No. 102 / Septiembre 2017


Grumo

Presentación de José Manuel Recillas


Francisco Segovia

Introducción a una lectura celebrada en la Biblioteca Daniel Cosío Villegas, de El Colegio de México, el 8 de diciembre de 2006.

Esta tarde no vamos a escuchar versos humildes y sencillos, pudorosos y casi avergonzados de sí mismos. Porque en la poesía de José Manuel Recillas no suena la tímida voz de un yo sino la de una civilización entera —aunque él prefiera escoger dos o tres momentos, dos o tres modos de esa voz. Así, por ejemplo, hay en los poemas de Recillas un recio sabor a Renacimiento —y a las formas que forjó el dolce stil nuovo: el endecasílabo, el soneto—, pero en especial a su fase más abstrusa: el Barroco, que crece y cunde complicadamente como los vegetales, ramificándose en un interminable hipérbaton. En su caso, la forma poética parece hundir raíces en la filosofía natural de Pico de la Mirandola, Marsilio Ficino y Giordano Bruno o, mejor aún, en las de Basilio Valentín, Cornelio Agripa y Parecelso —filósofos todavía más oscuros, que en la maraña mineral persiguen y descifran esa ardua teoría de las correspondencias que hoy llamamos alquimia; una teoría a cuya práctica nuestro tiempo ya solo sabe responder con el oficio del traductor... Y traductor es también Recillas, intérprete incansable, eco fiel...

Lo que quiero decir con esto es que hay en la poesía de Recillas una suerte de método para establecer correspondencias, ecos, citas. Si no ¿cómo explicarse que incluya en sus libros traducciones propias de poemas ajenos? ¿Y cómo entender, si no, que repita en un poema propio una estrofa de otro poema también propio, o que se lleve un poema entero de un libro a otro? Es como si, sumando 9 más 2, escribiera 1 y llevara 1 a la siguiente columna... Método, pues. Pero de un modo que, teniendo la aguda consciencia de sí mismo que tiene todo lo moderno, se resiste sin embargo a las usurpaciones de la modernidad. El juego de espejos que él establece no está ahí, oculto, esperando a que un académico haga su agosto descubriendo su “intertextualidad”. No, él hace citas explícitas, a menudo eruditas, y al final de cada libro da prolija cuenta de ellas. Eso le importa. Y quizá le importa más que su propia poesía. Si la literatura no es sino paráfrasis, traducción, cita y pastiche, entonces la única originalidad está en las fuentes. Y eso es lo que él persigue. No es extraño entonces que su evolución pueda verse como un avance hacia atrás, hacia fuentes cada vez más lejanas y ocultas —debiera mejor decir, cada vez más subterráneas, más arcanas... Y acaso, al final, la música, la pura música, ese horizonte...

Aunque en los dos únicos libros que ha publicado reina la forma italiana, el aroma es más bien germánico. Por compleja que en el fondo pueda ser la red de reflejos que Recillas urde y trama como un rizoma bajo tierra, a nosotros —en la superficie— sus poemas nos llegan con un olor a balada de Goethe o a himno de Hölderlin. Si parecen a veces acercarse a Rilke es quizá tan solo como un presentimiento, como consecuencia de haber leído con atención al mismo Hölderlin —como hizo Rilke— o por ventura de un método poético, pero no por verdadera influencia. Por más que sea el simbolismo quien pregona con voz más clara la teoría de las correspondencias, nuestro autor parece ajeno a él —y en especial el simbolismo francés—, quizá porque aceptaba la luz a cielo abierto, y a menudo con un vulgar chisporroteo, no como algo íntimo. Se entiende pues que en Recillas no haya ni Darío ni Verlaine. Pero ¿y Rimbaud? ¿y Baudelaire? Nerval sin duda respiraría a sus anchas en su ámbito... Pero de ellos toma, cuando más, un reflejo en Stefan Georg, un destello en Georg Trakl, una súbita iluminación en Gottfried Benn... Entre los franceses, quien le interesa es Chrétien de Troyes, dueño de una recóndita mitología, fácil de leer en clave alquímica...

Todo esto subraya la firme elección de una tradición orgullosa y puntual; esto es, la elección de un linaje y una estirpe. En Recillas todo es Occidente. Pero no exactamente el Occidente que viene luciendo en las luces griegas (que a Recillas le llegan tamizadas por Italia y Alemania) sino el Occidente que llega por el río subterráneo de la Tabla Esmeraldina —en el fondo más egipcia que de veras griega, es cierto, pero al cabo fuente primigenia de todo lo que a partir de ella ya es occidental...

Hermes, padre de Occidente...

Poesía hermética pues —renacentista, romántica o expresionista—, cuya virtud reside en privarse justamente de aquello que no atañe al Occidente... La estirpe que Recillas elige es la de Odín —como habría dicho Thomas Mann—, y con ella una breve parentela que entre nosotros acaso solo incluya a Jorge Cuesta, por su temperamento, y a Juan Carvajal, por gracia de la estética. Ahí está su riesgo, y sobre todo el peligro al que se anima. En cuanto actitud, bascula entre la brida religiosa de un Eliot y la espuela militante de un Pound... Pero ahí, en el fiel, ¿qué hay?...

He hablado solo de lo que se ve a primera vista; es decir, en los dos libritos publicados: La ventana y el balcón y El sueño del alquimista. Espiando someramente en los que tiene aún inéditos, se adivina sin embargo el breve reflejo del sol en el lomo del cetáceo, que ha salido a respirar. Hay algo de Grecia —en su luz, no en su sombra—, y el fulgor de algunos nombres que suenan a cielo abierto: Eurípides, Rilke, Heidegger... Pero ¿es una ballena que pronto volverá a su oscuro limbo submarino, o el delfín de Apolo que se quedará a jugar con los destellos en el agua?... Supongo que los poemas que ahora escucharemos nos darán algún indicio. Y, si no, no importa, porque entonces nuestra pregunta habrá sido impertinente. La hemos hecho, tan solo, porque sabemos que, sea como sea, lo que ahora viene es de algún modo una respuesta. No sabemos a qué. Y no lo sabremos hasta oírla...