No. 99 / Mayo 2017


Del otro lado del poema no hay nadie:
Luis Alberto Arellano


Yolanda Segura


Un ritmo que se traba, que conscientemente se detiene antes de llegar al punto final, antes de la clausura. Así entiendo el cierre de muchos de los poemas de Luis Alberto Arellano, como una conversación que se termina antes de haber llegado a su fin. La llamada se corta, el internet se va, la voz de alguien se deja de oír y se pierde a la distancia con una mano que se agita despidiéndose. 
 
El papel de mi familia en la revolución industrial es el título de uno de los –supongo varios—poemarios inéditos de Arellano. En él se encuentra el “Breve manual de la idolatría”, que aparece citado en este mismo dossier. Ése, creo, es uno de los textos que más adquiere vigencia en el contexto actual de una forma casi literal cuando se piensa en las intenciones de Trump. Pero más allá, es también la insistencia obsesiva en franquear, delimitar, apuntar y deshacer obstáculos sistémicos y comunicativos.

Es acaso una voluntad irónica sobre la obsesiva y meticulosa acumulación enciclopédica, sobre la tradición de cierta poesía que pretende saberlo todo. Los yoes líricos se multiplican: la familia es diversa, plural, está compuesta por gente loca. ¿Quién escribe ya poemas desde el yo?, me preguntó él a manera de reproche en una discusión que se prolongó por horas y a la que sólo pude responder con balbuceos. Ahora pienso en una sucesión de voces que se multiplican, que proliferan para esconder otra voz mucho más potente por escurridiza, por difusa y abierta y sin embargo reconocible, ésa que insistía una y otra vez en los mismos temas: las comunidades entre personas, los rescates de entre lo abyecto, el amor (llano, no cursi, sí tierno), las maneras del apocalipsis, los ovnis... Esos miedos comunes que se ponen en el poema para exponer también una serie de denuncias y de inconformidades. Disensiones.

La escritura de Arellano es una apuesta por la desconfianza en lo establecido: decir yo desde esta perspectiva es casi una herramienta meramente retórica, un poner el discurso en un sitio y, a partir de ahí, abrir historicidad disfrazada de preguntas sin tiempo. Quizá por eso los escenarios del fin del mundo lo habrán seducido tanto: parece que están situados en un punto ajeno al presente aunque el futuro es algo que ya nos pasó, habrá dicho en algún poema. La sensación de emergencia como un hilo tenso del que cuelga su poética, y de ahí todo es abrir pausas para la calma, los cuerpos, el goce, también el llanto. La emergencia como una cancelación del porvenir que nos deja apenas con algunas herramientas en las manos. La vida es una mala hierba, escribió también en otro momento para que nosotros completáramos el dicho con un sabor amargo y al mismo tiempo luminoso en la boca.


Si un amante llora, el otro convence

Aunque la comunicabilidad es puesta repetitivamente en duda:“Así que estas líneas / no tienen ningún mensaje oculto / ni nada que se le parezca / aunque haya quien / lleno de esperanza / afirme lo contrario”, anota en Plexo. Elijo, como todos sus lectores, asumir la burla que se manifiesta en estos versos y la invitación que nos propone. El mensaje oculto es a la vez eso que expresamente comunica: que las formas de decir no alcanzan y sin embargo es preciso enunciar, reconocer lo que brilla al fondo de las cosas: una risa incontrolada en lugares públicos, un miedo personal (¿no es que todos les tememos aunque sea por un segundo alguna vez?) a los aviones. Lo que nos distingue de los animales, dice, es la comunicación, y sin embargo lo que escribió servía para evidenciar sus fallas, sus fisuras, sus puntos ciegos: aquello que no se alcanza a comunicar se muestra en las enumeraciones de palabras que le han normado el gusto. No hay nadie del otro lado, insiste, y nosotros aquí, haciendo señas para mostrar que estamos. Las palabras son ese muro infranqueable contra, desde, sobre, entre, hacia…, el cual hablamos: por eso al final lo que queda es el deletreo, el vacío que se busca obsesivamente, y nunca la cancelación del intento. Dudar de la comunicabilidad no implica jamás el silencio, esa posibilidad no cabe.
 
La ida y vuelta entre el hombre que lee y el hombre que habla construye también un puente entre él y él mismo: si el yo está fragmentado, entonces esos fragmentos pueden ser indistintamente interlocutores uno del(os) otro(s). Y eso es absolutamente enloquecedor, por eso en El papel de mi familia… los sujetos líricos son todas y todos personajes deslizados de la norma de la cordura. Antes de llegar al punto de entendimiento –poético o no— de su enunciación, cortan, se desvían, se estampan contra algo que no es posible. Como la muerte inentendible. “Nada tiene prisa por morir. Todo tiene prisa por la muerte”: no el verbo que transcurre sino la acción terminada. Eso contra lo que cada poema está hecho: abrir el sitio para la referencia, para las características no abstractas de la persona, para la manera no-correcta de vivir o escribir es una forma de dilatar y posponer la prisa por la muerte. Escritura, para poner en sus palabras, que sea “un síntoma y no un símbolo”: la manifestación de una enfermedad y no su nombre. Y que la enfermedad sea la del lenguaje excedido, la del desborde y la felicidad, la de la mano de un hijo que salva del mudo abandono de las estrellas.

Del otro lado del poema hay Nadie, pero nadie es Alguien para quien se inaugura un lenguaje distinto cada vez.


La belleza camina siempre del lado del capital

Si esta afirmación es cierta, entonces en el poema hay cabida para lo sórdido que, empero, puede siempre resolverse de maneras lúcidas, detenerse antes de caer en desencanto y moldearse de maneras distintas. Una estética otra, no canónica y no opresiva. Una estética que se postula desde el no-saber-cómo-debe-ser, y nunca desde el esto-es. Una escritura de la mácula y no de la transparencia: la opacidad, ha dicho Glissant, es un derecho. Un ejercicio, en el caso de los versos a los que ahora se nos convoca: escritura con suturas visibles, con partes blandas, sin autor pero sí con sujeto. Composición que se plantea contra las formas laborales contemporáneas, que dice insistentemente un no, que no sabe dejarse.

Entonces trabajé con ustedes, por absoluto desencanto,
pero hoy basta:
nunca confíes en alguien mayor a treinta
y yo tengo uno más de la cuenta.
Tampoco se trata de dejarnos la barba
y mirar el mundo desde el piso en infinitivo.
Sino de una carcajada de vez en cuando
y muchos motivos para el llanto.


Y que cada dos de noviembre finjan que no me conocen

“Diga en voz alta: Mi nombre es Luis Alberto Arellano y soy un zombie”, “Como los ovnis que significan NUNCA ESTUVIMOS SOLOS, “Aprenda la lección: su cadáver no le pertenece”. Queda hacer de la ausencia una forma de estar, no de trascender. Si, como dice Meschonnic, las palabras nos devuelven lo que hacemos con ellas, queda hacer un recuento de lo que a Arellano todavía le depara ese lenguaje contra el que cotidianamente arremetió como una forma de construir espacios alternativos, distintos, en los que cupiera él y 1,2,3 por todos sus compañeros. “Apriete todos los botones de pánico, emergencia y solidaridad que encuentre”.