No. 102 / Septiembre 2017


 

Yolanda Segura

 
“Las palabras no hacen el amor, hacen la ausencia”: se me perdonará el lugar común de la cita de Alejandra Pizarnik, quiero empezar con ella porque a partir de ahí intentaré apuntalar la posición del poema y su crítica en nuestro presente. ¿Por qué, en septiembre de 2017, en medio de sismos, inundaciones, desapariciones y feminicidios querríamos tener una revista dedicada a lo que entendemos por poesía? Vaya tiempo el nuestro, propicio para insertar nuestras escenas del fin del mundo o de la humanidad o de lo que sea.

Es cierto que, como dice Pizarnik, “nunca es eso lo que uno quiere decir”; lo que una quiere decir siempre está en otra parte, lo que una quiere hacer. Escribir poemas no levanta casas, lo mismo que comentarlos no ayuda a remover escombros: sin embargo, hay poemas que contribuyen a cuestionarnos nuestro modo de plantarnos frente al desastre. La solidaridad, como vimos en los últimos años de la década del ochenta en este país, es una actividad y una fuerza antes que un discurso político. Y sin embargo, nos la robaron al más puro estilo we are the world we are the children: ¿qué más se va con las palabras que nos quitan? ¿Por qué, aunque las palabras son, como dice Pizarnik, la puesta de la ausencia, vamos a ellas para sentirnos en compañía?

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A estas alturas, no estoy segura de poder pensar que la literatura salva; me parece ingenuo porque eso implicaría olvidar que tener tiempo para leer o escribir es un privilegio, que leer no es la única forma de aproximarse críticamente a algo, que hay asuntos más urgentes que resolver. Sin embargo, pensar que no sirve de nada nos colocaría en ese sitio neoliberal que descalifica todo aquello que no persigue la productividad desmedida y la generación de bienes tangibles, y cancela el placer y el ocio que no se relacionan de forma inmediata o evidente con el consumo. O sea que ni una ni otra: creo que la poesía no nos salva, pero sí nos contiene, nos ubica, nos problematiza. La poesía y la crítica sirven para hacernos sentir incómodos y también para volver habitable aquello que considerábamos inexplicable y doloroso. Un perenne estado de crisis nos obliga a buscar refugios que no sean permanentes sino mutables, precarios, intempestivos e inesperados. Así son los poemas y el tiempo que dedicamos a leerlos y comentarlos, y quizás por eso no podemos evitar ir a su encuentro cada vez que algo nos desestabiliza, nos pone en peligro.

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Dice el poema de Pizarnik: 
la lengua natal castra 
la lengua es un órgano de conocimiento 
del fracaso de todo poema 
castrado por su propia lengua

Buscar sentido es casi una compulsión, hacer poemas también pero, ¿cómo hacemos para que eso no signifique estetizar la violencia o la tragedia?, ¿cómo para no terminar contribuyendo con nuestros recursos discursivos a la hegemonía? ¿cómo escribimos de experiencias que no son nuestras sin agenciárnoslas? ¿De qué formas ponemos el cuerpo en los procesos de componer o analizar un poema? ¿Cómo nos salvaríamos de ser las mismas personas de siempre escribiendo las cosas de siempre? Pienso en lo que Cristina Rivera-Garza o Luis Alberto Arellano, entre muchos otros, han dicho: ante la convulsión, la escritura como un modo de hacer comunidad. Y comunidad también significa horizontalidad, pararse en otro lado. Si asumimos los versos de Pizarnik, ¿escribimos con conciencia de estar castrados? ¿O escribimos contra esa castración, esa imposibilidad, aunque no siempre —o más bien nunca, dice ella— resulte? Me inclino por la segunda posibilidad.

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Sospecho que vivir en un presente como el nuestro nos obliga a replantearnos los valores que consideraríamos para aproximarnos a un poema: ¿queremos solo dosis de emotividad, uniones de palabras que nos resulten inquietantes por el artificio —o, por el contrario, buscamos textos sin tanto juego retórico—?

Cada vez me entusiasman menos los poemas que dicen cómo sentirse o que dicen cómo se sentía su autor y buscan hacer creer que esa es la única forma/ la mejor forma /la que las y los otros deberían sentir.

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Un poema es una resistencia, una sustracción del flujo, un ritmo distinto al de todos los días. Es también una forma de cancelación del valor económico de la lengua. No sirve en términos monetarios y sin embargo es la posibilidad de reconectar subjetividades, de tejer espacios en conjunto. Es el lugar para la sensibilidad que, sin embargo, no es mera expresión emotiva ni artefacto semiótico; lo poético no se inscribe a la lógica de la verdad ni a la lógica de la ficción, es otra cosa. No es comunicabilidad o incomunicabilidad, es el entre. No es lo personal ni lo colectivo, es lo común. Esa puesta en común que es, según diría Franco Berardi, una manera del respirar en conjunto, de conspirar. Para conspirar podemos escribir y hablar en lengua poema.