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La casa de la pereza
Juan Joaquín Péreztejada
Universidad Veracruzana,
Xalapa, 1996.

Por Francisco Segovia
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No. 104 / Noviembre 2017



Imagen de la orilla desde la orilla


                                                                                                                                     La playa luce el silencio de las orillas

                                                                                                                                                              —J.J. Péreztejada
 
Los grandes relatos de mar no suelen tratar del embate de las olas contra los acantilados o del atribulado poder de los huracanes en las costas sino, casi siempre, de uno de los extremos de la condición humana: la marinería. Y es que a los narradores de aventuras marítimas les gusta escribir libros para atisbar la hondura metafísica de sus misterios en un espejo de azogue: el mar; el mar como misterium tremendum, el mar como reactivo psicológico, el mar como campo de prueba. Los poetas, en cambio, o bien insisten en la vehemencia del mar contra la costa (“con voz de la Biblia o verso de Walt Whitman”), o bien en la cadencia nostálgica de las mareas (con nublazón de verso decadente pero lacia tristeza ancestral). En ambos casos, sin embargo, hay normalmente un choque, un enfrentamiento de naturalezas; en el más benévolo de los casos, hay lección y aprendizaje... O había.

Una de las primeras cosas que sorprenden al leer La casa de la pereza es que su autor, como buen jarocho redomado, está mucho más pendiente del constante tintineo que se oye en el café de La Parroquia que del estrépito del mar. No ve realmente en su costa, ni mucho menos mar adentro, ninguna acción digna de tal nombre —o, como hubieran dicho los griegos: no ve drama. De ahí seguramente la pereza, quizá solo comparable con la del indolente mar de las costas de Campeche. No es extraño, pues, que las olas de La casa de la pereza no revienten furiosas contra las piedras sino que sean apenas —como dice Péreztejada—: “una idea del mar intuida por la luna”. Y es que en realidad el tema de Juan Joaquín Péreztejada no es el mar sino la frontera que divide al agua del resto del mundo: del puerto, de los atardeceres, del vaivén de una prostituta en el boulevard... Iba a decir, también, de la luz. Pero no. Péreztejada dice explícitamente que la luz y el agua son dos maneras de la misma esencia. Entresaco del poema “Estudio de luz y agua” algunos versos que lo muestran:

La luz es la anunciación de la lluvia

La ola es un haz de luz no logrado

Al ojo del agua florece la luz

La luz es playa en la vista

Si en el ojo no hubiera humedad
quién se abriría a la luz

No hay más luz que la del agua

Con todo, estos versos dan la impresión de que esa luz y esa agua no son porteñas. ¿O puede ser salada y amarga el agua de la luz? ¿Puede ser de agua el bochorno del puerto al mediodía? En cualquier caso, me parece que Péreztejada solo se pone realmente jarocho cuando se trata del calor, o del ron; o sea, cuando viene a cuento algo que emborracha, no importa si a palmeras o a... borrachos. En lo demás parece marinero de agua dulce, obsesionado por la claridad y la frescura, cuando no directamente por los parques y las fuentes, como cualquier poeta urbano, como el poeta urbano que en el fondo es. Pero he dicho “en lo demás”. Con ello quiero simplemente señalar que la modestia de su mirada no siempre significa modestia de sus paisajes. Con ojos entrecerrados también se mira el firmamento.

Aun así, la modestia es una elección muy peculiar cuando se está frente al mar. En “Posibilidades”, un poema que no aparece en La casa de la pereza, dice Péreztejada:

Cualquier puerto,
todas las playas,
ofrecen dos opciones:
emprender el viaje
o esperar la llegada de alguien.
Ser el barco o el faro.
Y tomar en cuenta la existencia
del naufragio y el olvido.

Ambas elecciones tienen sus riesgos, pero ya se ve, como decía antes, que una es dramática y la otra no: ser olvidado es lo contrario de tener un destino trágico; morir ahogado, en cambio, tiene la nobleza poética de Shelley y de la desconocida del Sena; en medio de ambas cosas, el náufrago es el que sobrevive, el que, finalmente, cuenta la historia, como el Crusoe de Defoe y el Ismael de Melville. ¿Y no será que, a fin de cuentas, ser olvidado es otra forma de no tener gran cosa que recordar? Así parece decirlo el poema que abre el libro y que se llama, entre burlas y veras, “Vertiente del Golfo”:

Este poema crece en el aire
caluroso
        medio nublado
                con lluvias ligeras
de Punta Jerez
        a Punta Delgada
pasa por los puertos de Veracruz y Coatzacoalcos
Este poema
pronóstico de mi tiempo
no señala cambios en su temperatura
al leerlo aparece
la vastedad de mi pequeña visión

Pero esa “pequeña visión” no es del todo la de un hombre, con una historia o un destino que contar. Escuchen, para el caso, este “Deslinde”:

Soy el pescador ribereño
Mi signo es la incierta lumbre
de las lindes
mi identidad
los puertos y las playas
No alardeo de conocer el mar
Soy
en donde y con quien juegan los filos

¿Los filos? Pareciera que la palabra “filos” está allí en nombre de “brillos” o de “orillas”. Y así podría tratarse del destello de algo que rebasa al poeta, de algo que le queda más allá y que definitivamente no es él mismo. Soy el lugar donde esto ocurre, dice, como quien se declara medio de un suceso, medium de una aparición. Pero difícilmente se trata aquí de un hombre: donde ocurren los filos es un sitio, no un hombre. De esta manera, el más allá de Péreztejada es el terreno de prueba que hay aquí: un lugar más bien tranquilo. No un farallón sino un playón (el “Playón de Hornos” de uno de sus poemas). No un yo, pues, que pudiera revelarse en un destino, una psicología o un carácter, sino apenas un lugar desmemoriado en la geografía de la costa.  Y a veces ni siquiera eso. Un poco más adelante hay un poema sin título, de apenas tres versos en cursivas, que dice así:

La playa es el único sitio

Donde estoy al resguardo
De la orilla del mar

Otros tres versos, arrancados de la tercera parte de “Breves abismos”, dicen la misma cosa:

Entre una orilla y la otra
siempre se puede escoger
¿Qué hacer cuando es La orilla?

Estas líneas representan dos de los raros momentos en que Péreztejada nos deja adivinar que el sedentarismo playero le viene de una especie de terror numinoso que no sé si llamar, cristianamente, humildad, pereza, o francamente —por ponerlo en términos más directamente monacales— acidia. Todo lo cual no va, sin embargo, sin algún humor cortés y pastichero. Su “Graznido” dice, por ejemplo:

He visto a los mejores cuerpos de mi generación
formados por los aeróbicos
embarrados de bronceador
reventados
desnudos
asoleándose en la playa

Pero este hombre, tan poco hombre y tan lugar desmemoriado, no podía dejar de sentir la influencia del lenguaje que lo habita. Quiero decir, no podría resistir la tentación de hacer de sus meditaciones, más que un objeto de la mente, un ejercicio del oído. En sus poemas abundan los juegos de palabras, a veces serios, pero a menudo francamente descarados. De los primeros cito éstos, tomados de la sección “Carteles”:

El cometa es una gota de agua muy prendida

Las cataratas y la nube son enfermedades de la luz

Los luceros estanque trinan

Sirena morena mina de luna serena

De los segundos, el undécimo fragmento de la serie sobre los “Pichos”, que, después de ponerse increíblemente seria y profunda, de pronto rompe a cantar así:

La hembra del picho
no es la picha

Pero lo guasón no quita lo perezoso. Aun en sus poemas más descarados el poeta tiene siempre la sensación pecaminosa de la acidia, por anónima y desmemoriada que ésta sea. Su pecado es ése, y lo declara ya en el título de su libro: no sale de La casa de la pereza a ver qué dice el mar más allá de la playa, no se lanza más allá de la frontera. Porque su religión no quiere ser la del místico sino, más terrenalmente, la del hombre de fe. Y las preguntas que se hace se las hace como tal. Es el caso, por ejemplo, de un poema de amor (¿o debería decir, de desamor?), que va también sin título y en cursivas:

Cuando nos avergonzamos

de nuestros cuerpos
fuimos arrojados del paraíso
Ahora avergonzados
de nuestros sentimientos
adónde iremos

Terminaré citando uno de esos poemas que, sin renunciar al buen humor, son joyas de sabiduría terrenal. Debo aclarar, con todo, que el siguiente fragmento, extrañamente, viene justo antes de los versos sobre los pichos que acabo de citar. Dice así:

Una mujer y un hombre
son uno
Una mujer un hombre y un picho
son tres

Sí, tienen razón otros de los fragmentos sobre los pichos: “el picho es el primer sospechoso”, “más que pájaro, provocador”. Sí, el picho es el poeta, el que se mete entre el hombre y la mujer y los separa. El picho es el filo, el borde, la playa y la orilla. Péreztejada se alza en él y mira orillas para todos lados y se queda ahí, en su lugar, como un hombre de buena fe. Como un hombre que teme a Dios, como debe ser. Como un hombre de buen humor, perezoso y hasta, más que jarocho, campechano. Mira la orilla como un hombre que es un lugar. Como todo hombre, que es orilla.