No. 102 / Septiembre 2017


Tienda de fieltro

Memoria de Babur



Miguel Casado



Cuenta la escena Babur, el creador del imperio mogol de la India. Humayun, su heredero, ha contraído unas fiebres; la situación es muy grave y los médicos dicen que nada está ya en su mano, que solo cabe ofrecerle a Dios un sacrificio como prenda o intercambio; Babur relata: “Inmediatamente entré en la habitación en la que se hallaba Humayún y di tres vueltas alrededor de él empezando por la cabeza y diciendo: ‘Asumo para mí todo tu sufrimiento’. En ese mismo instante me sentí tremendamente pesado, mientras que él empezó a encontrarse ligero y bien dispuesto. Se levantó completamente sano y yo me debilité, oprimido por un gran malestar”. Los lectores de sus memorias, al cabo de seiscientas páginas, reconocen su voz sencilla, ansiosa de detalles, sensible a los matices, un último impulso de escritura. Murió, en efecto, muy poco después, sin causa médica que lo explicara; era diciembre de 1530, y su dinastía seguirá gobernando en la mitad septentrional de la India hasta que la derroquen los británicos, en 1857.

Zahir al-Din Muhammad, llamado Babur, la pantera, descendía por vía materna de Chagatai, el segundo hijo de Gengis Khan, a quien le correspondió Asia Central en el reparto de la herencia, y por vía paterna de Tamerlán, el caudillo mongol que en el siglo XIV intentó emular aquella ola invasora. Pertenecía Babur a una constelación de príncipes y guerreros, turcos en su mayoría, convertidos al Islam, que se disputaron durante siglos las luminosas y míticas regiones de la Ruta de la Seda. Coronado rey a los 12 años en el valle de Fergana, tomó y perdió Samarcanda por tres veces, fue príncipe de Kabul y terminó dominando un inmenso territorio, desde el oeste del actual Afganistán hasta el golfo de Bengala. Su vida, quizá como la de todos sus pares, discurrió en un vértigo de vaivenes, en que las conquistas y las huidas, el esplendor y la miseria, se sucedían a velocidad asombrosa. Acogido en la corte de un tío suyo, durante una de sus caídas, piensa qué hacer “ahora que mi realeza dice se había evaporado”: “aquel estado de constante incertidumbre y ese destino errante resultaron para mí una carga y perdí el gusto por la vida. Me dije que, antes de soportar semejante existencia, era mejor marcharme, no importaba dónde, todo lo lejos que mis piernas pudieran llevarme”. Así, los senderos de la gloria. Que, a través de esa peripecia, deseara escribir una minuciosa crónica y fuera capaz de hacerlo, que esas páginas contengan reflexiones como ésta, detalles vivísimos, una intensa concepción del mundo, lo convierte en referencia excepcional.

Babur usa una variedad del turco (el turco chagatai) sin tradición literaria, mientras reserva la lengua de cultura, el persa, para los documentos de la corte o para ciertos poemas. Y teje, visto desde hoy, un ejercicio radical de extrañeza. Así, François Bernier, un viajero francés del XVII (Viaje al Gran Mogol, Indostán y Cachemira), extasiado ante los edificios del Taj Mahal (obra de un tataranieto de Babur), no sabe cómo justificar la belleza de algo tan ajeno a la norma arquitectónica europea; se pregunta si no se habrá corrompido su gusto, “adaptándose al indio”, cuando piensa “que no había visto nada tan augusto ni tan audaz en Europa”. Y resume quizá sin querer el destino de los sucesores de Gengis Khan: no podían bajarse del caballo, siempre pendientes de la próxima conquista, expedición, batalla, en las que la brutalidad y el terror eran armas perfeccionadas; estaban sometidos a la obligación de crear instituciones estatales a partir de una cultura que las desconocía; los atraía el saber, el arte, la belleza, las lenguas, como una demostración de que ese gusto es valioso y libre, humano. Y debían anudar estos componentes imposibles en una existencia personal.

No digo que Babur tuviera consciencia estricta de ello, pero sí que su escritura genera las condiciones para tenerla. Sus fórmulas son la repetición y el quiebro. La repetición de los prolijos inventarios de gentes, flora y fauna, relieves y climas; del proceso de formación de un ejército cada vez, de los pasos atravesados, las batallas, las ciudades, el reparto del botín, la dureza de la fuga. En el curso de los años, se sumará la repetición de las borracheras, de las fiestas recontadas una a una. Y ahí inciden los quiebros con violencia transparente, como en la vida el azar. Leía yo hace poco Las vecinas de Abu Musa, una singular novela histórica del marroquí Ahmed Toufiq, y pensaba que esos quiebros a la vez de la fortuna y del hilo narrativo provienen de una tradición islámica, abierta tanto a una lectura religiosa, providencialista, como a una radicalmente existencial. La escueta biografía de varias mujeres, introducida de pronto hacia el final de la novela de Toufiq sin previo aviso, a razón de una vida por breve capítulo, es uno de los momentos más puros que conozco de la voluntad narrativa.
 
Junto a este tipo de quiebros, Babur imprime otros sellos memorables. La combinación del continuo juicio moral con la indiferencia ante él para la conducta; dirá, en un momento de penuria: “Los que permanecieron fieles a mi persona y se condenaron voluntariamente al exilio y a los sufrimientos eran unos doscientos hombres buenos y malos”. Así, la pasión por la belleza coexiste con la rutina de recibir las cabezas cortadas de los enemigos y disponerlas en disuasivas pirámides. Leemos sus versos dispersos, sus ácidos juicios de crítica literaria, su amor enloquecido por un muchacho o sus matrimonios sin apenas convivencia. Su espectacular renuncia a la bebida, transformada en arma política para la guerra santa. Pero también cómo ha saltado a su barca un pez al huir de un caimán, o cómo el gran nadador que era ha dudado si cruzar el Ganges y ha tardado en decidirse, o en qué se distingue la pulpa de unos y otros melones. Cuando, al fin del libro, el relato directo de una batalla decisiva se sustituye por el que hace una carta cortesana, en el enrevesado persa del protocolo, se percibe bien el espacio personal que su escritura supo abrir donde menos cabía: “No hay cadenas comparables a las de la realeza le escribe a su hijo y la independencia que lleva consigo la soledad no es compatible con ella”. El lector sabe para entonces que Babur solo habría querido conquistar Samarcanda, verse y sentirse allí, y que su relato vino a darle forma a lo imposible. Aunque a veces esa forma sea la de una áspera grieta: “Desde que he renunciado a la bebida, estoy fuera de mí: no sé qué debo hacer y pierdo la cabeza. / Los demás se arrepienten y hacen penitencia; / en cambio yo hago penitencia y me arrepiento de hacerla”.
 
 
 
Lecturas.–

Babur, MemoriasTraducción de Mercè Comes sobre la traducción francesa de A. Pavet de Courteille. Barcelona, Círculo de Lectores, 2001.
François Bernier, Viaje al Gran Mogol, Indostán y CachemiraTraducción de Justo Fornovi. Madrid, Espasa-Calpe, 2004.
Ahmed Toufiq, Las vecinas de Abu MusaTraducción de Ignacio Ferrando. Madrid, Verbum, 2014.

 
(Este texto ha sido publicado en “La sombra del ciprés”, suplemento del diario El Norte de Castilla)