cornisa-inditos.jpg

 

No. 100 / Junio 2017


Jorge Fernández Granados


Incoincidencias

emparejó los pies midió el objetivo vertical el cuerpo en posición semejante a las estatuillas del oscar y levantó la esfera de baquelita a la altura de su nariz con ambos brazos como quien va a rezar un padrenuestro

de vez en cuando jugábamos desde niños con la devota recurrencia de costumbres de los sedentarios

nuestra desgracia era ser primos si hubiera sido más justa la zoología seguramente hubiéramos nacido araña y abeja perro y gato caballo y delfín en realidad sólo teníamos un par de asuntos en común: el gusto por discutir acerca de dios y el boliche

por igual amateurs nunca ganamos ni siquiera un torneo local pero hablando de dios podíamos desvelarnos y nos desvelábamos a veces tanto y discutíamos tanto que al final el problema no era dios sino el hambre que teníamos en la madrugada de aquellas bizantinas veladas consumidas en nuestra esgrima teológica 

porque él era un creyente y yo un ateo

sin embargo se trataba de mi creyente favorito el que soportaba la metralla del escepticismo sobre su fe con la convicción de los cruzados

y sólo la claridad del amanecer detenía nuestras contiendas

luego crecimos y cada uno hizo su vida él marchó al norte a estudiar ingeniería química y sistemas a hablar inglés yo me fui al sur a aprender música y la historia de las palabras pero sobre todo nos iniciamos en ciertos misterios silenciosos del destino 

ya cada vez nos vemos menos hoy somos apenas un ingeniero y un escritor que se saludan

pero jugamos todavía boliche y la última vez que nos vimos fue como siempre escogimos mesa y zapatos compramos botanas bromeamos y echamos un volado él ganó y por eso ahora está ejecutando ceremoniosamente el primer tiro de la tarde

era hora de empezar también con nuestra otra fraternal contienda así que saqué mi caja de cerillos: 

—y esta partida está en el plan de dios o sólo en nuestras manos y las del juego?

mi pregunta detuvo un momento su tiro pero no movió la vista del objetivo meditó rápido y me contestó negando con una sacudida de cabeza:

—me da igual ya no creo en dios

tomó impulso y el péndulo del brazo depositó la esfera sobre la tarima encerada con un golpe seco y luego rodante un moroso tiro con efecto de giro derecho hacia el triángulo de los diez pinos

ya no me acuerdo siquiera quién terminó ganando esa última vez pero veo todavía tan limpia y triste esa respuesta su boca apretada en el paréntesis de sus comisuras el esfuerzo por esa franqueza que no podría llamar derrota sino recóndito espíritu deportivo su cambio de bandera ante nuestra antigua batalla

fue el gesto más cristiano que jamás he visto y no supe qué contestar me limité a seguir jugando

porque yo para entonces había empezado a dudar de mis dudas




Kienzle

daba cuerda todos los días al reloj de péndulo como quien desactiva minuciosamente el mecanismo de una bomba de tiempo

era el último acto de su jornada y luego se iba a dormir tranquilo no sé si por eso la noche en mi memoria era un silencio medido en campanadas

tan constante el contrapunto de labores bajo el itinerario de tañidos las anunciadas horas que los habitantes de la casa contábamos día tras día

pero el amanecer del terremoto nuestro viejo reloj fue uno más de los caídos

poco después murió el guardián de la llave que daba cuerda cotidianamente al mecanismo (mi abuelo) desde entonces nadie pudo o quiso repararlo y el polvo le cayó encima como a cualquier cadáver

y nunca hubiera despertado seguramente del mutismo sin la caridad maquinal de mi padre que un domingo lo exhumó del cuarto de los trebejos le quitó el polvo estudió sus averías y buscó al especialista que reemplazara las piezas rotas

escuchar de nuevo sus campanadas solemnes en el silencio de la noche me devolvió a un tiempo detenido por años como sus engranes

y al rito doméstico de transmitirle fuerza de mano en mano mediante el cual pareciera que deseáramos prorrogar lo inevitable

ahora soy yo quien le da cuerda al reloj alemán de tarde en tarde como quien desactiva minuciosamente el mecanismo de una bomba de tiempo

y aún halla mi oído en sus llamadas un argumento perentorio de la fatalidad una premura vibrante 

que mide lo cíclico de nuestra carne con el puntual canto de las campanas

esos golpes enumerando los huesos del cielo