No. 102 / Septiembre 2017

Carlos López Beltrán


Gardenia 35
(1985 y todo eso)

Entre 1980 y 1987 viví en el número 35 de la Privada Gardenia, en los hermosos edificios del Buen Tono que ocupan el cuadrángulo entre las calles de Barcelona, Bucareli, Turín y Abraham González en la colonia Juárez de la ciudad de México. Construidos con la plusvalía acumulada por la familia Pugibet, dueña de la famosa cigarrera porfiriana, estos edificios de dos niveles cubren una cuadra inmensa, y son señalados como un ejemplo de la arquitectura social progresista de principios del siglo XX, pues su finalidad fue alojar a los trabajadores de la fábrica de cigarros, que estaba muy cerca de ahí, detrás de la Ciudadela. Atravesados de costado a costado por tres privadas cuyos nombres nunca olvidaré pues están anotados en neuronas profundas (Mascota, Gardenia e Ideal; luego supe que tenían que ver con las marcas de los cigarros), estos edificios de departamentos no solo son bellos y nobles sino que están construidos con una tecnología decimonónica férrea. Sus pisos y paredes están armados encima de un solidísimo entramado industrial de vigas y pilotes metálicos atornillados, como lo están las estructuras de los edificios fabriles de aquel periodo. Y eso lo sé por cómo se mueven, pero lo sé mejor por el rechinido. Ay el rechinido metálico de esa estructura mientras soportaba los embates brutales de las ondas sísmicas del 19 de septiembre de 1985 es un recuerdo que, cuando lo dejo emerger, hiela mi sangre.

Yo vi pedazos de la elegante dentadura de balaustres de concreto que rodea y ennoblece las fachadas de la privada Gardenia caer sobre nosotros como una maldición de muchos kilos y agujerar el piso. Yo escuché a los demonios soltar sus aberrantes aullidos de los sótanos del edificio del Buen Tono. Yo vi las añejadas paredes de ladrillo rojo de mi departamento oscilar medio metro. Bajo mis pies la imperdonable traición del pasillo, del largo pasillo hacia la calle (ese pasillo por el que pasaron la vida de mis abuelos, la infancia y la adolescencia de mi padre, pedazos de mi propia infancia y de la de mis hermanos, y de nuestra juventud también, ah y los primeros años de la niñez de mis hijas...) que en esos momentos angustiosos se desplazaba medio metro hacia los lados escondiendo sus mosaicos de mi desesperado intento por seguir de pie aferrando con un brazo a mi hija de una año. Escuché el rechinido espantoso de los fierros del esqueleto construido por el señor Pugibet. No sé si ahí gritaban su furia los miles de obreros explotados en sus maquinarias. Las miles de mujeres reumáticas que agotaron cuerpo atendiendo a sus familias, entre ellas mi abuela. El constante rictus de infinito dolor disparado por el trigémino contorsionado de mi tía Lulú. Yo vi esas puertas de madera que había resistido polillas y humedades, azotarse como dementes, abrirse, cerrarse solas, como si todos los nahuales desquiciados de los aztecas insepultos en el fondo de lago saltaran de repente a tropel escapando de una vez de su clausura. Yo vi los vidrios de esos altos ventanales botarse uno por uno estocásticamente como palomitas transparentes de maíz y estallar sobre el piso con carcajadas histéricas. Yo vi a mi mujer, a mi joven y fuerte mujer recién casada, rebotar contra los muros que antes nos protegieron y seguir adelante para salvarse y salvarnos. Yo vi mis libros caer en cataratas. Mis libreros avalanzarse, avalancharse. Y mis lámparas de techo, de hierro forjado y pendientes de cadenas de casi metro y medio (los techos ahí superan los tres metros) pendular atrozmente hasta ovalarse al pegar, una y otra y otra vez por los dos lados en el techo. Yo vi eso y más. Yo percibí eso y todo. En ese minuto expandido en que intentábamos correr, aferrando yo a mi pecho a Antonieta y su cuerpito de apenas un año, me tragué todo y luego como boa indigesta lo vomité, durante horas, durante días, años.

Antes de a mí ese departamento le perteneció a mi abuela paterna. Mi abuelo paterno lo había rentado en los años treinta a la familia Pugibet, quiero fantasear que porque tenía vínculos con ellos a través de asuntos de aviación, de la escuela Blériot en Francia, o simplemente de recuerdos de Roland Garros compartidos en alguna tertulia. En ese departamento que tuvo la renta congelada por décadas transcurrió la vida de mi familia paterna; creció mi padre, murió mi abuelo, envejeció mi abuela. Cuando ella murió yo estaba recién casado y me fue cedida a mí la renta congelada. Yo lo pude comprar finalmente con un crédito blando.

Cuando tengo sueños profundos y atávicos me sueño en aquel espacio. Sus altos techos. Su hermosa herrería en pasillos y balcones. Sus angostas puertas de madera con manijas de porcelana. Sus persianas herméticas y voluminosas de madera que se pliegan en estuches especiales del tamaño de ataúdes. Sus losetas de cerámica eterna con diseños art nouveau. Su baño antiguo con bañera de fierro sobre cuatro garras de león. Su cuarto de servicio, oscuro y húmedo como tumba, en el que tantos años durmió sin protestar María Elena Chicati, la eterna acompañante de mi abuela. Pero mis sueños se dirigen sobre todo a los sótanos. Los ingenieros y arquitectos afrancesados que magistralmente concibieron los edificios del Buen Tono olvidaron que se iban a afincar sobre una laguna. Incluyeron cómodos sótanos para cada departamento, fuesen éstos de primera o de segunda planta. Casi todos los sótanos ahí son perpetuamente reclamados por la potestad freática del agua, sin importar cuántos y cuáles esfuerzos técnicos se hagan para combatirlo. En mi niñez mil veces fui testigo de su vaciamiento a cubetadas o con bombas, y algunas veces yo participé. Y esa batalla perdida la di mientras viví ahí. Incubadoras tenebrosas de mosquitos, arañas, babosas y otras alimañas, esos oscurísimos sótanos cuando rebosaban regalaban un inolvidable aire de humedad y bochorno al piso entero. Los sótanos de Bucareli (nombre habitual que mi familia daba a Gardenia 35) fueron el núcleo de mil pesadillas infantiles. Y en mis sueños los sigo visitando, pues están unidos con una realidad paralela en la que se me presentan entre penumbras las personas más importantes de mi historia afectiva, algunas que han muerto y otras que solo han envejecido, en su estado más desencarnado y atemporal, y me transmiten mensajes o emociones que me provocan lágrimas y risas. Las catacumbas de esos sótanos me llevan en sueños a otros espacios arquitectónicos conectados con Gardenia 35 de maneras utópicas, o distópicas. Galerías, a veces iluminadas y otras oscuras, que emergen a calles nuevas, insospechadas, diferentes; a Méxicos alternativos llenos de vitalidad y alegría, o plagados de podredumbre y muerte. Siempre que despierto de algún sueño situado en ese ombligo emocional que es para mí ese lugar, despierto perturbado; como si hubiera encontrado una vía que conectase mi pasado emocional con mis antefuturos cancelados. Su topología imaginaria, estoy seguro, es una calca minuciosa de mi inconsciente. Haber vivido en ese lugar el sismo del 85 me infligió un doloroso exilio. Fui expulsado telúricamente de aquel lugar. Aunque viví ahí todavía dos años más y resanamos lo resanable, incluyendo los sótanos, ya nunca volvimos a ser los mismos. Tanto futuro cancelado nos alejó, primero temporal y luego definitivamente.

Teníamos dos gatos que después murieron horriblemente de panleucopenia. Eran dos gatitos caseros tímidos. Una noche se metió en la madrugada por los sótanos un inmenso y correoso viejo gato callejero a comerse su comida y uno de ellos se le enfrentó con valentía solo para ser muy maltratado y herido por la mayor fuerza y destreza del intruso. Yo desperté por el escándalo y terminé correteando, inundado de adrenalina y con un palo de escoba en la mano, al gato callejero, cuyo aspecto fiero y amenazador se potenciaba porque pude ver durante la eléctrica acción era tuerto. No debí seguirlo hacia los sótanos por los que podría huir pero estaba enfurecido y lo hice. Éstos estaban inundados con al menos medio metro de agua. Era una alberca inmersa en casi total oscuridad; apenas un hilillo de luz se colaba desde los faroles de la privada a través de la herrería de la ventana del último sótano. El gato dio dos ágiles saltos en el agua buscando esa salida y al intentar el tercero recibió el escobazo. Se sintió perdido y volteó a mirarme, con el cuerpo semi-hundido y el rostro tuerto, entre retador y lastimero. Entonces lo reconocí. Era "el cabezón". Un gato pandillero que mi abuela hacía una década había adoptado y consentido con comida y mimos, y que iba y venía de su casa a su antojo por los laberintos de los sótanos. Maltratadísimo por la vida, ya sin un ojo, "el cabezón" me miraba y me exigía acordarme de que el intruso era yo, y mis pedestres gatitos hogareños. Obnubilado le di la espalda para que se marchara. Meses después me pareció verlo a lo lejos escapando del mercado con los restos de un pescado en el hocico.

El día y hora del temblor, el 19 de septiembre de 1985 minutos antes de las 8 de la mañana, estábamos ya despiertos. Antonieta nuestra hija de un año exigía su mamila mañanera. Para entretenerla en su molestia yo, que seguía en la cama, la tenía acostada sobre mi pecho. Su madre se ocupaba del alimento (mi recuerdo la ubica alternativamente en la cocina o junto a nosotros con la mamila lista). Desde la primera sacudida, que se dio en ese instante, estaba claro que no se trataba de un temblor cualquiera. Fue algo violento que movió la cama e hizo tronar el edificio y sus muros. Acostumbrados a ello decidimos tomarlo con calma. Tratar de vestirnos mejor antes de salir a buscar seguridad. Pero el desarrollo del sismo lo impidió. Las ondas sísmicas fueron incrementando su violencia muy rápidamente hasta alcanzar un nivel surreal y aterrador. Tardamos casi un minuto en salir, un minuto en el que a nuestro alrededor nuestro mundo íntimo se escupía, chirriaba, se sacudía y contorsionaba como bajo macabros efectos especiales. Cada tres pasos uno de los dos se tropezaba o caía, o golpeaba contra una pared, como en barco en altamar tormentoso. Mi brazo derecho envolvía a mi hija y el brazo izquierdo de Tony, su madre, la rozaba y buscaba constantemente, asegurándose de que siguiera ahí. Salimos hacia la privada Gardenia, muy cerca de la gran reja que sale a Abraham González. El edificio seguía bailando horizontalmente y chirriando de una manera alucinante; pedazos gordos de la balaustrada del edificio caían desde sus 12 metros de altura sobre el pavimento. Al salir hacia Abraham González había gente corriendo en todas direcciones. El sonido ambiente era una sumatoria de golpes de ramas, de postes, de cables con gritos y acelerones y carreras... Al voltear hacia la derecha noté que el edificio alto que estaba a unos 40 metros, en la esquina con Barcelona, se movía hacia adelante y hacia atrás con un bamboleo pasmoso que se incrementaba a cada ciclo. El efecto fue hipnótico. La mirada seguía en su ir y venir a esa mole magnífica que se portaba de esa manera tan absurda y pasmosa. Trato de recordar si había algún sonido asociado a esa descomunal oscilación; quiero pensar que sí. Sé que tardo más en contar esto de lo que en realidad tardó. Pero no, porque así hayan durado segundos, o milisegundos, las impresiones de esos instantes estuvieron conectadas cruda y directamente con el alma del tiempo. A la tercera oscilación el edificio ya no regresó. Alcanzó el punto muerto donde se anticipaba, como en los columpios, un alto, una pausa instantánea y un movimiento inercial de regreso, pero no se detuvo. Siguió, y siguió, y siguió metro por metro inclinándose más y más y más... y aquí sí aparece un sonido resquebrajante, una queja desde lo hondo de la materia sometida a trabajos imposibles, un agrietamiento hondo. Con el reojo mientras veíamos al gigante doblarse hacia la calle veíamos al mismo tiempo el pandemonio de personas y coches yendo o viniendo, alejándose, intentando escapar. Brutal, infinito, descomunal, grotescamente inmenso, en una ráfaga el cemento cayó sobre la calle. Todo el hormigón y toda la varilla y todos los cristales y tuberías y losas de un edificio gordo de 12, de 13 pisos, cayendo sobre la tierra en un instante. Cayendo sobre la calle y borrando así, zas, de un solo madrazo de la faz de la tierra a decenas de mis vecinos mientras buscaban huir. Los carros, cuando finalmente los sacaron muchos meses después de debajo del escombro, habían sido aplanados hasta los tres centímetros.

Se levantó un ominoso hongo de polvo sucio. La tolvanera de la muerte. Sobre nosotros cayó una gran cortina de pasmo y alerta emocional. La muerte estaba ahí, suelta y campante, adueñada de nuestras calles. Confundidos. Tomados de la mano y abrazando con fuerza a nuestra hija, que milagrosamente había dejado de exigir comida o siquiera atención ninguna, empezamos a caminar hacia algún improbable lugar de refugio y seguridad. Decenas de ominosos hongos de polvo sucio se levantaban por toda la colonia Juárez. Columnas de humo surgían de algunos de los derrumbes indicando pequeños incendios. Había fugas de agua. De gas. Cables eléctricos chicoteando. Una pequeña multitud se fue conformando en el centro de las calles. Tratábamos instintivamente de alejarnos del peligro. Sirenas sonaban a lo lejos. Miles. Y comenzaban a sobrevolar los helicópteros. Pero ahí mismo, en el frente de guerra, sin radios ni teléfonos que sirvieran, no había autoridad ni información alguna de qué y cómo hacer para alejarnos del peligro. Rumores y más rumores empezaron a circular en ese cuerpo nervioso. Hablar en torrente era uno de los síntomas del terror en algunos. Llorar en silencio en otros. Nos acercamos, conducidos por la masa y sus instintos erráticos hacia avenida Chapultepec. Los televiteatros estaban derrumbados y un fuerte olor a gas se expandía por el aire elevando la intensidad del miedo distribuido por la cercanía de varias columnas de humo. No parecía haber ningún camino franco de salida del peligro. En todas las direcciones había derrumbes. Caos. En algún rincón de la informe y desorientada masa se gritó que la explosión era inminente y se desató el pandemonio. Gente corriendo o intentando correr en todas direcciones empezaron a oprimirnos. Físicamente. Nuestra bebé, continuando su milagrosa cooperación, se había dormido profundamente en mis brazos, sin desayunar. Temimos por su seguridad entre los apretujones y luchamos con codo y con rodilla por salir de ahí. Regresamos sobre nuestros pasos para descubrir que en los minutos de nuestra fallida huida las cosas se habían calmado. El polvo ominoso se había asentado dejando ver el cadáver aberrante del dinosaurio que vimos derrumbarse, como un millón de costales de piedras, descansando de costado sobre sus costillas. Reconocimos muchos rostros de la gente que ya más serena, se reunía en corrillos sobre las banquetas. Vecinos organizados, organizándose. Yendo a traer a los viejitos o a los inválidos que no habían alcanzado a salir de sus casas. Yendo y viniendo a cerrar llaves de gas, de agua, interruptores de electricidad. Antonieta finalmente pudo desayunar. Descubrimos que por un capricho del cableado del Telmex no privatizado el único teléfono que seguía funcionando era el de nuestro piso. Después de tranquilizar a los parientes cercanos organizamos un servicio de apoyo para que todo el que lo necesitara llamase de nuestra línea. Se corrió la voz. Se hizo una cola de vecinos afuera del 35. Junto al teléfono pusimos vasos con limonada y tazas con té de yerbas. Las conversaciones eran interminables. Emotivas. Abruptas. Angustiosas. Descabelladas. En dos o tres horas conocimos a más vecinos del barrio que en cinco años. Me asombró darme cuenta de que mi vecino de arriba (un joven médico neurótico que maltrataba a su mujer) tenía, en medio del caos y de la locura imperantes, ya organizada con otros voluntarios espontáneos una brigada de rescate que trataba de sacar a mano limpia de los escombros del derrumbe a quienes estuviesen sepultados. En retrospectiva me parece apenas natural, y me parece que yo debí sumarme sin pensarlo a esos esfuerzos. Pero debo confesar que en ese momento me pareció una acción precipitada y voluntariosa. Claramente mi reacción fue egoísta y cobarde. Destemplado hondamente por la experiencia, mi instinto de auto-preservación, y mi impulso a estar cerca de mi hija en esos momentos de peligro fueron la fuente real de esa debilidad. Conforme pasaron las horas de aquella mañana eterna, más y más orden empezó a caer sobre las calles bombardeadas de nuestra colonia. Un recorrido de media hora me permitió entender que los derrumbes se contaban por centenas y las muertes por millares. Pasé por ejemplo por la cuadra donde, después supe, estaba sepultado Rockdrigo con su mujer. No había quedado ningún edificio en pie en esa cuadra y varias decenas de personas rezaban y lloraban sobre los camellones, con tonos que oscilaban entre el lamento y el enfurecimiento. Por las privadas del Buen Tono, cimbradas como estaban, pero enteras, comenzó a correr el rumor de que seríamos evacuados debido a que un edificio contiguo se había quebrado y se estaba apoyando en el de nosotros. Al poco tiempo pasó la policía a confirmarnos ese hecho.

Tardamos en nuestra Brasilia vieja una eternidad en sortear y abandonar las calles del centro de la ciudad, sembradas de destrucción y muerte como estaban. Hoy en mi memoria se mezclan las escenas dantescas que vi directamente con las miles de imágenes y relatos que desde ese momento empezaron a circular en la televisión y en la prensa. El cúmulo de impresiones del horror y del dolor en torno a lo que aquel temblor provocó en sus más de tres minutos de agresión desmesurada al suelo defeño no ha cesado. La cuenta de los muertos tampoco, pues muchos, muchísimos quedaron anónimos y revueltos con el cascajo. Recuerdo el azoro que me produjo cuando, después de las horas de lucha por salir del infierno, cruzamos finalmente el viaducto hacia el sur a la altura de Vértiz hacia la Narvarte y descubrimos que del otro lado nada, pero de verdad nada había pasado. Todos los edificios seguían en su sitio. El cielo era azul y no plomizo. No olía a quemado ni a podrido. Las banderas mexicanas por el mes patrio colgaban orondas de los balcones, los parroquianos paseaban a sus perros, los niños corrían a casa de regreso de la escuela. La vida seguía como si nada, aunque debajo de las losas derrumbadas a solo unos kilómetros la muerte extraía aún cada minuto su sanguinario impuesto de dolor y de vida.

Durante días y días. Durante meses y meses. Durante años y años hemos vivido los capitalinos un duelo abierto indefinido después de aquel temblor. La cura por la palabra empezó al minuto siguiente. La crisis de gobernabilidad por la desaparición delante de nuestras narices del estado y sus supuestas garantías forzó el brote de solidaridad que yo atestigüé y no comprendí en mi vecino médico. La hazaña cívica ha sido relatada. Aquí me interesa más el tejido en corto de los mecanismos de sanación social de heridas y traumas tan brutales infligidos por la ira de los dioses naturales. La cura por el habla. Después del temblor, mis amigos y yo nos dedicamos durante días, semanas, meses, además de a ayudarnos, a apoyarnos, a excavar, a cargar, a atender y curar, a colectar… además de eso, nos dedicamos a hablar, a hablarnos. Y hablábamos y hablábamos y hablábamos. Y eso nos hacía mejorar. Un poquito. Odiar un poquito menos. Regresar poco a poquito. En esa convalecencia escribí un largo poema lleno de apasionada furia e intensa desmesura del que, después de un pausado proceso de recortes y ajustes quedaron apenas este epígrafe y estos 26 versos:

Septiembre

                Like convalescents intimate and gauche,
                We speak through sickly smiles and warn
                With the stubborn saw of common sense...
                                                             Karl Shapiro

Una animal que jadea la
la ciudad, con grava
herida a muerte,
intoxicada en polvo.
El aire un sucio objeto
que al susurrar movemos.

Entre paredes rotas,
con los labios terrosos,
hablamos para nublar el eco
del minuto en que el cemento
dejó a sus sardos sueltos
sobre de nuestra carne.

Hablamos bajo los quicios,
al pasar la cubeta y verter agua
opaca sobre la piel molida.
Es un espantapájaros
el esqueleto a voces
de nuestro sentido común.

Sacamos dagas
de las putas piedras
y vendas de las banderas
rotas... para nada:
la ciudad es una perra gris
acorralada, insomne,
que anhela un mal rincón
donde tumbarse.


El 19 de septiembre de 1996, hace 18 años, 11 años exactos después del temblor, dejé escrito esto en un cuaderno. Con ello termino este ejercicio de memoria. Con ello me acuerdo y me conduelo. Y me despido del hogar de mi memoria, Gardenia 35.

No soy, nunca seré un héroe. Tuve miedo. Elegí mi cuerpo eligió desconectarme, hundirme en un hueco de introspección y terror del que tardé meses en salir. Muchos murieron en mi derredor, aplastados por toneladas del más inhumano de los desechos: escombro, vigas, losas. No levanté una sola de esas piedras. No arañé hasta sangrar las inmensas losas ladeadas. No sentí como mía la carne magullada. Me enconché. Tomé con una mano a mi mujer, y con el brazo libre apreté contra mi pecho a mi pequeña hija y me eché a caminar, a buscar la salida, como zombi espantado. Algunos, como Carlos Chimal bien lo vio, siguieron en ese delirante escape meses y años, buscando como el borracho que se deshiciera el encantamiento y volviese a aparecer el zaguán de su casa, y dar vuelta a la llave como después de una infernal parranda, y empezar a deshacerse de la culpa... Yo crucé alucinado el viaducto Piedad y me encontré con un mundo de marcianos paseantes que volvían del pan hacia el café con leche; nunca me sentí más alejado de los hombres y de las mujeres que veía. Solo mi hija y mi mujer eran de carne verdadera, de carne sobreviviente. No pude llorar. No pude gritar. Solo apreté las mandíbulas con toda el alma y a mis mujeres contra mis costillas intentando fundirnos.

Cuando empezó a moverse el piso yo estaba recostado en la cama con Antonieta, mi hija de un año, sobre el pecho. Mi mujer se vestía. Nos acercamos al centro del cuarto. La lámpara empezó a pendular cada vez más ampliamente pero lo que de verdad nos asustó fue el sonido de la estructura metálica del edificio (largas vigas atornilladas a la usanza del siglo pasado), un chirriar demencial como el de un columpio pobre de gigantes que nadie nunca aceitó. Las puertas se abrían y cerraban solas. Dos o tres de los pequeños vidrios de las ventanas interiores se botaron, de los estantes empezaron a llover libros y adornos. La descripción secuencial traiciona lo que se vivió como una sola y simultánea y agobiante impresión: ¿Cómo creerle a tus sentidos cuando de esa manera se mofaban o enloquecían? Decidimos salir, si decidir se puede llamar a lo que se hace abruptamente desde lo más profundo. Esos cuarenta segundos de trayecto son la odisea más ardua de mi historia. No poder dar un paso sin que el pasillo brincara, sin que el barandal se sacudiera y nos obligara a poner las dos manos, sin que las losetas hacia las que dirigíamos las suelas jugaran con nosotros a los encantados. Muchas veces he usado la analogía de un barco en la tormenta para intentar describir ese viaje. Mi casa un barco tensado, a punto de reventar. Mi barrio un mar embravecido (como lo describió luego el físico Lomnitz): sí, pero no. ¿Qué hacer con los sonidos que no eran de meteoros de aire y agua, ni de madera castigada sino el quejido profundo de otras materias torturadas, de otro infierno de cosas: cemento, grava, metal rompiéndose sobre la ronca, amenaza del dios de los subsuelos (que es de arcillas sobre rocas)?

En la calle el alivio de compartir el azoro con vecinos y transeúntes. Pero solo unos instantes pues el edificio de la esquina, una mole de concreto de doce pisos oscilaba de una manera pavorosa. Lo vimos venir, luego alejarse, y luego venir de nuevo adquiriendo más momento. Llegó a su punto de inflexión, al instante en el que debía volverse pero sus trabes, sus amarras o lo que fuera en su estructura que debía detenerlo, jalarlo de nuevo hacia su centro, no respondió, no resistió el entusiasmo del envión y comenzamos a oír otro sonido aún más espantoso que los descritos antes, el del vencimiento del concreto, y ¡zas! en un instante desapareció de nuestra vista el final de la calle. Un par de autos que transitaban muy lentos justo debajo de ese edificio quedaron sepultados en ese instante como por la pisada de un demonio. La muerte fue la sensación que capturó nuestras almas. No una muerte abstracta ni tampoco una sensación aguda. Una muerte real y una sensación crónica que venía de un instinto no de una idea. Desconfío escribió Juan Villoro de quienes en los momentos de peligro tienen más opiniones que miedo. ¿Qué opinión, qué idea tener frente al concreto derramándose a toneladas como lava seca y cruel sobre cuerpos tan frágiles? Cuando se fue asentando la polvareda del derrumbe pudimos ver que en cada cuadra había varias columnas iguales de polvo gris, abominable. Herida a muerte estaba la ciudad.

Tengo que atribuir al instinto muchas cosas que en esos minutos sucedieron. Mi hija habitualmente inquieta no se quejó, se aferró fuertemente al cuerpo de su madre y unos minutos después se quedó dormida, como para no estorbar. Los vecinos nos acercamos como manada amorfa, los hombres por los bordes, los niños y las mujeres en el centro. No sabiendo qué hacer la mayoría comenzamos a usar torpes palabras para describir lo que nos ocurría (ese sería el inicio de un infinito hilar y deshilar de cuentos que son parte del duelo y de la convalecencia). Atender a los apanicados, luego las fugas de gas, y formarse a hablar por teléfono en la única línea que servía fue la mecánica con la que intentábamos revivir. Solo unos pocos vecinos y vecinas con el corazón en su sitio pudieron oír el silencio de la queja de los cuerpos sepultados. Se cruzaron la calle sin decir nada y comenzaron a quitar piedras de las montañas. Muchos los siguieron después, pero ese gesto primero, instintivo, es el de los verdaderos héroes: yo no soy de esos.


(Nota: este texto forma parte del libro El material de los años, publicado por Fractal y Conaculta en 2014)