No. 102 / Septiembre 2017


Alejandro Higashi


¿Cuál es el apremiante futuro de quienes, poetas jóvenes en la década de 1990, publicaron sus primeros libros importantes luego del corte milenarista y se consolidaron por ello como las nuevas voces del siglo XXI? Naturalmente, llegar a la madurez. La transición no es fácil. Quisiera recordar, de forma muy rápida, ese poema de Julián Herbert que define el clímax de este proceso, su célebre “Autorretrato a los 41”, lleno de las señas de identidad de su generación (“compré Mansalva en el Correo del Libro / y fotocopié a Anthony Hecht en la biblioteca Pape”) y las tensiones con las promociones que llegaron después, pero con un camino más claro y directo hacia la profesionalización de la escritura creativa (“Me voy quedando atrás de los becarios de la / FLM y el Programa de / Jóvenes Creadores”).

Pensar en su destino desde la noción ya muy manoseada de generación no sirve porque no explica por sí misma el futuro inmediato de éste y cualquier grupo sin grupo (Julián Herbert, José Eugenio Sánchez, Daniel Téllez, Cristina Rivera Garza, Jorge Fernández Granados, Malva Flores, Hernán Bravo Varela, Rocío Cerón, Mario Bojórquez, Luis Felipe Fabre, Dana Gelinas y muchos y muchas más que no menciono por falta de espacio). El concepto tiene múltiples fallos teóricos de origen: la falacia de los cortes generacionales por décadas o decenios; su inoperancia para definir estéticas cuando no son estéticas de grupo; su valor más bien comercial, al menos desde los Novísimos españoles y otras estrategias de venta que intentaban prolongar el éxito editorial de etiquetas efectistas como la del Boom en la narrativa. El concepto de generación resulta más bien romántico (porque en los Siglos de Oro se hablaba de academias, como la academia de los Nocturnos en Valencia o la mantuana en Madrid) y rinde culto al personaje más bien que al texto poético, como si los miembros de una generación fueran una especie de pararrayos de su camada que logran atraer todas las descargas de rayos ionizados en el ambiente para conducirlos a la tierra en su forma más condensada y poética. Parece mejor hablar de promoción (el conjunto de autores y autoras que coinciden en la misma editorial, en las mismas lecturas de poesía, que concursan en y ganan los mismos premios, cuyos nombres van unidos en las mismas antologías, etc.) o constelación (concepto acuñado por Belem Clark para referirse a etapas de desarrollo de la literatura decimonónica basadas en sus redes de actuación más que en la suma de sus subjetividades); en ambos casos, se subrayan sus relaciones, no sus individualidades.

Si consideramos su producción con esta perspectiva de redes, aflora de inmediato el sentimiento crítico con el que se han acercado al ejercicio de la poesía y el entusiasmo con el que se han enfrentado a ese mundo uniforme y algo dictatorial que Malva Flores define con exquisita inteligencia como El ocaso de los poetas intelectuales. Esta oposición, por desgracia, puede convertirse muy pronto en una convención, de modo que el poema de Herbert (“No soy un poeta joven pero lo fui alguna vez”) nos devuelve sin dilación al José Emilio Pacheco que en 1980 escribía “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años” en su libro Desde entonces. La contracultura fue un movimiento donde los creadores marginales de la década de 1960 se opusieron a la cultura hegemónica... para imponer sus propuestas como una nueva forma de hegemonía. La obra de Andy Warhol se ha vuelto canónica y sus epígonos canonizan al mismo tiempo que aburren al espectador con los mismos principios de un arte pop cuyo destino principal ha sido la publicidad.

Si vamos a los libros de poesía, percibimos una enorme dispersión en cuanto a las estrategias estéticas. Vivimos en el culto de una permanente aspiración a la originalidad cuya fuente se encuentra, al menos desde mi perspectiva, en esa antología tan influyente en tantos aspectos, reimpresa ininterrumpidamente hasta nuestros días, Poesía en movimiento (1966). Ahí, en un prólogo sumamente persuasivo, Octavio Paz nos convenció de que la nueva moneda de cambio de la modernidad estética debería de ser el signo en rotación (un signo poético dinámico cuyo sentido fija el lector o lectora en cada nueva lectura, para volver a ese río de significaciones abierto al tiempo que es el poema en movimiento). La historia de un signo en movimiento no podía ser, por supuesto, una historia tradicional, por lo que Paz creó un nuevo paradigma historiográfico, el de la tradición de la ruptura: un concepto paradójico, como tantos otros en él, que definía la capacidad de ciertos sujetos para distinguirse de su entorno (la ruptura) transmitida de una generación a otra (la tradición). Un grupo de obras en el tiempo compartían entre sí el deseo de no parecerse a otras.

Este principio paradójico se recrudeció luego de las campañas de despolitización posteriores a 1968, cuando el Estado implementó una serie de mecanismos para desalentar las asociaciones estudiantiles, formadas ya por solidaridad intelectual, ya por simpatías políticas, para convertirlas a través de los financiamientos estatales (becas, premios, publicaciones) en una red burocrática de autogestión. Una red, hay que decirlo, conveniente: en vez de que los intelectuales se preocuparan por criticar al estado, tenían que preocuparse por criticarse a sí mismos a través de la especulación estética que generó un sistema de becas y otros beneficios otorgados por autogestión. En este sistema de mecenazgo gubernamental, los intelectuales con más trayectoria debían preocuparse por competir con sus pares para que su obra no se depreciara en el mercado artístico y evaluar, a su vez, a los aspirantes con menor trayectoria. Si el aspirante con menos trayectoria tenía una propuesta estética de ruptura, su poesía se preciaría más; si no, se depreciaría de inmediato. Los aspirantes con menor trayectoria debían esforzarse para distinguirse del resto de sus competidores y resultar simpáticos a los creadores con mayor trayectoria para lograr un aumento en sus acciones. Si hoy no tenemos generaciones o grupos como Estridentistas, Contemporáneos, Espigos (de la Espiga Amotinada) o movimientos fallidos como el Poeticismo de Eduardo Lizalde, no es por falta de afinidades estéticas, sino por una agresiva política de desintegración de grupos por parte del Estado represor de los últimos años, generada a través de los sistemas de financiamiento público. Hemos llegado a tal grado de convencimiento que hoy, a esas constelaciones de intelectuales, las llamamos mafias (léxico que no es ajeno a su sentido delincuencial) porque nos parecen inseguras, favoritistas con sus miembros, desvinculadas de la realidad social, frívolas, irresponsables en sus planteamientos principales, etc.

¿Cuál es el problema de una caracterización basada en la ruptura? Que no podemos ser rupturistas al infinito. Que la ruptura tiene un precio político. Que la ruptura produce grandes poemas en la pluma de los y las grandes poetas; pero, como todo sueño de la razón, también produce monstruos. En algún momento, la ruptura termina por ser una mera apariencia y ante la lectura atenta y voraz empiezan a aparecer las semejanzas: si alguien leyera, por ejemplo, todos los libros de poesía publicados en 2015, tendría que llegar en algún momento a un libro como La imaginación pública de Cristina Rivera Garza, polígrafa nacida en 1964. Ahí, encontraría una sección completa titulada “Lo propio de la máquina es cortar”. Se trata de un par de textos de Guadalupe Dueñas y Doddie Bellamy pasados por una mezcladora de textos, el The Lazarus Corporation Text Mixing Desk V2.0 <http://www.lazaruscorporation.co.uk/cutup/text-mixing-desk/output>, del colectivo artístico que vende su obra directamente en línea para no pasar por la especulación de las galerías o los editores. Este párrafo terminaría así, luego de pasar por la mezcladora de textos: “Llegar en creo que la mezcladora titulada 'Lo semejanzas: si vende su libros de The Lazarus pasar por en 2015, de una lectura atenta todos los por ser textos, el luego de empiezan a aparecer las los editores, etcétera”. En Cristina Rivera Garza, el resultado es mucho más estético, con versos redondos (pero de generación automática) como “habité las raíz, el color / las lagunas en el cerebro. Las hay / inmóviles como los hielos del Ártico / barquitos de papel” (61). En Caja negra que se llame como a mí (2015), primer libro de Diana Garza Islas, nacida en 1985, la autora combina una serie de transcripciones de pacientes distintos durante el test proyectivo de interpretación de manchas, mejor conocido como test de Zulliger, de donde salen poemas como “Su jarra de relojes consultaba un ataúd sin pies / robándome el sudor: // Salsipuedes // Su cebra demolida. / Su cara de piedra. / Su rubio mielante. // El acerrín así palmeó / dilucidar bajo mi brazo olor sándalo y su duela japanese” (91). Bajo la novedad de los recursos, estamos frente a la tradición de la tradición y no a la tradición de la ruptura. Resulta inevitable no pensar en Alejandro Albarrán y esa serie de poemas de escritura generada por programas de traducción automática estadística (Stat MT, Statistical Machine Translation), titulado significativamente “El automatista” (Ruido, 2012) o en el poema “automático” de Hernán Bravo Varela, titulado “(De acuerdo con Google)”, basado en el uso del sitio www.googlism.com (Hasta aquí, 2014), la edición de las ocurrencias en Google relacionadas con el nombre de Hernán (con versos como “Hernán se mueve en aguas cada vez más frías y su / disipación está prevista en veinticuatro horas, /máximo treinta y seis”). Diré en defensa de Bravo Varela que el resto de su obra muestra tal conciencia artística y tan profundo conocimiento de la tradición literaria, que “(De acuerdo con Google)” no deja de ser un momento de distensión jocosa en su obra. No estoy seguro de poder decir lo mismo de las otras obras.

La novedad de esta poesía automática tampoco es tan nueva: los surrealistas proclamaban el valor de la escritura automática (a mano, cuando no había programas ni apps) y de esa búsqueda nace el cadáver exquisito, el collage, la jitanjáfora de Mariano Brull en palabras de Alfonso Reyes y hasta los Discos visuales (1968) de Octavio Paz y Vicente Rojo. En fin, ya Noam Chomsky se refería en 1957  a “Colorless green ideas sleep furiously” (“Las ideas verdes incoloras duermen furiosamente”) para demostrar que una frase podía ser sintácticamente correcta, pero carecer de sentido. A la poesía de la tradición de la ruptura no le preocupa la falta de sentido porque, en el esquema del signo en rotación, la falta del sentido debe suplirla quien lee. Eso, sin olvidar que en Trilce, en 1922, César Vallejo escribió ya, al margen de cualquier vanguardia y por ello mismo más vanguardista que nadie, “Quién hace tanta bulla y ni deja / testar las islas que van quedando...”. A eso nos lleva la tradición de la ruptura, al origen.

No podremos ser rupturistas para siempre. Resulta muy monótono abrir las páginas de un nuevo poemario y volver al poema en prosa o al versolibrismo... simple y sencillamente porque todo está escrito en verso libre o todo es poema en prosa. Al final, creo que vamos a hartarnos de la ruptura porque la ruptura empieza a estar en todas partes y sospecho que, inevitablemente, nos vamos a dar cuenta de ello. El futuro de la poesía ya no puede estar en la ruptura... tendría que estar en la poesía. Hace falta, opino, un giro estético que nos conduzca de nuevo hacia ella.