No. 103 / Octubre 2017
Leer un poema...
 

"sábado y julio" de Manuel Andrade

 

Carmen Villoro


La poesía tiene la propiedad de detener el tiempo. De pronto, en medio de la prisa urbana propia del estilo de vida de nuestro acelerado siglo XXI, una vivencia sensorial nos devuelve la ficción de eternidad. El río de los acontecimientos detiene su curso para mostrar ese estanque atemporal y quieto que es el poema. ¿De qué está hecho ese ojo de líquida y callada luz que se organiza en círculos concéntricos no hacia la progresión sino hacia la profundidad? ¿Por qué el lenguaje de la poesía no viene del pasado ni camina hacia el futuro como el del relato? ¿De qué carne está hecho ese ombligo de vida pura, ese instante? Puede ser que su naturaleza provenga del aroma de alguno de los “frutos mordidos” que paladeamos siempre en presente, su dulzura perdida casi en el instante mismo en que se aprehende; quizá el leve roce de la brisa sobre la piel desnuda, al aire, la ligereza ardiente que no puede repetirse, o la nota fugaz de alguna melodía sean los responsables, o esa imagen pequeña, trivial, como la de una hoja que se levanta así del tallo, pletórica de intensidad, sea la materia de la rara y particular manera en que se escribe la poesía. Lo cierto es que su lenguaje nos brinda esa pausa sensible, ese paréntesis extraordinario en la vida ordinaria que no solo disminuye el ritmo sino que lo sostiene cálidamente en una dimensión distinta. Reivindica con ello, la poesía, otra manera de estar en este mundo, dándole significado a los hechos y las escenas de la vida cotidiana.

Un poema que muestra esta cualidad silenciadora y aquietante de la poesía es “sábado y julio”, de Manuel Andrade, que encontré adormilado en la página 78 de su libro Frutos mordidos, de Trilce ediciones. Ya el título nos sitúa en dos niveles temporales: el día y el mes. ¿Cómo conviven día y mes en el poema? Lo hacen en un instante de ese día, quizá de madrugada, instante que no habrá de repetirse en ningún otro momento de ese día ni jamás, porque está cargado de una atmósfera que solo puede darse en ese instante en que se vive y se nombra la experiencia. Lo transcribo:
 
sábado y julio

el viento biselado del matinal crepúsculo
dibuja un árbol quieto
en la calle sin sombra.

vaga y real, en presente,
sube la sangre a la primicia alegre
a su gobierno dócil, sin ayer.

está naciendo el día con las voces gangosas
de las palomas y los trenes.

llueve tan lento que la luz se estanca y permanece.

entre el vapor, la voz desliza balbuceos,
la noche desaparece, el sueño se olvida,
la vida en el sedante presagio de la niebla
innecesaria, ajena, indiferente—
es un cable de luz perlado de rocío.
 

En el primer verso el poeta nos habla del matinal crepúsculo: contradicción que crea un escenario irremplazable donde algo muere y nace al mismo tiempo. El crepúsculo trae la oscuridad, termina una jornada, pero la mañana bautiza ese momento de comienzo. Es justo la frontera donde las sombras se diluyen y algo nuevo comienza a despertarse y a desperezarse. No hay sombra porque tampoco hay sol, y sin embargo todo es sombra lo suficientemente esclarecida para distinguir formas: el árbol que parece ser dibujado por el viento frío, “biselado” que lo recorta contra un fondo más claro y amplio.
Repito la segunda estrofa:
 
 
vaga y real, en presente,
sube la sangre a la primicia alegre
a su gobierno dócil, sin ayer.
 

Aquí todo es presente; lo festeja la sangre que, siendo testigo de ese milagro atemporal, se encarama al lugar de la alegría y estalla como flor que no hace historia; solo está, total y contundente, la emoción. Es el latido sostenido en diástole.
El séptimo y octavo versos describen la creación:
 

está naciendo el día con las voces gangosas
de las palomas y los trenes.


En el nacer el día tiene ruidos que atesora el silencio: voces gangosas de palomas y trenes. Lo que sucede es único y fugaz, pero construye el Universo de una sola vez y para siempre. Gerundio detenido, la poesía.

 
llueve tan lento que la luz se estanca y permanece.


dice el noveno verso. La lentitud: el don de la belleza que se revela a la mirada de aquél que puede verla sin girar el rostro buscando derroteros. La lentitud, el magnetismo que convoca la presencia del ser ahí, total, sin distracción posible. La lentitud que cuaja la materia de la luz y la hace piedra.

 
la luz desliza balbuceos,


porque un orden se rompería con el grito o la voz altisonante. Esta armonía merece el cuidado y respeto de la prudencia humana, la mesura que impone el asombro ante lo sagrado que es esa coincidencia.
En los dos primeros versos de la última estrofa:

 
entre el vapor, la voz desliza balbuceos,
la noche desaparece, el sueño se olvida,


algo desaparece, algo se olvida, ¿la noche?, ¿el sueño? Eso que ya no existe fue borrado por la humedad que acompaña todas las transiciones mientras lo son, antes de ser lo que serán.
Y este verso:
 
la vida en el sedante presagio de la niebla


la vida que contiene la niebla es un presagio: lo que vendrá se esboza aún sin fuerza y crea un contento, no euforia destemplada, serenidad templada que ejerce sus efectos sedantes como toda promesa: la calma bienhechora; la niebla es
 

innecesaria, ajena, indiferente—


No pertenece al hombre, lo trasciende, está ahí por gracia del milagro, y sin embargo dice su verdad y el hombre ve la vida, la aprehende en esa imagen.
La vida
 

es un cable de luz perlado de rocío.


No hay más, ahí está todo: es el secreto, gracias Andrade, de la inmortalidad.