No. 103 / Octubre 2017

Homenaje póstumo

Washington Benavides:
El poeta y el mentor (1930-2017)


Diego Techeira





Ante la muerte de Washington Benavides, ocurrida el pasado 24 de setiembre, me enfrento a distintos planos de mi relación con él, lo que dificulta el abordaje del tema porque se intrincan en mi mente la memoria de un poeta casi icónico que me acompaña desde mi temprana niñez (relacionado con la creación de canciones que hoy forman parte del repertorio más arraigado entre los uruguayos), la del amigo y mentor, que estimulara mi interés por la creación poética, la del promotor de nuestra identidad (o de parte de nuestra identidad) a través de su trabajo como conductor radial, y la del profesor (dentro y fuera de las aulas, dentro y fuera de sus propios libros). Finalmente, la del creador que viene siendo, desde 2003, objeto de mi estudio y de numerosas publicaciones que llevan mi firma, de los cuales la antología poética titulada Sansueña (cuyos selección y prólogo estuvieron a mi cargo), editada por el por el Fondo de Cultura Económica de México, me llena especialmente de orgullo, pues se trata del primer libro del gran poeta que se edita con merecida proyección internacional.

Su nombre cobró notoriedad para mí cuando, con ocho, nueve años, lo leí en algunos discos que mis padres adquirieron durante una residencia familiar de dos años (entre 1974 y 1976) en Argentina. Las contratapas de aquellos long plays de Los Olimareños y Viglietti, y de algún disco “simple” de Zitarrosa, registraban a Washington Benavides como autor de algunas de las canciones que más me conmovían. Aún hoy puedo visualizar aquellas contratapas: el color, la tipografía y en el caso del disco Canciones chuecas de Viglietti, la presentación desplegable con todos los textos en su interior (¡maravillosa excepción por entonces!). “Flor del bañado”, “Ding-Hug, juglar”, “Muchacha campesina”, “Como un jazmín del país”, iban acompañadas por el nombre de Washington Benavides como autor de sus textos.

Ya con 12 años, siendo un oyente fiel de sus programas en CX30, La Radio (el bastión más importante de la resistencia), tuve oportunidad de conocerlo en persona, gracias a un concurso en el que salí premiado. Al otro día (un lunes) me presenté sin imaginar que mi verdadera fortuna sería la de conocer a quien se transformaría en mentor informal de aquel púber con sueños de compositor. Para entonces, eran muchas más las canciones de Benavides que me conquistaban. Y el poeta, a quien acerqué mis primeros intentos creativos, sin juzgarlos, me obsequiaba libros y hasta me prestaba alguno de su propia biblioteca. “Cuidalo como a tu vida”, me dijo al prestarme la antología poética de Raúl González Tuñón editada por Losada, y ese fue un mojón en mi vida: a partir de su lectura impuse a mi creación un rigor mayor, y ya no la orienté hacia el texto de canción. El casi niño que aspiraba a compositor, que empezaba a escribir y nunca leía, se dedicó a la lectura concienzuda. No devoraba libros; los estudiaba, como un cabalista, para descifrar sus misterios. No he sido nunca, por lo tanto, un lector enciclopédico, pero he sido un re-lector empedernido, inquisidor, hasta hoy.

En su cotidiano, Benavides mantuvo siempre la condición de orientador (el término me gusta más que “maestro” o “docente”, que sugieren un formalismo que no va con él). Su charla, siempre desbordada de referencias literarias y musicales, no difería de su propia escritura, en la que “la guitarra de Gabino” (Ezeiza, payador afro-argentino) contrapuntea con “el arpa del rey David”, según declara en su poema “Diferencias”. Las citas y referencias literarias se vinculan en su discurso de un modo absolutamente natural con lo cotidiano, algo que no debe sorprendernos si consideramos que desde su infancia los libros fueron sus amigos fieles durante los largos períodos de enclaustramiento a los que se veía obligado cada año por causa del asma. El niño que con 9 años leyera el Quijote conduciría al poeta erudito para el cual, tal como he escrito antes:

Como en el caso de Borges, la permanente recurrencia a citas, interpolaciones, alusiones (a veces elípticas) derivadas de su condición de ávido lector, no responde a un interés de lucimiento intelectual, a un presuntuoso propósito de deslumbrar o de dejar al lector por fuera. Su relación con los libros se remonta a tan temprana edad que ha pasado a formar parte de su vida con la más absoluta normalidad; le resultaría prácticamente imposible no hacer referencia a sus lecturas porque éstas hacen, desde que puede recordar, parte de su vida cotidiana tanto como la luz del sol que entra por su ventana, una mesa con platos y cubiertos, el sonido de una guitarra, la familia, los amigos, la biblioteca desbordada de libros.1

En ese universo cotidiano se enmarca también la relación del poeta con algunos de sus jóvenes alumnos de secundaria a fines de los años 60 e inicios de los 70, quienes hicieron un segundo hogar en casa de aquel profesor que los recibía para compartir con ellos lecturas, músicas, opiniones... y el refrigerador. De aquella comunión surgirían destacados exponentes de la cultura uruguaya, fundamentalmente de la canción (Darnauchans, Carlos Benavides (sobrino del poeta), Numa Moraes, Larbanois, Carlos da Silveira, Eduardo Milán, Tomás de Mattos, son algunos de sus nombres).

Fue precisamente la relación creativa con algunos de aquellos jóvenes, y también la que mantuvo con Zitarrosa (muy particularmente), la que condujo a los gendarmes de la dictadura a destituirlo como docente de secundaria, tras lo cual debió migrar desde su Tacuarembó natal a Montevideo, donde residiría por el resto de su vida.





Si hablamos de su poética, habría que destacar, aparte de esa simbiosis entre lo culto y lo popular, la preocupación constante por el lugar del creador en el mundo y la de su relación con el hombre, al que no ve de un modo abstracto sino (ni más ni menos) como persona, constructor humilde de su propia historia y humilde constructor de una historia en común:

Ni un tercer ojo ni un lucero
en la frente. Es el hermano de Caín
y Abel. Trata de unirlos en su pecho.

Y así como el individuo es un “albañil de los dioses” en la construcción de una trama temporal que se desarrolla constantemente y entre todos, el poeta es visto como un “aspirante a tejedor” que con palabras puede contribuir a la elaboración de un entramado textual que se elabora con el aporte de cada escribiente, que tiende “vasos comunicantes” entre aspectos diversos de lo real, a través del “fragmento” que le corresponde en la creación. Su idea de la historia y su idea de la creación artística están atravesadas por una conciencia de continuidad.

Parece adoptar la concepción borgeana de la literatura como único texto construido por todas las obras (incluso la influencia de cualquier obra sobre las que le precedieron), así como la vida de cada ser humano se integra a una historia única. Cada escribiente, cada hombre o mujer, participa de una realidad que lo abarca y lo trasciende.2

Respecto al creador, Benavides establece otros paralelismos. Se destacan especialmente el que lo relaciona con el albatros de Baudelaire: “un ave rara” que representa su desarraigo respecto a una sociedad que lo rechaza, como a todo aquel que se distingue de lo “normal”. También el que lo compara con un apóstata, quien dice “no” al lenguaje de la tribu y prefiere confrontar lo convencional. Por otro lado, “ilustra, en la figura de Hokusai, la pasión por la búsqueda incansable del gesto creativo que se confunda con la vida”.3

Ya alguna vez he planteado la dificultad para abarcar a Benavides en todas sus dimensiones. Se nos queda en el tintero su condición de “central poética” donde confluyen distintos heterónimos, entre los cuales destaco a Pedro Agudo, quien surgiera a la par de la creación propia (tal vez al amparo de los “complementarios” de Machado). También merecería un importante espacio su creación como autor de canciones, con las que alcanza el millar de registros como autor.

Todo eso me hizo escribir en algún momento (como una suerte de acercamiento poético) sobre Washington Benavides y su obra: la página es una luna de azogue por donde cada quien accede a su propio país de maravillas: un ideograma del silencio. Para inventar todos los mundos que le quepan dentro: la biblioteca de Babel. [...] Como en un sueño en el que Scherezada soñara otros mil sueños que contienen su sueño y se contienen, mutuamente todos a la vez”.






***


Anexo. Lectura a Washington en dos momentos


Estos dos textos de Diego Techeira fueron publicados anteriormente en el Periódico de Poesía y se presentan aquí corregidos por el autor; son dos lecturas a Benavides que, al haber sido actualizadas, conjuntan y cristalizan las perspectivas del antes y del ahora.



El grito y el eco

En el libro Murciélagos (1981) Washington Benavides hace eco de un grito lanzado en la Irlanda del siglo VII por el apóstol San Patricio. El recurso de la temática religiosa es permanente en la obra del poeta uruguayo, pero se trata de una religiosidad “pagana” (si cabe el término), que impregna la cotidianeidad “secular” del ciudadano común, que es el protagonista del mencionado libro, y que, personificado por el propio poeta, se enfrenta, como los antiguos ermitaños, a los poderes nefastos que amenazaban su vida (recordemos que por esos días la dictadura militar parecía consolidada a fuerza de infundir y difundir el terror —quién que lo haya vivido no recuerda las angustiosas cadenas de la DINARP— y, con él, el silencio).

Es así que Benavides aprovecha el poema “El grito del ciervo”, de San Patricio, para “renovarlo” y contextualizarlo en la realidad social de un Uruguay (más específicamente podríamos decir de una Montevideo) que justificaba la necesidad de creer en un “más allá” de esa cotidiana opresión.

“El grito del ciervo” lo habría escrito el apóstol a fin de “lograr protección para él y sus monjes contra mortales enemigos que acechaban a los clérigos”, dice el comentario que acompaña un antiguo manuscrito del poema, citado en la edición española de José Janés Editor de 1952. Se dice además que el himno era conocido también bajo el título “Peto de San Patricio”.

Se trata de una oración, una invocación a las fuerzas celestiales a modo de protección o salvaguarda. Un conjuro contra las acechanzas del mundo:

Contra los falsos profetas y sus hechizos,
contra la negra ley de los paganos,
la falsa ley de herejes
y el ingenio de idólatras…

Es esa condición la que permite adjudicar al poema su título de “peto”, de resguardo del corazón, de lo más vital del hombre. No difiere de las oraciones que podemos hoy en día leer al reverso de algunas estampitas cristianas para que su recitado nos logre el favor del santo ilustrado en ellas.

“Me levanto este día / con la fuerza de Dios que me defienda”, cita Benavides a modo de epígrafe. La oración nos coloca en una cotidianeidad inmediata. La actividad de despertar cada mañana es reforzada por el religioso, con la también cotidiana, para él, advocación a las fuerzas que le impidan dejarse vencer por la adversidad, que representa la oración. En el caso de Benavides la oración parece no poder elevarse a un plano trascendente:

Me levanto este día
San Patricio
y echo mano
al peto y su armadura
y sólo encuentro
el cuarto de costumbre
la grieta en la pared
más pronunciada.

Lo adverso en el poema de Benavides no es producto de enemigos invisibles, pertenecientes a un plano que esté por encima de la concreta, material realidad

donde todos parecen enemigos
entre el polvo
la polución
la gente
los autobuses trepidantes
en el sistema circulatorio
del Día de la Ira.

Es por ello que el poeta decide renovar el antiguo grito de un santo del siglo VII. En el nuevo contexto, parece que la voz más que elevarse se resigna con abatimiento cuando despierta a lo que parece el empecinado prolongarse de la decadencia.

La religiosidad se recompone, sin embargo, asumida no pasivamente sino como actitud personal. Decide adoptar como suyas estas palabras del apóstol:

Me levanto este día
fuerte como el amor del querubín
la obediencia del ángel
y el alado servicio del arcángel…

De ese modo, lo que en San Patricio era una manera de atraerse el beneplácito de la divinidad, en Benavides se resuelve en la decisión moral de recomponerse ante lo adverso, y allí donde el apóstol invoca

…al Dios Trino
con fe en su Trinidad,
la unidad confesando
del Creador de las cosas

Benavides decide, en su versión, apoyar su fe en los iguales a él, también abatidos por un día a día que los desgasta y los irrita, sabiendo que él mismo conforma con “esos grises (los míos)” el peto que permite resistir el Día de la Ira, la batalla contra la costumbre del miedo y la destrucción.


El grito del ciervo
Por San Patricio

Me levanto este día
con la fuerza que siento invocando al Dios Trino;
con fe en su Trinidad,
la unidad confesando
del Creador de las cosas.

Me levanto este día,
fuerte por el nacer de Cristo y su bautismo,
por su crucifixión y su sepulcro,
por su resurrección y su ascensión; y fuerte
por su deceso el Día del Juicio.

Me levanto este día,
fuerte con el amor del querubín,
la obediencia del ángel
y el alado servicio del arcángel.
Tras la resurrección, mi galardón espero;
espero peces de los Patriarcas,
augurios de los Profetas,
predicación de los Apóstoles
fe de los Confesores,
inocencia de las Vírgenes benditas
proezas de los justos.

Me levanto este día
con el vigor del cielo:
con el fulgor del Sol,
el brillo de la Luna
y el esplendor del fuego;
con presteza de rayo,
celeridad de viento,
profundidad de mar;
con solidez de roca
y firmeza de tierra.

Me levanto este día
con la fuerza de Dios que me defienda,
con el poder de Dios que me sustente
y la sabiduría de Dios para guiarme;
con el ojo de Dios que me preceda
y el oído de Dios para escucharme;
la palabra de Dios hablando de mí
y su mano amparándome
su escudo protegiéndome
y las huestes de Dios para guardarme
de redes del demonio,
de tentación de vicios,
de cuanto algún mal me desearen,
a lo lejos o cerca,
muchos o solitarios.

A tales potestades, frente al mal, hoy invoco,
frente a aquellos crueles poderes que se opongan a mi cuerpo y mi alma,
contra falsos profetas y su hechizo;
contra la negra ley de los paganos,
la falsa ley de herejes
y el ingenio de idólatras;
contra los sortilegios de mujeres, herreros y adivinos,
y la sabiduría que corrompe alma y cuerpo.

Tenga hoy por escudo al mismo Cristo:
me libre de ponzoña y de las llamas,
de la muerte en el agua, de verme mal herido:
y así, gran galardón un día alcance.
Cristo conmigo; Cristo frente a mí y a mi espalda;
cristo en mí, y a mis plantas, y sobre mi cabeza;
Cristo a mi diestra y Cristo a mi siniestra;
cristo cuando me acuesto, me siento o me levanto;
Cristo en el corazón del que en mí piense
y en la boca de cuantos de mí hablen;
Cristo en todos los ojos que me vean
y en todos los oídos que quieran escucharme.

Me levanto este día
con la fuerza que siento invocando al Dios Trino;
con fe en su Trinidad,
la unidad confesando
del Creador de las cosas.
Domini est salus. Domini est salus. Christi est salus.
Salus tua, Domine, sit semper nobiscum. Amen.

                                    



El grito del ciervo renovado

                                      Me levanto este día
                                      con la fuerza de Dios que me defienda
                                      San Patricio (Siglo VII. Irlanda)

Me levanto este día
San Patricio
y echo mano
al peto con su cruz
al alma y su armadura
y sólo encuentro
al cuarto de costumbre
la grieta en la pared
más pronunciada.

“Me levanto este día
fuerte con el amor del querubín
la obediencia del ángel
y el alado servicio del arcángel…”

San Patricio.

Me levanto.
Salgo a la calle.
A la batalla salgo.
Donde todos parecen enemigos
entre el polvo
la polución
la gente
los autobuses trepidantes
en el sistema circulatorio
del Día de la Ira.

Salgo a la calle
(y el quinto jinete es el miedo)
a la batalla salgo.
Sé cuáles son los míos.
Gastan zapatos de muchas mediasuelas.
Van irritados (del Día de la Ira)
Fijado el pensamiento
con clavos económicos.
Me levanto este día.
San Patricio.
Y esos grises (los míos)
me sostienen.
Son mi peto infranqueable
mi baciyelmo
puro.


***


Otras perspectivas de Benavides


La poesía de Washington Benavides tiene algo de puente o de vaso comunicante. Una primera evidencia de esto se relaciona con el carácter dialógico que se establece en ella con la historia de la literatura. No son pocos los lectores que se han acercado a otros autores gracias a la participación que Benavides les otorga a lo largo de su obra, tanto a través de citas como de referencias explícitas o no. En otra publicación hemos mencionado ya su concepción de la obra individual (una trama más en el tejido) como un aporte al texto único que constituye la literatura en su total dimensión histórica.4

Tan importantes como las literarias, son, sin embargo, las referencias de otro tipo que impregnan su discurso, tornando a Benavides en un artista que parece manejarse con la palabra posicionándose desde otras disciplinas. Él mismo no ha dejado de señalar que su primera inclinación artística fue hacia la pintura, con notable destreza, según recuerda, ilustrándolo con la anécdota acerca de una maestra de primaria que se negaba a creer que el retrato de José Pedro Varela presentado por aquel niño de 7 u 8 años como tarea escolar fuese obra de su propia mano.

Tampoco, evidentemente, es posible olvidar su relación con la música (“mi madre”, la bautizó; no olvidemos que su padre fue un importante recopilador del folclore musical del norte uruguayo). Esta relación lo ubica en la cima de los poetas que en nuestro país han alimentado al cancionero popular, con una producción que ronda el entorno del millar de textos, musicalizados por diferentes exponentes de nuestro canto. Él mismo ha sido musicalizador de textos ajenos (Antonio Machado, Manuel Rugeles, Francisco Luis Bernárdez, etc.) y propios, aunque entre éstos últimos, con generoso desapego, registró la autoría musical a nombre de algunos de esos jóvenes músicos que supieron tenerlo como referente en su natal Tacuarembó.

Podemos decir, por lo tanto, que estas dos disciplinas han forjado su identidad creadora, y que a través de su obra asoman otros dos Benavides, aparte del poeta: el músico y el pintor.

Puede que estas dos vocaciones no se desarrollaran en un corpus de sus correspondientes disciplinas, pero una lectura atenta del poeta proporciona múltiples asomos del latente artista plástico y del músico, también por la vía de las referencias y los diálogos con quienes se desempeñaron en ellas.

Motivos puramente personales me llevan a elegir a Murciélagos5 como el libro con el que iniciar la exploración. Fue este el primero de sus libros que leí, siendo adolescente, y lo primero que me impactó al tenerlo en mis manos fue su carátula. Una hermosa pintura de Paul Klee, no otra cosa que un poema transformado en una sinfonía plástica, posible de contemplar también por el oído: un susurro de voces armonizado en colores.

En los textos de este libro, sin maniqueísmos ni poses de heroísmo, se cuestiona el poeta su papel en el mundo, entendido éste no como un mero espacio físico sino social y también (desde una soledad que se vivencia casi como una mutilación del ser) ontológico. En este libro, se nos presenta esta singular imagen:

Yo voy lleno de música
y de verso.

Quiero decir: lleno de mundo
y de vigilia…

Una unidad no exenta de religiosidad (en un sentido etimológico) que se desdobla en la conciencia del poeta. Resulta inevitable el paralelismo que relaciona a los primeros y segundos componentes de cada par entre sí, y de ese modo el mundo deviene música y la vigilia, verso. Casi como un contrapunto en el que podemos asociar al mundo y a la música con lo inaprehensible, aquello que responde a sus propias leyes, y al verso y la vigilia con su correspondiente traducción. Es precisamente la ensoñación el vehículo que comunica al poeta de una orilla a la otra:

Cuando sobre la almohada deposito
mi parietal derecho,
viene un acorde
a transformarme el sueño…

y su labor pasa a ser la de quien (tecleando sobre el “piano deletéreo” de su máquina de escribir) transcribe en palabras la escurridiza música de lo real. “Viene un acorde a trastornarme el sueño…”, dice el poeta. Es el acorde perdido que atraviesa su obra. Volveremos a ello más adelante.

La música, a través de “J.S.B. revisited”, se torna representativa de aquella idea antes mencionada del tiempo del hombre como fragmento de una historia que los contiene a todos, de la obra individual como porción de una creación colectiva. El artista, esta vez intérprete, devuelve la temporalidad a la obra silenciada; “lee admirado los papeles viejos” (como quien contempla la música, como quien la oye por sus ojos) y la felicidad que despierta en él la sola visión de aquellas partituras lo extasía:

era como si un náufrago
viera en el horizonte una vela

La imagen de la trascendencia, y eso es uno de los aspectos destacados en la poética de Benavides, se presenta a través de paralelismos con lo más simple, con lo más elemental:

El joven músico
tecleaba en las parroquias
aquellas fugas que eran sonidos
en el tiempo de la felicidad
más duradera; en el tiempo, el
trabajo cumplido, despojado
de todo apetito personal,
vuelto el lazo que ata la gavilla,
la suela nueva del zapato viejo,
el manto del invierno, el plato
de caldo para un convaleciente.

El poema se cierra, así, con una asociación de imágenes que dibujan en la mente del receptor lo podríamos definir, en términos plásticos, como “bodegón”. Es usual en Benavides proponer un contexto visual (plástico) para establecer el marco histórico en el poema. Otro ejemplo de ello lo hallamos en el poema “Historia gótica”. Y en el que tal vez sea el mejor texto del libro, Los asuntos del mundo, la lluvia no solo parece limpiar el paisaje:

todo lo que era
acuarela borrosa, desatino,
se dibujó en el aire con una
precisión de cosa recién hecha

sino también “inaugurar” la historia, como por acto de una magia a la vez “muy vieja y muy reciente” (ya perdida la noción temporal). El mundo parece dibujarse ante los ojos del protagonista del poema (el lector, el hombre en la caverna, el caballero andante, el poeta) vueltos a su “estado salvaje”, tal como reivindicara el surrealismo.

Me interesa considerar a continuación el texto “Homo faber”, que nos propone un acercamiento a la imagen plástica y su difícil condición de traducción de lo real (entiéndase: no como mera ilustración de un modelo externo sino de una realidad en la que objeto, sujeto y expresión se hacen uno). La extrema visualidad de la poesía benavideana se desarrolla aquí como el documento que registra el paso a paso de una pintura que inconforma a su autor, un intento frustrado de aprehender esa realidad escurridiza que es la propia creación:

segunda realidad (la de su obra,
desnaturalizadamente propia,
y más segura y permanente que…

(Iba a decir: que los fáciles frutos
de la tierra) Mas se contuvo.
Porque además de loco
era un hombre prudente.

Es en este punto donde el acto creador encuentra su límite, en donde parece inalcanzable el gesto creativo definitivo, permanente. El de plasmar un cuadro, una melodía, un poema, siquiera un trazo, un acorde, un punto, con la facilidad con que la naturaleza crea una manzana, un movimiento del viento entre las ramas, un chasquido en el agua.

Es la misma frustración de Hokusai, que siente, ante el potencial de la creación, su condición humana como un límite:

“…a los 110 años
todo lo que haga
                          ya sea un punto o una línea
será la vida
Pido
      a quien me sobreviva
                                     que compruebe
si cumplo mi palabra”
A los 89 se murió renegando
                                          “sólo un poquito
sólo un poquito más y seré
                                       de veras un pintor”.

Estas dramáticas líneas se distribuyen espacialmente —como buena parte de los textos que componen el libro que lleva por título el nombre del pintor japonés—6 de un modo que los identifica notoriamente en su aspecto visual, al punto de que es posible con solo verlos reconocer la procedencia bibliográfica. Ningún otro libro de Washington Benavides presenta esa característica distribución “plástica” de los versos.

De más está decir que uno de los ejes fundamentales en ese poemario lo constituye el designio del artista, su desgarrada condición interna, fruto de esos límites ineludibles que vienen dados al hombre con la vida y de la aspiración a trascenderlos. Hokusai, el pintor japonés, se transforma entonces en el protagonista de una fábula (y la fábula coincide con su propia vida) acerca de la condición del artista. Hokusai será también un ejemplo: el del artista que no se conforma, sabedor de que siempre hay una posibilidad mejor más allá de los límites de uno mismo. Si el promedio de la vida del hombre fuese de 120 años y Hokusai los hubiese alcanzado, probablemente, para lograr “ser de veras un pintor”, habría aspirado a vivir 150, y pedido de todos modos “sólo un poquito más”.

Otro poema significativo de este libro es “Amanecer con urracas”, que evoca la representación plástica de la escena, a través de un título que reconocemos como convencional en la pintura. (No cuesta demasiado relacionar la disposición de sus versos con las enérgicas pinceladas de Van Gogh en su maravilloso “Campo de trigos con un vuelo de cuervos”.)

Pasando al libro Fontefrida,7 la belleza visual de una imagen en el poema con que se abre me atrajo muy particularmente desde el momento de mi primera lectura:

Pasó una abeja patinando en la luz.

Es tan intensa la visualización que impone, que hasta se puede oír el zumbido del vuelo. No dudo en señalar este verso como uno de los mejores que he leído en mi vida, por lo vívido de la imagen (que recuerda a los “látigos de acero” con que Eduardo Acevedo Díaz —otro escritor que se destaca por lo intensamente visual de su literatura— se refería a la descarga de municiones). La sentencia de Ezra Pound: “cada verso debe ser una imagen que se vea” obtiene un contundente ejemplo en el de Benavides, quien, para acompañar lo citado, agrega:

Un saltamontes verde
violinista frustrado de un relato de Hoffman
desclavija sus élitros.

Parece componer un poema sinfónico, en donde el sonido no depende de la musicalidad de las palabras sino de las imágenes visuales. La inserción del lector en esa realidad trasciende lo meramente conceptual: el poeta parece tener intención no solo de hacernos a la idea de lo que describe sino de instalarnos allí.

Retomamos en este punto el acorde perdido, que habíamos mencionado antes. Una imagen inspirada en el título de un disco de Moody Blues sirve a Benavides como metáfora de la creación, y aquí es el músico el que se luce detrás de su filosofía de la concepción artística: la búsqueda de lo que nunca alcanzaremos, pero el arte nos acerca lo suficiente como para negarnos a desistir. El acorde perdido es el “poquito más” que hubiera ansiado Hokusai de haber sido músico.

La comunión entre lo visual y lo auditivo la hallamos en otro texto de Benavides que parece, curiosamente, imponer la idea del silencio, esta vez en el libro Los Sueños de la Razón.8 Un mundo paralizado se transforma en un cuadro o una instantánea fotográfica de lo intemporal, o tal vez de lo que carece de vida (recordemos que la temporalidad es la condición que define lo vital). En ese cuadro el sonido que emite una canilla rota amplifica, por contraste, el silencio y la quietud, el testigo mismo queda absorbido por lo aséptico de la escena. “Nadie” es el título del poema, y lo que interesa destacar a los efectos de lo que vamos analizando en la obra de Benavides es, nuevamente, el meticuloso cuadro que pinta, y la sugestión de ese silencio que parece capturar incluso a ese goteo que “vemos” más que oímos. Es casi como si Veermer se hubiera trasladado a una plaza de Tacuarembó y hubiese plasmado esa cotidiana intemporalidad.

En otro libro, Poemas de la ciega,9 el lento tránsito de las imágenes pasa desde el idílico paisaje de un mundo tan perfecto que parece acabado de hacer, a una estética visualmente expresionista, con un concentrado interés en el detalle que delata la destrucción, la dilución o distorsión de esa realidad en un cuadro que plasma la desesperación, la decadencia. El poeta se nos presenta como un testigo que documenta en imágenes visuales, y en pocos cuadros, el trauma de la inundación. No le interesa hacer una crónica, lo que quiere es darlo a ver.

Emprender un análisis detallado de todos sus libros relacionando la estética benavideana a la pintura y a la música requeriría de un espacio que supera en mucho las posibilidades del presente artículo. Solamente el reseñar a los pintores y músicos que aparecen a lo largo de su obra, resultaría fatigoso al lector, pero hagamos una enumeración concisa como botón de muestra: Mozart, Dylan, Beatles, Serrat, Morrison, Zitarrosa, Corelli, Monteverdi, Picasso, Dalí, Velázquez, el Bosco…

Ni que hablar necesitamos de su relación con la música a través de su trabajo como autor de canciones, algo que también supera las intenciones de este artículo, pero sobre lo cual hemos escrito en otro lugar. Sin embargo, me interesa destacar que en dichos textos se mantiene el interés de Benavides por plasmar imágenes visuales con la cuidada precisión del artista plástico que el poeta lleva integrado. Un par de sus textos me vienen en este momento a la memoria (“Marinero de Barradas” y “Milonga de aparecidos”) como sendos homenajes a dos de los mejores exponentes de la pintura nacional. El nombre del primero se incluye en el título de la canción; el segundo, es mencionado al inicio de otro texto que parece reclamar su configuración al óleo:

Bajo una inmensa luna
los ranchos del misterio,
arqueados como en cuadros
de José Cúneo, vi...

No quiero dejar de señalar, por cierto, la relación creativa que ha llevado adelante con Pablo Benavídez, su hijo, quien ha sabido desempeñarse notablemente como ilustrador de carátulas de discos y libros, entre los que conviene destacar El Mirlo y la Misa, La Luna Negra y el Profesor, El Molino y el Agua, Lección de Exorcista, entre otros, si hablamos de libros editados por el poeta Benavides.

Pero también, y más importante todavía, existe la edición de un libro que poco ha circulado en el mercado, por tratarse de una edición del Sindicato Médico del Uruguay, destinada fundamentalmente a llegar a sus agremiados. En Dracmas11 (tal es el título del libro), la antigua moneda funciona como imagen de una duplicidad que se resuelve en unidad. A la vez, fonéticamente, remite al carácter de los textos, que también duplican su condición de drama en una redacción que confunde, formalmente, lo poético y lo narrativo (Benavides ha desarrollado un especial interés por el poema narrativo, tan característico de la literatura norteamericana contemporánea), pero además lo real y lo imaginario, el ensueño y la realidad convencional.

A nivel de identidades también hallamos esa duplicidad en la autoría: Benavides y Benavídez, padre e hijo, poeta y pintor. En este libro el poeta cede su vocación plástica a Pablo Benavídez, quien de algún modo vino a compensar el abandono de esa primigenia vocación del poeta.

Esto no pretende ser más que una mínima exposición de los dos artistas subyacentes en el poeta Washington Benavides: uno, el plástico y otro, el músico, que alimentan de otras fuentes al erudito niño de Tacuarembó, asmático y ávido lector, que vivía prendido a la radio y dibujando, y al que hemos podido ver como un joven octogenario transitar las calles de la capital.



1 Techeira, Diego, en La Voz y el Conjuro. Washington Benavides y su obra. Solazul ediciones. Montevideo, 2010.
2 Ídem.
3 Del prólogo a Benavides, Washington. Sansueña, antología poética. Fondo de Cultura Económica. México, 2016.
4 La Voz y el Conjuro: Washington Benavides y su obra. Solazul Ediciones, 2010.
5 Ediciones de la Banda Oriental, 1981.
6 Hokusai. Ediciones de la Banda Oriental, 1975.
7 Ediciones de la Banda Oriental, 1978.
8 Ediciones de la Banda Oriental, 1987.
9 Ediciones de la Banda Oriental, 1968.
10 Washington Benavides. Tanta vida en cuatro versos. Un cancionero. Selección y prólogo de Diego Techeira. Solazul ediciones. Montevideo, 2013.
11 Sindicato Médico del Uruguay, 2005.