cornisa-inditos.jpg

 

No. 100 / Junio 2017


Carmen Villoro


Plátano

Qué pequeña es la planta
que sembraste
para nuestros próximos treinta años.
La miro sonreír con sus seis lenguas verdes,
echarse al sol como un cachorro alegre.
Por sus arterias nuevas corre miel
y su tallo espigado presagia
un ligero temblor adolescente.
Quizá en la madurez se plantan hijos
para verlos crecer serenamente;
tal vez se siente el tiempo ya más corto
y dejamos las huellas enterradas,
los perfumes de ahora, las miradas
para que un día florezcan.
El presente es un dulce paraíso,
un trópico tan simple y cotidiano,
un amable vaivén que mece el alma.
Si te vas o me voy
está la planta.
Y seguirá en su sitio
hablando frutos
que hoy tú y yo decimos.




Lejos de casa

Miran hacia delante 
como las vías del tren.
Del pasado les queda
alguna pertenencia:
una fotografía,
un recuerdo fugaz,
algún aroma que se desvanece
con el amanecer.

Su presente tiene la dimensión
de sus zapatos:
única patria temporal,
único hogar seguro.

Desafiantes abordan la distancia
como quien decide
dominar a una bestia
sentándose en su lomo.
Una victoria íntima
alimenta sus sueños:
cruzar el vacío
como quien cruza una frontera.

Cuando escucho el lamento del tren
pienso que ahí van ellos
los ángeles de hierro,
los guerreros del tiempo
dispuestos a atravesar los llanos
heridos por la noche
y ese silbido grave
me abre un país inhóspito
en el pecho.




El Otro

No soy sino en el Otro.
En el fondo profundo de sus ojos
comienza mi existencia
y en su sonrisa advierto
la quietud de mis íntimos esteros.

*

El Otro me comienza
me dibuja
me da figura y tiempo
y en un temible parpadeo
me termina.

*

Soy su polvo y su luz
y es su deseo
lo que en mí se hace carne
como el verbo
que teje una distancia
entre su voz
y esto que llamo corazón
pero que es eco
de su pronunciamiento.

*

Yo soy eso que mira tu mirar.
Soy eso que se mueve
a través de una capa de aire
y en tu hoguera transcurro
al margen de tu sangre. 

*

El rostro no es tan sólo
el espejo del alma,
el rostro es el alma
en todo su esplendor:
muecas, gestos, arrugas
son historia
y la mirada un canto que se escucha
con oídos distintos.

*

Te miro desde mi desconocimiento
desde el nombre que ignoro
y te venero.

*

El enlace es sutil: ajeno a Mi
yergue el Otro su estampa.
Ni entero ni Uno
sólo desprendimiento
fruto que niega y reconoce
su procedencia de árbol.

*

Me multiplico en Otro:
Nosotros se despliega
como hojas de una palma
o un abanico abierto
a los puntos cardinales.
Nosotros soy
ante el ajeno,
somos un Yo de pares
un par de yos en Uno.
Somos dos
y podemos ser más
bajo la custodia segura de la s.
Simétricos e iguales
de la misma estatura
es nuestra diferencia
y eso nos hace cómplices. 




Un jardinero

Desde la ventana escucho
las tijeras metálicas y rítmicas
del jardinero que poda los arbustos.
No sé cuándo empezó
porque el repiqueteo 
ha alargado el presente,
ha hecho de esta tarde
un solo instante amplio
en el que caben todas las acciones.
No importa que la luz de la tarde 
mengüe poco a poco
y que algunas ventanas, a lo lejos,
comiencen a encenderse.
Mientras suene su escoba
raspando el pavimento,
el tiempo sólo es uno.
Es sólo un embelezo largo y relajado
que cambia de matiz,
pero que no transcurre.




La ofrenda

Tiene la juventud y la belleza
de los dioses griegos.
Se llama Moisés
como el hebreo,
pero él lo ignora
o no le da importancia.
Quiere darle un riñón a Susana
como un niño que comparte
su lonche en el recreo.
Quiere oírla reír 
como sólo ella sabe hacerlo.
No habrá coros que canten esta hazaña
ni mar en el desierto que se abra;
sólo una sala de hospital
más tibia que otras veces,
con una luz más suave.
Un asunto de amigos,
así de simple,
una conversación de dos
íntima y clara;
el cuerpo que recobra
su vocación de tiempo.




Destierro

La patria no es otra cosa
que la infancia perdida:
una calle en el barrio de Mixcoac,
el patio de una escuela,
la canción aprendida 
en el autobús de una excursión.
Un asunto de nostalgia
que crece con la distancia.
Reminiscencias que se desgranan
al interior del cuerpo
para evocar en la memoria
el sabor de una sopa,
el color de un juguete
al fondo del jardín,
las páginas de un libro en la primaria.
Desarraigados para siempre de la infancia
creamos la ilusión de pertenencia
deseo de unidad
que nos vuelve grupo, tribu, masa
cuando reconocemos en el otro
un gesto familiar, un acento conocido.
La soledad nos vuelve compatriotas
en las tribunas del estadio de futbol
y hasta en la guerra;
nos alimenta un fanatismo idiota.
El destierro nos viste de colores precisos
de himnos y banderas
que cubren el dolor
de no poder regresar jamás
a la primera casa.




Seven Eleven

El Seven Eleven me da serenidad.
Cuando me aborda la desolación
ese vacío irrepresentable
que se aloja en el cuerpo
como una memoria fina y sin palabras,
camino rumbo al Seven a comprar mis cigarros.
Siempre en la misma esquina y siempre abierto
ese establecimiento me hace sentir
que hay algo inamovible,
alguien en quién confiar aunque sea tarde.

De día o de noche guarda la misma luz,
un halo atemporal tan necesario
para alguien como yo, que aún teme a la noche,
y piensa que la vida es algo que se pierde
irremediablemente.

De pronto ahí está el Seven
con sus franjas alegres verdes y naranjas,
el piso de cerámica industrial,
los amplios refrigeradores siempre limpios.
He pensado si este bienestar tendrá algo que ver
con aquella tiendita de la infancia
y creo que no.

No es la nostalgia lo que me lleva ahí,
es el reverso, quizá, de la nostalgia,
el presente absoluto ante esos mostradores
que me recuerdan más a una juguetería.
La niña que descubre la inmensa variedad
de las galletas,
no es la niña de ayer, es una niña actual
ante la oferta de colores, de diseños,
de formas:
envolturas, cajitas, latas, frascos,
los objetos pequeños y aprehensibles
que dan un íntimo sentido a la existencia.

Tomo mi Coca, como siempre,
la primera en la fila del refrigerador
y los otros refrescos se deslizan.
Ahí están las maquinitas del café,
los vasos de sólido cartón,
tapas, popotes, sobrecitos.
Sobre otro mostrador, tres salchichas brillantes
dan vuelta sobre la parrilla encendida.

Todo parece funcionar al margen de los hombres.
No importa si alguien tuvo que limpiar,
acomodar productos, conectar aparatos,
no importa ni siquiera si conozco al empleado
que me cobra, si quiero saludarlo.
No voy al Seven en busca de compañía o afecto
sino de un orden simple
que pertenece más a los enseres.

Cada quien tiene su Seven,
algunos tienen su Oxxo.
Es cuestión de colores o de marcas.
Pero los solitarios nos damos cita ahí,
repetimos los mismos movimientos
y sin intercambiar palabras,
entendemos.




Domingo por la tarde

Somos pocos.
Avanzamos con el carrito
del supermercado.
Nos detenemos a mirar un rato
la pantalla a la venta
en la que pasan la final
del campeonato de futbol.
Soy la única mujer.
Los hombres intercambian 
algunos comentarios
casi con entusiasmo.
Domingo por la tarde
y aquí estamos 
en este no lugar.
Somos residuos 
de familias disueltas
en torno de una tele
que nos congrega hoy
sin pretenderlo: 
jirones de nube en el ocaso.
Tenemos nostalgia
de una sala ruidosa,
de una botana
preparada por alguien
con esmero,
del barullo de niños 
en el jardín de casa.
De pronto el gol
nos hace pronunciar una palabra
que nos hermana, ahí,
por un instante,
bajo la luz artificial de los pasillos.




Fuera de lugar

Mientras mi padre veía el partido 
yo le daba traguitos al vaso de cerveza. 
No sé si el vaso era muy grande 
o yo muy chica 
pero había en esa experiencia 
una desproporción que la volvía entrañable. 
Yo no entendía las reglas del futbol 
pero me gustaba pronunciar “saque de meta”,  
“fuera de lugar” como palabras mágicas. 
Atendía mejor lo que pasaba 
del lado de las gradas: 
amaba el cojincito que rentaba papá  
para que no me diera frío,
y el grito intermitente 
del vendedor de dulces y cigarros. 
Mi hermano Juan quería ser futbolista. 
Yo admiraba su uniforme importante 
amarillo y azul de los Pumitas, 
me daba risa que sus zapatos se llamaran “tacos”; 
veía con seriedad los banderines 
que adornaban su cuarto 
y repasaba con mucha lentitud 
su álbum de estampas, a ver si lo encontraba. 
Tal vez era el futbol un idioma de afectos silenciosos 
que daba a mi familia esa normalidad afable del domingo. 
Una televisión servía de pretexto 
para alargar dos horas de indefinible goce, 
de imprecisa y total felicidad. 
Después papá se iba 
y la semana se quedaba triste 
como cancha vacía. 
Mi padre fue un aficionado del futbol.  
Mi hermano se convirtió en un conocedor 
a fuerza de retener la infancia en la palabra. 
Yo, simplemente, los extraño a los dos cada domingo.