No. 102 / Septiembre 2017


Josu Landa


Para abordar con un mínimo de rigor los nexos entre poesía y república, es necesario aclarar qué se entiende por ‘poesía’ y por ‘república’.

Podemos avanzar en la ruta hacia esa elucidación, comenzando por superar algunas confusiones influyentes. Por ejemplo, el gran diálogo de Platón conocido con el título de "República" tiende a hacer creer que el filósofo ateniense sentó las bases de un régimen republicano universalmente aceptable, en atención a lo cual no omitió el ‘detalle’ de señalar la función que en él habrían de desempeñar la poesía y los poetas. En realidad, Platón compuso un libro que pretendía fundar teóricamente la ‘constitución’ de un nuevo modo de ciudad-Estado. Es justo ese concepto de constitución lo que debería recoger el castellano, a la hora de trasladar el vocablo griego politeía; a la sazón, el título original de la obra en referencia. Desde el punto de vista de una teoría de la república, el texto platónico resulta limitante y hasta contundente, puesto que su propósito primordial era el de cimentar un modelo político absolutamente justo, hasta este momento incumplido y esencialmente distinto de los existentes, trátese de monarquías, repúblicas calificadas de diversas maneras, democracias, dictaduras y todo lo de esa índole. Así que no sería del todo ocioso tratar de establecer si la traducción de politeía por ‘república’ haya sido, acaso, uno de los más graves errores de la historia cultural de Occidente.

Para que un régimen político merezca la caracterización de republicano no basta con que consista en algo diferente y aun opuesto a la monarquía. Debe tratarse de un orden político bien imbricado con un orden cultural y radicado en determinado territorio, en el que las personas en pie de igualdad legal y social que conforman un ‘pueblo’ puedan y deban participar en la dinámica de un ‘espacio público’, una res publica, así como ejercer una serie de libertades (ideológicas, de culto, de asociación, expresión, movimiento, etcétera), de acuerdo con un sistema moral ad hoc y con regulaciones legales claras, sustentadas en un implícito pacto político-social que se realiza mediante procesos y dispositivos de mediación, representación y de control de poderes diferenciados y separados. Para decirlo de forma más analítica, se puede hablar de ‘república’, cuando se combinan de manera funcional, al menos, los siguientes elementos: comunidad de personas conformando un pueblo-nación en procura de algún avatar de la felicidad aquí en la Tierra, igualdad legal y social, libertades y garantías, contrato político-social implícito, representatividad, sistemas moral y legal específicos, dispositivos de mediación entre los actores políticos y sociales implicados, separación y control recíproco de poderes (en especial, el ejecutivo, el legislativo y el judicial); todo un ‘espacio público’ en un encuadre cultural y territorial concreto. El programa político que Platón presenta en su Politeía está muy lejos de esa idea, que podría considerarse modélica, de república.

La noción de ‘poesía’ también tiene sus bemoles, cuando se la considera en el orbe cultural griego y, en general, antiguo; es decir: referido al mundo mediterráneo, cuando menos hasta el fin del imperio bizantino. Para Sócrates, Platón, Aristóteles y sus contemporáneos, todo lo que tiene que ver con el verbo poieín y el sustantivo poíesis remite a un tipo de acción, que se distingue por su carácter creativo, en suma: por ser invención, composición artística comprometida con una idea canónica de belleza y destinada a suscitar ciertas afecciones del alma incluidos ciertos modos de conmoción catártica y de delectación sublime, que a su vez habrán de tener consecuencias más o menos edificantes, en el plano ético, político y pedagógico. Así pues, lo que suele traducirse como ‘poesía’, entre los antiguos, remite a toda obra (poíema) adscribible al amplio dominio del arte regido por las Musas: una pintura, una pieza musical, una escultura… y, entre las composiciones verbales, a todo texto con intención estética, sea oral o escrito, incluyendo las obras dramáticas. De modo que, cuando Platón y Aristóteles hablan de poesía, están pensando en un territorio de acción artística mucho más vasto que el ocupado, en nuestro tiempo, por el significado de dicha palabra. En la actualidad, llamamos ‘poesía’ solo a las composiciones verbales artísticas, no a las obras pertenecientes a otras artes. Ni siquiera a las que resultan de la escritura narrativa. De hecho, la distinción tajante entre prosa y verso, que se origina en la Antigüedad y que ha durado milenios, se explica sobre todo por los efectos esperables de cada una de esas opciones. El texto en prosa responde a cánones formales específicos y se caracteriza por sus compromisos pragmáticos, funcionales, instrumentales, más que estéticos. Otra distinción entre nuestra idea de poesía y la de los antiguos es la que concierne a la ancilaridad de aquélla. Entre griegos y romanos como en otras civilizaciones, todavía hasta el siglo XIX, en Occidente el arte en general, y de manera destacada las composiciones verbales poéticas, eran siempre ‘siervas’ (ancillae) de intereses religiosos, ideológicos, morales, políticos, pedagógicos y afines.

Cuando el socratismo platónico impulsa su proyecto de nuevo Estado de justicia absoluta hasta donde ello es posible entre humanos se siente obligado a afrontar la manera concreta como la poesía el arte de su tiempo cumple su ancilaridad funcional. En los hechos, esa servidumbre de lo poético ante el Estado es lo que se conoce como paideía: la tradición cultural, el conjunto de personajes, situaciones, acontecimientos, saberes, interpretaciones, informaciones… que interesa transmitir a las nuevas generaciones, para mantener la integridad de los referentes identitarios de las comunidades helénicas y dar continuidad a su existencia con la máxima cohesión moral y política posible. La politeía de Platón debe contemplar, entonces, una profunda reforma de la paideía, que en términos concretos supone una alteración a fondo de la manera tradicional de hacer poesía, así como una subordinación de sus aportaciones ético-pedagógicas y políticas a las que procedan de la filosofía. El socratismo platónico pretende instaurar, por tanto, una triple ancilaridad de la poesía: la que subordina a ésta al orden social y político, la que la incardina a la acción del filósofo que ahora monopoliza la política, y aquella que la sujeta a un canon formal de obligatorio acatamiento. Como puede verse, algo más radical y, desde cierta perspectiva ética, política y estética, más objetable que la censura de determinadas expresiones poéticas y el consiguiente ostracismo de los poetas díscolos que las perpetren, aunque ambas posibilidades forman parte del referido programa político.

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La Grecia arcaica se sirvió de la poesía épica es decir, de Homero, sobre todo como base primordial de cohesión comunitaria y referente de identidad. Las dos obras principales de Hesíodo Teogonía y Los trabajos y los días se sumaron a la Iliada y la Odisea homéricas, como erario mítico-poético de la paideía, en la época clásica. Esto equivale a decir que las monarquías y las oligarquías helénicas cimentaron su vigencia ideológica y política en esa tradición poética. La suerte de la democracia, desde que se instaura en Atenas, a comienzos del siglo VI a.C., a instancias de la presión popular y de la sagacidad de Clístenes, está atada a la irrupción y asentamiento de la religión y la actitud estética dionisíacas, que dan cauce a la tragedia y la comedia. Por su parte, la poesía lírica, con exponentes muy diversos como Arquíloco y Safo, va tomando forma y cuerpo, en la medida en que coexiste con la épica y la tragedia, en una atmósfera cultural en la que se entreveran la evolución de la política en la Hélade, la alianza entre Apolo y Dioniso, la invención del alma humana, una progresiva individualización de los integrantes de la comunidad tradicional, el desarrollo del derecho, así como el de la filosofía y los saberes científicos y fenómenos colaterales.

Ni la república ni el imperio, en Roma, se apartaron del esquema de relaciones entre política y poesía que operó en la Grecia clásica y en el orbe civilizatorio helenístico. No será impropio afirmar que los romanos, en general, resignificaron y actualizaron ese modelo con apego a los vaivenes de su realidad política. Por ejemplo, pese a sus naturales inclinaciones líricas, Virgilio y Horacio destacan también como practicantes de un arte verbal marcadamente ancilar. El medio en que se mueven ambos está prácticamente enrarecido por el aliento del propio emperador César Augusto, quien por medio de agentes como el célebre Mecenas induce a tan excelentes orfebres de la palabra a elaborar obras que contribuyan a reasentar en la Roma imperial los antiguos valores y principios éticos que habrían cimentado el poderío del Lacio. Las Geórgicas de Virgilio responden a ese compromiso de fondo. Acaso también las Epístolas de Horacio. Además de que, por supuesto, está la subordinación de ambos poetas a la puntillosa y firme preceptiva formal helénica, como puede observarse por ejemplo en la intención estética que motiva a las Odas de Horacio, quien se ufanaba de ser el que mejor latinizó los patrones poéticos griegos.

Ovidio, quien por el hecho de pertenecer a una familia muy rica no se vio en la necesidad de acudir a la protección del imperio, también compuso obras de cariz épico (como las Metamorfosis) y lírico (como su Arte de amar). Hacia el final de su vida, irritó al ya referido emperador Augusto, al punto de ser condenado al exilio, lo cual habla de la incidencia de la política romana en la vida y el cuerpo mismo del poeta, pese a permanecer ajeno a la dinámica viva del poder. Sin menoscabo de su independencia de criterio y de medios, Ovidio será víctima de la estructura imperial, al modo de Virgilio y Horacio, y su obra también se ajusta a las servidumbres que éstos tuvieron que admitir.

Este fugaz repaso por los vínculos entre poesía y política en el mundo antiguo permite destacar: 1. la ancilaridad múltiple de la poética vigente en ese tiempo, 2. la condición de ‘tipo ideal’ de las nociones de ‘épica’ y ‘lírica’, así como la oposición en alto contraste entre ambas, 3. la realidad de una lírica y una épica ‘impuras’, en virtud acaso de la fuerte convivencia entre ambas opciones expresivas, 4. la preponderancia de las obras de cariz épico, en razón de sus potencialidades políticas, ideológicas morales y pedagógicas más amplias y, por último, en consonancia con estos aspectos, 5. una relación entre exterioridad objetiva e interioridad subjetiva en constante dinamismo y de alta complejidad, muy ajena a contrastes simplificadores, de manera que debe ahorrarnos muchas sorpresas, a la hora de constatar la deriva del epocentrismo antiguo al lirocentrismo de nuestro tiempo. Tal vez convenga dejar sentado que la épica resulta de una elaboración estética por ende, subjetiva, ‘interior’ de una exterioridad política y bélica significativa y que busca nutrirse ideológicamente de toda recreación poética del epos; al tiempo que la lírica es la corriente expresiva sustentada en el procesamiento artístico de los sentimientos y las emociones que suscitan en la subjetividad del poeta el decurso de las cosas en su realidad ‘exterior’ e ‘interior’ de referencia. A fin de cuentas, la lírica demuestra estar bien dotada para absorber los frutos marginales, casi anacrónicos, de la expresividad de carácter épico, a la que la historia de los últimos tiempos prácticamente deja sin motivos de acción poética.

Ya en la Antigüedad se advierte que la lírica es la opción poética menos atenida a los requerimientos apologéticos y legitimadores del orden político. Aunque todavía debe someterse por siglos a los patrones formales de la poesía tradicional, la lírica no sirve ni a las oligarquías ni a la democracia de la época clásica. Tampoco a las monarquías surgidas de la hegemonía macedonia en especial de la fractura del efímero imperio de Alejandro durante la época helenística. Por cierto, su raigal condición individualista, íntima y pasional hace de la poesía lírica el vehículo y excipiente idóneos de un proceso decisivo de la modernidad cultural: la liberación de las artes, su abjuración de los compromisos ancilares con la religión, la política, la moral y los patrones formales tradicionales: la conquista de una radical libertad de expresión artística. Platón y Aristóteles despreciaban la lírica como un género menor, casi insignificante, por su escasa o prácticamente nula significación política. Ésa es la actitud que prima hasta los tiempos modernos, cuando una lírica de nuevo cuño como corresponde a una individuadlidad igualmente renovada y que milita con pasión en el ‘espíritu moderno’ pasa a primer plano, al tiempo que la épica y la tragedia también se resignifican, para sustanciar opciones expresivas como la ópera, la novela y ciertas zonas de la cinematografía, la televisión y el video, así como diversos modos de la canción popular (desde los romanceros y el corrido, hasta la música de protesta y el rock, entre otras posibilidades), además de las estructuras educativas destinadas a mantener vivos cierta tradición y canon literarios. Contra lo que sucede con el cultivo ad hoc de la épica que, en sentido estricto, ya no se practica en Occidente lo épico nunca desaparece: transcurre y acontece en medios expresivos muy diversos, que rebasan los límites de la versificación clásica.

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Somos testigos y, en alguna medida, partícipes de un largo proceso de “desepización” perdón por el horrendo neologismo de la política, que inevitablemente tiene su correlato en la poesía de estos tiempos tardomodernos. Es un fenómeno que afecta a la res publica y a la guerra. Puede apreciarse, al menos, desde las innovaciones teóricas de Marsilio de Padua hasta las iniciativas de los think tanks “neocons”, pasando por las rebeliones de los comuneros de Castilla, la Revolución Inglesa, la independencia norteamericana, la Revolución Francesa, la liberación de los esclavos de Haití, los procesos de emancipación latinoamericanos, las revueltas europeas de 1848 y la Comuna parisina de 1871, las revoluciones mexicana, rusa, china, cubana, sandinista, bolivariana, el movimiento ético-político de 1968, el derrumbe de las estructuras del ‘socialismo real’, con todo y la pregnante simbólica de la caída del Muro de Berlín, y otros acontecimientos análogos que conozco poco y mal, la épica se bate entre la desaparición total y su artificiosa continuidad en expresiones marginales, a la vera de recurrentes momentos de renovación del espíritu de vanguardia, así como del arte engagé y panfletario. 

La épica se demedia y debilita a resultas de una constante retirada y aun dilución de los ideales heroicos en la política. Lo mismo ha sucedido en el orden de la guerra como bien se sabe, la versión más ruda y destructiva de la política. Después de la guerra de Vietnam una prolongación del orden internacional generado por la II Guerra Mundial, puede decirse que el antiguo epos ha ido desapareciendo de las confrontaciones bélicas y a duras penas sobrevive como hecho residual en las banderías por lo general, fanatizadas que se empeñan en hacer valer sus ideales por medio de las armas. Son los restos de las ideologías, en un contexto de inanición de las ideologías, los que mantienen la respiración artificial de cierto sentido épico sectario. Desde la instauración de la ‘nueva guerra’ sobre todo ‘preventiva’ y teledirigida y el correlativo desenvolvimiento de los nuevos terrorismos, aun cuando no desaparece del todo, lo épico agoniza en medio del desfallecimiento de su antigua dignidad moral incuestionable.

Cabría pensar que, en una situación como la descrita tan sumariamente, la lírica tendería a copar el espacio espiritual que ya no puede cubrir la épica. No es eso lo que en verdad sucede. Lo épico, lo trágico y lo lírico son tipos ideales que solo pueden encarnar de manera limitada y confusa en obras concretas de intención lírica, épica y trágica, en el fondo, frustránea. Todo indica que, desde la Modernidad, la poesía ha fructificado en obras híbridas, en las que lo épico se entrevera con lo lírico, sin menoscabo del primado de este último.

Pero esa hegemonía relativa de la lírica no se cifra solo en el devenir de la gran Historia, sino también en la discreta sabiduría de la intrahistoria de los pueblos, que asumen y ejercen en silencio sus virtualidades políticas. No hay un modo único de contribuir a la conformación y sostén de la res publica. Junto a la participación política individual, más o menos orgánica e intencional por medio de partidos, logias, revueltas y demás movimientos tumultuarios, organizaciones gremiales y reivindicativas, instancias que administran el Estado, la opinión pública y otras opciones recientes, como la de las redes sociales está el espontáneo despliegue cotidiano de la vida, tanto en el espacio privado como en las comunidades de referencia y en la sociedad civil, sin otra pretensión que la de vivir lo mejor posible, favoreciendo así el interés general por medio de la realización de las expectativas individuales. En la siempre viviente comunidad abierta a la conformación de las economías, las sociedades y los Estados nacionales, en la Modernidad, operan dos procesos complementarios: el de individuación humana y el de secularización; ambas, de consecuencias muy complejas. Por ejemplo, en la base de la consciencia burguesa y en la de sus derivaciones, tras el traumático y enrevesado ciclo histórico en que se realiza la Revolución Francesa, en los ulteriores avatares de la consciencia revolucionaria, está la acción de un agente político plural, forjador constante de una dinámica ‘voluntad general’ republicana, que oscila entre cierto reconocimiento de la representación política y la aquiescencia ante de la acción directa y aun el ejercicio de ésta. Todo ello a la par de una compleja reconfiguración de la subjetividad humana, que zigzaguea entre algún grado y modo de secularización y la resignificación fragmentaria del espíritu religioso, bien a la manera de la atomización y sectarización extrema de las diversas modalidades del cristianismo, bien en la forma de adaptación oportunista y light de religiones exóticas, bien dando cauce a la invención de supersticiones posmodernistas espurias (tipo la Santa Muerte), bien a la manera de su reconversión en una ‘religión de la diosa Razón’, bien a la de una pseudo sacralización de los medios y prácticas que hacen posible la vigencia del capitalismo y del Estado-nacional aparatista (como el dinero y determinados símbolos patrios), hasta el orden político instaurado en medio mundo a partir de 1945. 

Ese agente histórico-político es el individuo moderno, que por el simple hecho de colocarse como tal, también en el orden de la res publica, tratando de hacer valer sus intereses y concepciones, contribuye a la conformación de la realidad político-social, al tiempo que confiere a lo poético lo que en nuestro tiempo tiene de humano, tanto en su rol de creador-receptor de la más valiosa poíesis como en el de consumidor de los productos de la industria cultural.

Todo esto comporta una nueva relación del ser humano, ahora marcadamente individuado, con la res publica y, en general, con lo político. De hecho, no sería descabellada la hipótesis de que, en nuestro tiempo, los individuos e individuas que integramos determinadas comunidades y sociedades civiles constituimos con nuestra praxis cotidiana, histórica e intrahistórica, los sistemas de flujos de poder que terminan articulando un Estado, un espacio público, más relacional que esencial, en medio de las más diversas e intensas contradicciones con las instancias de gobierno y administración de lo político (común y estatal) y con los intereses egoístas, utilitaristas e inmediatistas a que, por lo general, responden aquéllas.

La globalización del capitalismo neoliberal y de la propia dogmática obtusa del neoliberalismo capaz de permear mentes lúcidas como la de Michel Foucault, por ejemplo ha llevado a sus límites extremos los procesos modernos de individuación. Las personas que hemos vivido haciendo la larga Modernidad que nos ha tocado en suerte nos encastillamos en una individualidad rodeada por las nieblas y tinieblas de un vacío múltiple: sin religiones (religaciones) de verdad, sin res publica genuina y sin posibilidades de una épica auténtica. El humo que entorna a esas ausencias está hecho de propaganda, marketing, instituciones y actividades débilmente religiosas lastradas por una rancia decrepitud histórica, sectas fársicas, elaboraciones mediáticas monopólicas del ser social, la reducción de lo real a imagen en detrimento de la palabra, la confinación de lo individual-publico a redes sociales virtuales y factuales, con algunos momentos de re-creación al modo de efímeras masas, y el flujo arrollador de una violencia vertical y horizontal igual de cruel o más que la del viejo “estado de naturaleza” (fijemos un momento la mirada, tan solo en la incidencia actual del feminicidio y en los brutales crímenes de la delincuencia organizada). 

Al menos en el siglo XVIII, esa destructividad potenció un esperanzador sentimiento utópico de la vida y, sobre todo, la ficción de un pacto social que nutrió con eficacia la legitimidad de los sistemas modernos de poder, incluido el Estado institucional-aparatista, ahora en decadencia. Hoy en día, un sostenido holocausto múltiple, en el que confluyen confrontaciones bélicas ‘preventivas’ y teledirigidas, la guerra no convencional y ‘de cuarta generación’ (económica, asimétrica, mediática…), con continuas intervenciones de rapiña imperial, manipulaciones financieras probadamente deletéreas con sus secuelas de desplazados, marginados y víctimas mortales, acciones terroristas de diverso signo, masacres sin fin a cargo de poderosas organizaciones criminales, la destrucción sistemática de ecosistemas, el calentamiento global y demás fenómenos conexos, no solo acontece en medio de una res publica sin vigor y un orden político copado por herméticas logias con apariencia de partidos más o menos asediadas por redes sociales y estratagemas mediáticas y de mercadotecnia y subordinado a la lógica del Mercado Absoluto, sino también en una atmósfera en la que el principio esperanza no encuentra cauces apropiados de realización y se debilita sin remedio a la vista.

Por supuesto, no es ésta la ocasión más propicia para ofrecer un inventario de los signos del apocalipsis en curso o por venir. Máxime si el velo del inmediatismo se esmerará en cubrirlos, al punto de poner a uno en el patético trance del profeta falaz, de mirada enferma, incapaz de leer bien las cifras del presente. Lo que, en todo caso, justifica la somera caracterización anterior es la consideración de sus nexos con nuestra actualidad poética. En primer término, es cuestión de ver cómo en el último siglo y medio, a la vera de la vieja “República de las Letras” y de la Weltliteratur reivindicada por Goethe, ha sentado sus reales una suerte de ‘campo poético’ global, con sus correspondientes campos regionales y nacionales, en los que hace vida una difusa comunidad de creación-recepción poética. En general es decir: salvo en escenarios en los que la confrontación bélica directa repotencia el espíritu épico, como por caso en la Guerra Civil española, las guerrillas latinoamericanas o el sangrante conflicto palestino-isrealí ese ámbito de realización poética vive en paralelo con sus realidades políticas de referencia. El poeta es un individuo entre individuos que se ha empeñado en una superación de las antiguas ancilaridades de la poesía, en aras de un arte ‘puro’, receloso de compromisos extrapoéticos de toda índole. Mallarmé, Baudelaire, incluso Rimbaud que acarició la ilusión de cambiar la vida y el mundo por medio de la poesía, pueden llegar a tener alguna incidencia política a despecho y a contracorriente de sus aspiraciones de libertad plena como individuos, ciudadanos más o menos excéntricos y poetas. El individualismo democrático de Whitman, por ejemplo, en la segunda mitad del siglo XIX, resulta periférico de cara a Europa y, concretamente, a Francia y quizá por eso mantiene en su lírica un fondo épico que ya resulta excesivo para el lirismo de los posrománticos europeos. Lo épico persiste, entonces, como una incrustación en pulsiones expresivas que, en lo esencial, no pueden dejar de ser líricas. Así es como se intentan las constantes actualizaciones del transtemporal espíritu de vanguardia: el dadaísmo, los futurismos ruso e italiano, el ultraísmo, el creacionismo, el surrealismo, el estridentismo, la poesía beat, los diversos ‘modernismos’, las poéticas de contestación política y tantos otros avatares de lo poético contemporáneo.

Es radiantemente claro que ya no puede haber verdaderos Homeros, que ni siquiera pueden florecer los Eurípides que nunca darán con sus Pericles dispuestos a componer sus epitafios de gloria por democracias inexistentes. Pero tampoco parece ser tiempo de la lírica ‘pura’ de Orfeo y Safo ni de églogas a lo Virgilio. En un mundo como el nuestro, sin dioses y poco menos que sin el Dios omnipotente de los últimos milenios, del que han desaparecido la guerra clásica paradójicamente humana—, el héroe y el epos, así como la polis y, consecuentemente, la política republicana y el ciudadano comprometido a la vez con una comunidad y con una sociedad civil vigorosa, para ceder su lugar a individuos e individuas reacios a idealismos y altruismos, apenas conectados con tenues vínculos alienantes a un entorno social dominado por los valores vacuos del dinero, los negocios, el mercado total…, a la par que lastrado por la usura, la exclusión masiva sobre todo de ancianos y jóvenes de lo más soportable del sistema capitalista neoliberal en boga y de las estructuras de administración del espacio público, como rebote de experiencias políticas supuestamente emancipadoras que fracasaron de manera rotunda (los socialismos ‘reales’)… no debe extrañar que prosperen frustraciones masivas, anhelos condenados a la desesperanza y explosiones de desazón que pueden llegar hasta la violencia más atroz, ni que por ello se haya replegado el antiguo sentimiento épico de la vida. En un mundo así, el poeta está condenado a la hibridez épico-lirica, a la forma anfibia a que da pie una hegemonía lírica incidida por diversas nanoépicas del yo desamparado y casi en trance de desintegración (algo como fugas por los caminos de los ‘paraísos artificiales’ del alcohol y los psicotrópicos, además de alguna que otra hazaña civil), aunque también por el grito de protesta, repugnancia, rechazo, denuncia y hasta de insurgencia. 

Neruda, Vallejo, García Lorca, Miguel Hernández, el joven Octavio Paz, Efraín Huerta, Pablo de Rokha, Otto René Castillo, Roque Dalton, Victor Valera Mora, Yevgeny Yevtuchenko, el propio Allen Ginsberg y tantos otros, ciertamente han quedado atrás, como ejemplos de una insurrección del verbo, en la que la épica parecía tomar nuevos aires. Pero las situaciones-límite que entreveran la actualidad política y social reclaman con fuerza insoslayable el poema-aullido del presente. Resulta inevitable que la realidad política actual interpele al individuo-poeta crítico de nuestro tiempo, no para obligarle a convertirse en agente de determinados intereses heterónomos las clases sociales existen y nunca dejan de pugnar entre sí ni de hacer valer sus intereses como sea y donde sea sino acaso para tratar de trascender la individuación estéril y frustránea que comparte con la mayoría de sus congéneres, por medio del impulso erótico-altruista de la palabra genuinamente poética, que con su carga de rebeldía se abre a los otros y resignifica un mundo cada vez más anti-humano. Sigue siendo verdadera la vieja refutación contra el panfletarismo: el compromiso mayor del poeta, incluso hoy, sigue siendo componer auténtica poesía, no propaganda. Una poesía sin ninguna clase de ancilaridad, expresión de un sentimiento veraz de repulsa al presente, avatar de una lírica que no se consume en las nanoépicas personalistas, para como están las cosas, no solo es justa sino necesaria.

 

Ciudad de México, septiembre de 2017