidad que no cesa.

Eduardo Antonio Parra, en Como los matrimonios viejos, hace la historia de sus lecturas, y propone otras posibles influencias del autor: las de Jean Giono (francés) y de Charles-Ferdinand Ramuz (suizo); menciona también a Ramos Revillas o Luis Felipe Lomelí, como autores alcanzados por la sombra.

Pero no será sino Rivera Garza quien en su reciente ensayo Había mucha neblina o humo o no sé qué, nos acerque más ciertamente al ser humano, al misterio de su personalidad. En la fusión intencional de su propia reverencia, Cristina nos lleva de la mano del Rulfo que camina por ese llano en llamas, y nos muestra el espíritu de Juan Nepomuceno, deslumbrado y confundido, entre las convenientes urgencias de la modernidad y las profundísimas raíces del ser mexicano, confusión no resuelta en un país que el autor retrató en papel y máquina mecánica, en cámara y plata-gelatina. 

Este Rulfo de Rivera, viajero, fotógrafo y testigo, se parece mucho a Juan Preciado en el aparente desapego de la mirada atónita ―mirada atónita de cualquiera que presencie la realidad de un mundo indescifrable que se mueva en la seducción de lo terrible: Comala-Jalisco-Oaxaca… o que se mueva en el mundo de lo sutil (como el de López Velarde, en otros tonos). El Rulfo de Rivera Garza se desentraña sin exhibicionismos ni adjudicaciones absurdas.

Cristina nos integra al hombre y a la obra mediante la apasionada tarea de seguirle los pasos, y nos lleva por su propia experiencia de lo rulfiano en una trayectoria de tránsitos, entre las lenguas, los géneros, los paisajes y la comida.

Si pudiera sumar mi propia mirada a esta “poética de la escasez” (Villoro) encuentro un humor del que poco se habla; un Rulfo menos silencioso que en el que se insiste. Pese al miedo que crece en el viaje de Preciado, Juan Rulfo dobla el diálogo y se ríe con o del lector, y, por supuesto, de sus aterrados personajes.

Señalo al menos tres escenas del Pedro Páramo; la escena del correcaminos:

−¡Váyase mucho al carajo!

−¿Qué dice usted?

−Que ya estamos llegando, señor. 

−Sí, ya lo veo. ¿Qué pasó por aquí?

−Un correcaminos, señor. Así les nombran a esos pájaros.

−No, yo preguntaba por el pueblo… [10]

La escena del cortejo fúnebre de Miguel Páramo:

−A mí me dolió mucho ese muerto –dijo Terencio Lubianes−. Todavía traigo adoloridos los hombros. [28]

O la escena del cura que antes de dormir, repasa “una hilera de santos como si estuviera viendo saltar cabras.” [30]

Para mí, la escritura de Rulfo fue menos tormentosa o sorpresiva (no menos sorprendente) de lo que aparenta cuando lo leemos a ojos de otros: el ser humano también se ha divertido armando este juego indecodificable, con una dosis de negrísimo humor que se teje entre su obra y su vida, este complejo juego que puede funcionar como aquél de la memoria, en el que hay que levantar la tarjetita correcta de la ficción, para empatarla con su contraparte autobiográfica. En el trance al olvido, no queda sino repetirnos lejanamente: Yo lo vi, como se repiten, casi angustiados, quienes conocieron a Juan Rulfo.

Todos querríamos mirarlo de cerca (¿cercarlo?) por lo que, supongo, seguiremos indagando, pero Rulfo quiso desdibujarse y en ello también se parece a Preciado, de ahí quizás nuestra imposibilidad con la de Doloritas muerta: “No hijo, no te veo”.

¿Y los poemas? De esos, de su Rilke, hablaremos otro día.


Referencias:
RULFO, Juan: Pedro Páramo y el Llano en Llamas. Planeta, Colección popular, 9ª reimp., México, 1987.
ALATORRE, Antonio: “La persona de Juan Rulfo”, en Casa del tiempo, Núm. 82, pp. 45-52, 2005.
ABAD Faciolince, Héctor: “Un tal Juan Rulfo”, en Letras Libres, Año XIX, Mayo 2017, pp. 7-11.
AGUILAR Camín, Héctor: “Los dos Rulfos”, en El País, Análisis, 16 de mayo de 2017, <http://elpais.com/elpais/2017/05/15/opinion/1494882553_433285.html>, consultado el 22 de mayo de 2017.
F. HERNÁNDEZ, Jorge: “Los murmullos”, en El País, Cartas de Cuévano. 9 de marzo de 2017, <http://internacional.elpais.com/internacional/2017/03/09/america/1489071237_990752.html>, consultado el 22 de mayo de 2017.
PARRA, Eduardo Antonio: “Como los matrimonios viejos”, en Luvina 86, Revista literaria, Universidad de Guadalajara, Primavera 2017, pp. 17-23.
RIVERA Garza, Cristina: Había mucha neblina o humo o no sé qué. Random House, México, 2016.
VILLORO, Juan: “Cara a cara con Juan Rulfo”, en Babelia, suplemento cultural de El País, 8 de mayo de 2017, <http://cultura.elpais.com/cultura/2017/05/03/babelia/1493829892_692603.html>, consultado el 22 de mayo de 2017.



* En su recorrido en busca de la hacienda, el asesinato del padre y el llano, nos dice David Marcial Pérez en El Jalisco agonizante de Juan Rulfo: “Esa metáfora que Rulfo utilizó para retratar una vida dura y estéril es hoy un vergel artificial. Centenares de invernaderos de plástico blanco se levantan en el llano. Entre el polvo ahora nacen tomates, pepino y aguacates. El nuevo dueño del llano, el nuevo Pedro Páramo es sinaloense y a un lado de los tomates tiene una pista de aterrizaje para su avioneta privada. Los trabajadores de esta tierra, los protagonistas de la historia vigente y sin ficción del llano, ya no son campesinos locales. Ahora son indígenas de Oaxaca y Chiapas, que vienen a los estados del norte a limpiar los invernaderos. Trabajan en jornadas de siete a cuatro de la tarde y a la semana les pagan 800 pesos (unos 40 dólares).” En http://cultura.elpais.com/cultura/2017/05/15/actualidad/1494861424_060911.html