No. 102 / Septiembre 2017


Dos poemas sobre actores de Eduardo Kent



Ángel Miquel



A partir de los años quince comenzó a ser más o menos frecuente que los poetas mexicanos escribieran sobre actrices de la pantalla. Ramón López Velarde, José Dolores Frías, José Juan Tablada, Alfonso Gutiérrez Hermosillo y otros escritores celebraron en poemas y crónicas la belleza de algunas estrellas lanzadas por las principales industrias cinematográficas, entre las que estuvieron las italianas Francesca Bertini y Pina Menichelli, las norteamericanas Barbara LaMarr y Anette Kellerman, y la sueca Greta Garbo.

Más raro fue el elogio de los actores. Los estridentistas y Renato Leduc destacaron la figura de Chaplin, tan celebrado por las vanguardias (y los públicos) de todos los países, pero no parecen haberse publicado en México poemas inspirados por otros actores norteamericanos de los años veinte, como los cómicos Buster Keaton y Harold Lloyd, ni mucho menos los latin lovers Rodolfo Valentino, Ramón Novarro o Antonio Moreno; tampoco se conocen obras de este tipo acerca de astros lanzados por otras cinematografías importantes de esos tiempos (aunque subordinadas comercialmente a la norteamericana), como la francesa, la alemana y la soviética.

El cine sonoro, que trajo consigo grandes transformaciones en la producción y el consumo de las películas, afectó también la manera en la que los poetas se acercaron a sus principales figuras. Por ejemplo, por fin algunos mexicanos se fijaron en estrellas no femeninas de la pantalla. Las primeras no fueron, curiosamente, de carne y hueso: la irrupción del conejo Blas (Bugs Bunny), el ratón Mickey el gato Félix fue celebrada a principios de los años treinta por Francisco Monterde y otros escritores, quienes manifestaron localmente la conmoción que esos dibujos animados sonoros y a color suscitaron en los cinéfilos del mundo. Unos cuantos años después aparecieron en la página cinematográfica del diario El Nacional (el 24 de enero y el 28 de noviembre de 1937), dos poemas acerca de actores, escritos por Eduardo Kent y dedicados a Boris Karloff y Lewis Stone.

A esas alturas del siglo, Karloff nacido en Londres en 1887, pero con carrera cinematográfica estrictamente hollywoodense había filmado numerosas películas mudas y diecisiete sonoras, de las cuales las que le dieron mayor proyección fueron Frankenstein (James Whale, 1931) y La novia de Frankenstein (Bride of Frankenstein, James Whale, 1935). De hecho, su caracterización e interpretación del monstruo de la historia de Mary Shelley hizo de este personaje uno de los más populares de entre todos los propuestos por la imaginería cinematográfica solo sobrepasado por el vagabundo chaplinesco, por la rubia boba encarnada por Marilyn Monroe y otros pocos. Como ocurre con alguna frecuencia en el séptimo arte, el actor se convirtió en indisociable de su personaje, lo que permitió escribir a Kent que Karloff había aprovechado al cine “para lograr el don de ubicuidad / y poder asustar a miles de personas / en las infinitas noches artificiales”, y también que esa vocación esencial encontraría una merecida recompensa en el otro mundo, pues ahí “encontrará su alma gemela en Edgar Poe / con quien se paseará, muy feliz, del bracete / charlando por los siglos de los siglos / de cuervos, morgues, crímenes, sepulcros y vampiros”.

Lewis Stone, nacido en Worcester, Massachusetts en 1879, tuvo también larga trayectoria como actor en el silente. Su temprano encanecimiento y su aspecto elegante y distinguido fueron aprovechados por las compañías cinematográficas para proponerlo en personajes del adulto interesante que resulta más atractivo para las damas jóvenes que los muchachos de su edad; en los años treinta Stone alternó así con estrellas como Greta Garbo, Norma Shearer y Jean Harlow (y por cierto, compartió créditos con Karloff en La máscara de Fu Manchu, (The Mask of Fumanchu, Charles Brabin, 1932). Sin embargo su papel más célebre cayó fuera de la esfera de las historias románticas: interpretó al juez James Hardy en una serie de ¡quince películas! estelarizadas por Mickey Rooney entre 1937 y 1946. Stone hizo por primera vez ese personaje en Sólo se es joven una vez (George B. Seitz, 1937). La película no llegó a México, pero sí otras interpretadas por Stone de la segunda mitad de la década, como Los reincidentes (Benjamin Stolof, 1936), El proscrito (Robert Florey, 1937) y El hombre que acusaba (Lewis R. Foster, 1937). Es posible que Kent las viera en algún cine capitalino y se inspirara en la interpretación del actor para escribir estos versos:
 

Sir Lewis Stone,
con su cara llena de arrugas
y el smocking sin una,
ha conseguido desde la pantalla
lo que no consiguieron durante veinte siglos
millares de máximas morales:
el respeto y la dignificación de la vejez.

Porque, sin duda, es el primer superhombre
que ha nacido en la tierra
y su vejez genial es la primera
ancianidad perfecta que se ha visto:
una vejez sin los achaques
descriptos en los frascos de específicos;
una señorial vejez, que le permite
lucir el frac y la gardenia
con elegancia más añeja y fina
que los galanes jóvenes de 20 o 30 años;
una vejez sin reumatismo,
que le deja bailar a medianoche
un fox-trot con la dama más hermosa
en el Biltmore Bowl;
una cordial vejez sin amargura,
que le permite sonreír amablemente,
y observar, divertido, la farsa de la vida
cual si –lleno de canas y sabiamente irónico–
fuese el abuelo de los cinco continentes.

Y además, sir Lewis Stone
es el único anciano que después de un banquete
no toma bicarbonato.
 
Por eso, sobre todo, lo elogiamos:
porque su aspecto alegre y distinguido
nos disipa el temor de la vejez futura.
Pues sir Lewis Stone nos afirma sonriendo
que en la vejez no hay artritismo
y que teniendo 80 o 90 años
se puede jugar polo con 9 o 10 de hándicap;
que, sin necesidad de teñirnos el pelo,
podemos embrujar de amor a las mujeres,
como él conquistó un día a Greta Garbo
derrotando a Nils Asther
sin necesidad de teñirse el bigote;
y que en la ancianidad la muerte no se acerca
precedida del médico y entre achaques y drogas,
sino que llegará, sin que nos demos cuenta,
una noche de invierno en que estemos sentados
en un cómodo Morris
junto a la crepitante chimenea
mientras echamos soda en el vaso de whisky.

El poema no solo resulta singular por enfocarse en un actor; también innova en su tema, el elogio de la vejez, y contrasta con los más conocidos exponentes de la poesía relativa al cine, que tienen que ver (por ejemplo en las muchas obras dedicadas a Marylin Monroe) con el lamento poético tradicional por la muerte o la pérdida de la juventud. Puesto que Stone era norteamericano, es licencia el sir añadido a su nombre, que denota un grado superior de respetabilidad. Y el Morris era un sillón.

¿Quién era Eduardo Kent? No hay en los repositorios mexicanos libros bajo ese nombre, que tampoco aparece más en El Nacional ni en otras publicaciones periódicas de la época. Algunos indicadores me hacen suponer que fue uno de los seudónimos utilizados por Raúl Ortiz Ávila, quien en 1937 se encargaba de organizar la página de cine del diario oficial. Afín a escritores de su generación como Héctor Pérez Martínez, Gustavo Ortiz Hernán y Luis Octavio Madero, el moreliano Ortiz Ávila practicó largamente el periodismo cultural y publicó dos libros de versos: El poeta alucinado (1927, con segunda edición en 1929) y la derivación tabladiana Tres muchachas y un arco. Poemines de haikais (1940). Algunos poemas sobre cine con su firma pueden encontrarse desperdigados en las páginas de El Nacional.