Juan Gelman: la luz suficiente

Carlos Monsiváis


Un tema recurrente: la poesía contemporánea es oscura… De inmediato, con el adjetivo se divide al Público lector entre seres frustrados y autores frustrantes. La acusación es vaga y falsa pero apunta a problemas muy reales: si no se aísla este proceso en la descalificación (“la poesía moderna es inaccesible”), aparecen varias razones del alejamiento creciente de la poesía: la pérdida de la predilección por las metáforas, la desaparición de las citas poéticas en la vida pública, el fin de la memorización de los poemas, el rechazo de los mensajes (el rechazo de la poesía “comprometida”), el traslado de vastos sectores que desisten de la poesía impresa y eliges las letras de rock (los profetas de hoy Bob Dylan, John Lennon, Paul MacCartney, Mick Jagger, Keith Richards, Leonard Cohen), y la poesía popular tal y como se verifica en el rap, en el hip hop o, de manera más bien degradada, en los narcocorridos. Todo lo último responde a la demanda de experimentar sensaciones simultáneas, ya se asimila muy escasamente lo que no se acompaña de música. 

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Se lee menos en general, se lee mucho menos en el sentido clásico de adentramiento en los textos, y, en términos comparativos, apenas se lee poesía porque, no hace falta decirlo, según las prácticas actuales tal práctica exige una especialización, y sin la ayuda de  tutores (de críticos) no se avanza en la comprensión de los versos (algo equivalente a la presencia del confesor como requisito del acercamiento de las mujeres a los libros, hecho todavía presente en el siglo XIX). Siempre la teoría paternalista: “Oh desventurado, oh desventurada, tú necesitas a quien lea por ti”. ¿Y quién tiene tiempo para localizar a los tutores?

El poeta norteamericano Randall Jarrell anota: “No sólo se insiste en que la gente no lee poesía sino en algo más drástico: si lo hiciera, la mayoría no la entendería. Así, no es únicamente la poesía moderna sino la poesía la que hoy resulta oscura”. Pero si la poesía es un género de minorías decrecientes, y se vuelve cada vez más complejo el entendimiento de los textos, ¿qué es hoy lo oscuro? Desde el punto de vista del acervo cultural y literario, es comprensible la designación si se refiere a Primero sueño de Sor Juana Inés de la Cruz, piramidal, funesta, a un gran número de textos de Góngora o al Paraíso perdido de Milton. Allí actúan la decisión de complejidad, las distancias culturales del tiempo y el desvanecimiento de la teología como meditación casi hogareña. Pero en otros casos la exigencia de una cultura poética previa no equivale a la implantación de lo oscuro. En lo tocante a la poesía latinoamericana contemporánea —cito a algunos de mis clásicos— ¿qué es lo oscuro en las obras de los argentinos Enrique Molina, Olga Orozco y Roberto Juarroz, en las de los venezolanos Rafael Cadenas y Eugenio Montejo, en la del chileno Oscar Hahn, en la del ecuatoriano César Dávila Andrade, en la del boliviano Jaime Sáenz, en la del colombiano Raúl Gómez Jattin, en la de los mexicanos Rubén Bonifaz Nuño, Eduardo Lizalde, Rosario Castellanos y José Emilio Pacheco, entre otros? ¿Y qué es lo oscuro en la obra del premiado y muy  leído Juan Gelman? Y aquí la pregunta se reitera: ¿no son leídos porque son en sí mismos oscuros o ásperos al trato de los lectores, o porque al juzgarse de antemano difícil su poesía no se intenta el abordaje? ¿Qué fue primero, el amor a la metáfora o la necesidad de no buscarse problemas al requerir de textos recompensantes? 

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¿Qué es lo oscuro en el método de Gelman? Al ejemplificar, cito su poema “Nota XIII”:

cada compañero tenía un pedazo de sol/
en el alma/ el corazón/ la memoria/
cada compañero tenía un pedazo de sol/
y de eso estoy hablando

no estoy hablando de los errores que
nos llevaron a la derrota/ por ahora/ no
estoy hablando de la soberbia/ la ceguera/ el delirio
militarista de la conducción/
estoy diciendo que cada compañero tenía un pedazo
de sol

que le iluminaba la cara/
le daba calor en el pavor nocturno/
lo abellaba alegrándole los ojos/
lo hacía volar/ volar/ volar/

¿se apagaron esos pedazos de sol ahora?/ ahora que
los compañeros murieron/ ¿se
apagaron sus pedazos de sol?/ no siguen
alumbrándoles alma/
memoria/ corazón/ calentándoles
el calcañar/ los huesos disparados de sombra?

solicito que se apagaba así/
todavía alumbrás esta noche/
en que estamos mirando la noche
hacia el lado por donde sale el sol

El texto contiene la crítica y la autocrítica de un movimiento radical disuelto en la tragedia, pero, y en esto Gelman es categórico y justo, del cual permanece lo primordial, un hecho en sí mismo poético, y conste que no dije romántico, aunque el término a fin de cuentas no me disgustaría. Los vencidos, los dispersados por la muerte, sustentan pese a todo una causa en última instancia poética porque en el inicio de su acción se intenta el rescate de lo humano, del salir cada quien de uno mismo y dirigirse hacia los demás. Esto lo sintetiza con lucidez el mexicano Julio Torri, en su aforismo: “Toda la historia de la vida de un hombre está en su actitud? (Y de una mujer, Mara, también de una mujer, recordemos que Torri escribió esto en los principios del siglo XX).

Como en el caso de casi todos los poemas y novelas y ensayos este texto requiere de un conocimiento previo, el de Argentina y los movimientos armados contra la dictadura y el fracaso militar y la pertenencia de Gelman a esta corriente, y su exilio (que deja de serlo en México para, al mismo tiempo, volverse arraigo). Pero el poema admite y demanda la otra lectura, no tan específica sino más vasta, igualmente dolorosa pero con ánimo trascendente, como le corresponde a la causa perdida cuyo epitafio pasa del reconocimiento de los errores a la valoración de los motivos. Gelman es complejo pero no oscuro, una vez definidos el tema básico queda en cada texto el ir del asunto narrativo a la poesía, del duelo a su destilación en imágenes, del dolor a la alabanza de los rasgos primordiales de esas vidas que se refractan, conocen de largos paréntesis de vigilia melancólica, y luego, se recuperan en el ámbito donde conviven lo generoso y lo poético. Por eso, en Gelman es tan fundamental la consideración de lo que, en su impulso, se volvió irrealizable. Acudo a un fragmento de Bajo la lluvia ajena (Notas al pie de un derrota).

Hacemos cola ante el país, al descampado, llueve,
se alzan lenguas de fuego que lamen a los santos,
las calaveras pasan pajareando, senos de una
mujer arrastran cielo, la cola de 14,000 kilómetros
viborea, hierven los argenguayos, urulenos,
chilentinos, paraguanos, están tirando de la noche sudamericana, rechinan de almas el silencio, su
verdadero trabajar.

La oscuridad de estos versos se produce si se intenta extraer de ellos un mensaje, no lo hay, sólo la sucesión de imágenes que brotan en el descampado, a la hora de la derrota de los pueblos o las comunidades, cuando las nacionalidades sudamericanas se mezclan, los gentilicios se flexibilizan, (“argenguayos”) y “lo gratuito” (que suenen las comillas como distanciamiento) señala la vocación inesperada de Gelman: “senos de una mujer arrastran cielo/ lenguas de fuego lamen a los santos/ las calaveras pasan pajareando/”. ¿Esto vuelve al poema oscuro o confuso? No, si los lectores reconocen el poder y el deber de la fragmentación; no, si la unidad del texto se acepta como la consecuencia de la modernidad, tan hecha de saltos ilógicos al principio, tan lógicos al recuperarse de las sensaciones.

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El fervor del público de Gelman, en Argentina desde luego y crecientemente en América Latina, proviene en lo básico, más allá de la política, del ímpetu ganado a la desconfianza ante la poesía, en el amor a lo esencial que está allí a la mano, a la disposición del origen primero de los textos, no la lectura sino la relectura, ese dirigirse a lo que se moviliza en todas las ocasiones, “no hay página quieta” por así decirlo, nadie mete las manos dos veces en el mismo río, nadie lee dos veces el mismo poema, nadie experimenta dos veces la misma emoción literaria, ésa que conocen tan bien los seguidores de sus hallazgos, un término con el que califico a los lectores que regresan o nunca en verdad se van de los poemas que califican de fundamentales, digamos y aquí deslizo mi horizonte canónico, de Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Octavio Paz, Borges, los poetas de la Generación del 27, Lezama Lima, Eliseo Diego, Virgilio Piñera, Gastón Baquero, cada lista indica lo irrenunciable de los gustos poéticos adquiridos, ese patrimonio de la humanidad en las memorias individuales. Y la permanencia se alcanza a través de un proceso muy largo. Ahora recuerdo al general de la Revolución Mexicana que al escuchar el gran verso de Darío en su “Responso a Verlaine”, Que púberes canéforas te ofrenden el acanto, comentó: “Sólo entendí el que”. La anécdota es muy elocuente porque a través de la profesión de ignorancia, recuerda lo que permanece, el sentido fundacional del verso, su música, que anuncia la comprensión y que constituye la naturaleza del entendimiento.

Como nunca antes, se ha perdido o, mejor, se creen definitivamente extraviadas las claves de la aproximación a los textos poéticos, y esto sucede porque, de un modo u otro, se les quiere leer como prosa. Hoy se habla en la prosa elemental y se vive en la prosa de sobrevivencia, en el sentido de lo que fluye hacia lo prosaico, hacia lo elemental que se jacta de serlo. Los que actúan así están en su derecho pero, también, proceden en su contra de algunas de sus mejores posibilidades. Esto lo capta perfecta, lúcidamente Juan Gelman, un poeta que no renuncia a la prosa porque cuando la necesita, la incorpora con gracia y elegancia a su poesía.

  

 

 


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