No. 103 / Octubre 2017

Notas sueltas leyendo a Seamus Heaney

Francisco Segovia


1. Watching the wheels (go round and round)

Dicen los físicos (los astrofísicos) que nuestra galaxia y su vecina más próxima, Andrómeda, se están acercando rápidamente y que llegará el día, dentro de muchos millones de años, en que se encuentren y se destruyan mutuamente; o, mejor dicho, en que se disuelvan la una en la otra, fundiéndose en una nueva súper galaxia. Cuando se alcancen entre sí, habrá un caos de proporciones literalmente astronómicas, pero no porque las estrellas de una galaxia vayan a chocar contra las de la otra. Eso ocurrirá, sin duda, pero no a gran escala, pues el espacio que media entre una estrella y otra es tan grande que por él pueden pasar libremente otras estrellas. No, no es eso. El caos, dicen los astrofísicos, vendrá de los jaloneos que se producirán entre los campos gravitatorios de una y otra galaxia. No lo producirá el choque de la materia con la materia sino el choque de la fuerza de una contra la fuerza de la otra… La fuerza de gravedad; es decir, esa cosa invisible, intangible, que da cohesión a las galaxias.

Algo muy parecido ocurre con los átomos. Están tan separados entre sí que todas las cosas deberían poder pasar las unas a través de las otras sin siquiera rozarse. Pero entre ellos también existe un campo de fuerza que les da cohesión y les permite formar materia sólida: el campo electromagnético. Si no podemos atravesar paredes no es porque nos lo impidan los átomos; es porque nos lo impide la fuerza electromagnética que hay entre ellos. Como el campo gravitatorio, el campo electromagnético es una fuerza; algo invisible, algo intangible, pero que da solidez a la materia.

Ocurren cosas parecidas, pues, en el universo de lo inmenso y en el universo de lo diminuto. Pero volvamos la mirada al universo intermedio, inmensamente más pequeño que las galaxias, pero inmensamente más grande que los átomos. El universo intermedio que propongo es un granero de Irlanda del Norte, donde un muchacho ha puesto su bicicleta de cabeza. Apoyada en el manubrio y el sillín, la bici tiene las ruedas hacia arriba. Es una posición que no les gusta a las bicicletas, pues es una posición de indefensión, como la que tiene un paciente en la mesa de operaciones. El muchacho la mira. Podría adornar sus ruedas entretejiendo un lazo entre sus rayos, pues puede meter la mano entre ellos. Pero no hace esto. En cambio, echa a girar la rueda trasera; tan rápido, que sus rayos desaparecen de la vista. Puede verse claramente lo que hay detrás de ellos. No queda ya nada entre el eje y el rin. Pero el chico lanza una papa a ese espacio vacío y la papa se hace trizas… El vacío despedaza… ¿Qué está haciendo este chico? ¿Una mera travesura? ¿Un experimento adolescente? Hay en él algo de filósofo presocrático; es decir, algo de científico, algo de místico y algo de profeta; o, para ponerlo en términos más apegados a la tradición de su pueblo, algo de bardo y algo de druida. Pero ¿qué clase de campo está descubriendo allí, qué clase de fuerza? Esto es lo que él mismo dice sobre el asunto, años después:


Ruedas dentro de ruedas

I.
La primera vez que las cosas me atraparon de veras
Fue cuando aprendí el arte de pedalear (a mano)
Una bicicleta volteada patas arriba, y conduje
Su rueda trasera con rapidez sobrenatural.
Me fascinaba la desaparición de los rayos,
La manera en que el espacio entre eje y borde
Zumbaba de transparencia. Si uno le arrojaba
Una papa, el aire metálico lanzaba
A la cara, girando, masa y llovizna;
Si uno lo tocaba con una paja, ésta repiqueteaba.
Algo en la manera en que los estribos de los pedales
Operaban al principio muy palpablemente contra uno
Y luego comenzaban a jalar la mano al frente
Rumbo a un nuevo ímpetu... : todo eso entró en mí
Como un acceso de poder libre, como si la fe
Atrapara e hiciera girar a los objetos de la fe
En una órbita limítrofe al anhelo.


II.
Pero suficiente no era bastante. De todos modos,
¿Quién vio jamás un límite en lo concedido?
En los campos más allá de nuestra casa había un pozo
(“El pozo”, le decíamos. Era, en realidad,
Un hoyo lleno de agua, con pequeños espinos
De un lado, y un lodoso limo estercolero
Del otro, por donde el ganado pisoteaba).
Eso también me fascinaba. Me fascinaba el turbio olor,
La aceitosa vida del lugar como el viejo aceite en la cadena.
A ese lugar, acto seguido, llevé mi bicicleta.
La volteé: su asiento y su manubrio tocaron
Luego el fondo suave; hice que las llantas rozaran
La superficie del agua y di vuelta a los pedales
Hasta que como rueda de molino vertiendo sobre las aspas
(Pero aquí en reversa, llevándose de corbata una “cola de caballo”)
La inmersa y mundanamente refrescante rueda trasera
Arrojó girando cordón y espuma de lodo allí ante mis ojos
Y me roció completo con mis propios barros regenerados.
Por semanas enteras conformé un nimbo de viejo resplandor.
Luego el eje se atoró, los rayos se oxidaron, la cadena se reventó.


III.
Nada volvió a alcanzar ese nivel después
Hasta que, en la arena de un circo, entre tambores y luces,
Unas vaqueras entraron rodando, cada una inmaculada
En el quieto centro de un lazo.
Perpetuum mobile. Pura pirueta.
Saltimbanquis. Bufones. Doña Blanca. ¡Vale!


Ahí está el campo de fuerza que cierra el paso, invisible pero poderoso (un “aire metálico”), y la inercia en los pedales (que hace girar “a los objetos de la fe”), y el tiro tangencial del lodo que lo baña (“una ‘cola de caballo’”)… Esta fuerza parece pasiva, defensiva. Está inmóvil en su sitio, como a la espera de lo que llegue, para rechazarlo. Señala quizá la inminencia de algo: la del poema, la del rezo, la del canto, como ocurre en otro poema de Heaney, “En el camino”, donde “el espacio vacío / del volante” de un automóvil es preludio de una visitación, de una revelación, y del canto… Pero en estos dos poemas hay algo más, algo que no hay ni en las galaxias ni en los átomos, y lo delatan justamente sus imágenes: el aire metálico, las cosas de la fe, la cola de caballo, el volante del coche, “como un trofeo torcido”… En este universo intermedio donde vive el muchacho irlandés hay algo que no es solo la fuerza natural del científico (aunque también lo sea), ni la fuerza sobrenatural del druida (aunque también lo sea); hay además otra fuerza, una fuerza diferente, que conduce al pensamiento hacia el anhelo y el deseo; una fuerza humana que conduce todo lo demás hacia lo humano. Al principio, el centro del giro que miraba era el eje de una rueda de bicicleta; al final, una vaquera que florea la reata —o, más bien, varias vaqueras que florean sus reatas en las pistas circulares de un circo: ruedas dentro de ruedas. Pero debo subrayar lo que acabo de decir: esta tercera fuerza, este nuevo campo, conduce mejor que los otros. No impide el paso, como uno esperaría, sino que, al revés, lleva las cosas de un lado a otro, las lleva “más allá”; dicho de otro modo: hace metáforas. Por eso ya no diré, como antes, que ocupa un lugar intermedio entre el campo de lo infinitamente grande y el campo de lo infinitamente pequeño. Porque este tercer campo es otra cosa y en cierto sentido engloba a los otros dos. Es el campo de lo humano, y su fuerza principal —ya lo habrán adivinado ustedes— es la poesía. Pero, una vez más, no se trata de una fuerza intermedia entre las otras fuerzas (la natural y la sobrenatural) sino que en cierto modo las engloba, pues solo en el campo de lo humano tienen sentido los otros dos campos. El campo de lo humano es el campo del sentido. Solo en él conviven, odiándose y amándose entre sí, el pensamiento analítico de Arquímedes y el pensamiento analógico de Merlín... Solo en él el vacío anuncia; solo en él despedaza…

Quizá no debiera decir que entre el eje y el rin de la rueda hay un espacio vacío sino, más bien, que hay un espacio vacante; un espacio como el que dejó el dios del cabalista Isaac Luria al retirarse de sí mismo para dejarle cancha libre a la Creación. Él también habría podido decir, como dice Heaney que dijo Sweeney en “Sweeney regresa”: “me posé en el pretil / para contemplar el tesoro de mi ausencia”.

 

2. Conversando con los muertos.

Cuando Dante hizo crepitar una ramita entre la madera sangrante,
una voz suspiró desde la sangre que hervía
como resina en la punta de las ramas verdes de una fogata.

Cuando echa raíces firmes, la cultura de un hombre culto se acostumbra a llevar la vida de las raíces. Vive a su gusto bajo tierra, dando sustrato y sustento a las flores y a las hojas de arriba, pero sin salir ella misma a la intemperie. No porque ame ocultarse sino, más bien, por timidez, porque detesta ostentarse —o quizá, simplemente, por temor a que su presencia en medio del aire se tome por vanidad y presunción. Y es que, en efecto, no falta quien se adorne a punta de citar textos famosos o mencionar grandes autores, como si estos nombres y esas citas fuesen en sí mismos la cultura. Pero no. La cultura de verdad —quiero decir, la que arraiga— es otra cosa. ¿Qué cosa? No lo sé. Quizás no mucho más que una confianza en el trato con las cosas que han dicho y hecho los demás. Dicho de otro modo, la cultura que arraiga se muestra como una familiaridad con la tradición y con la historia, pues es producto de una participación en los asuntos comunes, en las cosas que nos importan a todos, lo mismo a Pero Grullo que a Sor Juana Inés de la Cruz, a Juan de los Palotes o a San Juan de la Cruz.

En este sentido, la cultura no es sino una manera de tener presente todo eso que anda y ha andado entre nosotros, circulando. Tener presentes, por ejemplo, las palabras que cruzamos aquí, entre nos, sí, pero también las que cruzamos con todos esos otros que no son nos (que no son nos-otros). Y tener presentes, también, lo mismo las palabras de los vivos que las palabras de los muertos —que no por estar muertos dejan los muertos de ser nuestros interlocutores. Quevedo lo decía bien cuando alegaba que la lectura era una “conversación con los difuntos”. Sí, una conversación. No un monólogo. Porque también los muertos responden a nuestra voz. Y porque las palabras de todos los otros, vivos o muertos, forman parte del diálogo que establecemos los hombres con los hombres.

¿Por qué ocultar, entonces, ese diálogo? ¿Por qué enterrarlo en cuanto surge un nombre ilustre o un texto canónico? La verdad es que hay, en efecto, una manera de citar las palabras de los otros sin invitar al diálogo; más bien cerrándolo, cancelándolo. Es lo que ocurre cuando alguien cita palabras ajenas solo para adornar su propio discurso —su monólogo ya, desde el momento en que no reaviva el tizón de las palabras que repite.

Quien cita para presumir lo que sabe no sabe hablar en confianza con los otros, ni establece con ellos ninguna intimidad. Eso se nota al botepronto. Sobre todo cuando quien cita se jacta de tener —y hasta de atesorar— lo que sabe. Porque en ese caso no reconoce que eso que pretende mostrar como algo suyo, muy raro y muy precioso, es en realidad algo común, harto común. Precioso, sí, pero común… Con esto no pretendo menospreciar el esfuerzo de quien se sumerge en la cultura hasta la insondable hondura de la erudición. Lo que quiero es resaltar, simplemente, que el tesoro que el erudito desentierra nos pertenece a todos. El erudito nos muestra las joyas que nosotros no sabíamos que estaban ahí, pero que no por no saberlo dejaron nunca de ser nuestras. Lo digo, claro, porque hay eruditos que fingen que las joyas son solo de quien las encuentra; porque hay, en efecto, una manera de citar a los demás evitando la naturalidad de la conversación; porque hay, en suma, un modo de poner al servicio de nuestro discurso el discurso de los otros y, abandonando el correr natural de la conversación, ponerle punto final. Es lo que hace quien cita, más que las palabras de otro, su autoridad, su superioridad. Al hacerlo, interrumpe el diálogo: él ha dicho la última palabra.

No es eso, desde luego, lo que hace Seamus Heaney en los versos que cité arriba. Heaney no solo no rebaja la grandeza de Dante por atreverse a parafrasear sus versos sino que, trayéndolos a la conversación que tiene con nosotros, nos deja volver a oír las palabras de Dante. Son palabras que tal vez no sabíamos que seguían aquí, entre nosotros, circulando. Es lo que el propio Heaney dice que ocurre entre Dante y T.S. Eliot mientras éste escribe “Ash Wednesday”. Las cosas que Eliot toma de Dante —dice Heaney— “no son rehenes arrancados de La divina comedia y retenidos por el arte de Eliot en la ascética composición de su poema. Surgen de veras en la mente pura del poeta del siglo veinte y su estar-en-su-sitio no deriva de que su sentido haya sido transplantado desde el que tenían en la iconografía medieval”. No se trata pues de una cita erudita, ni de una mera repetición, y ni siquiera de una paráfrasis moderna. Eliot sin duda hablaría aquí de tradición; Quevedo, de conversación... Palabras vivas de una conversación también viva…

 

3. “Tradúceme algo de San Juan...”

Aunque nos lo avisa Pura López Colomé en el prólogo del libro, me sorprendió leer un poema entero de San Juan de la Cruz dentro de un poema de Seamus Heaney. No por la cita misma sino por lo que esos versos decían en español, que es lo que sigue:

Qué bien sé yo la fonte que mana y corre
aunque es de noche.

La verdad es que la presunción del primer verso no me parecía muy propia de San Juan. ¿O de veras diría él: “qué bueno soy yo para esto de saber ‘la fonte que mana y corre / aunque es de noche’”? ¿No le sobraría el acento a ese qué? Si así fuera, habría que advertírselo a la traductora, a los editores de Trilce, a la historia de la literatura. Si no, entonces yo tendría que revisar, muy en privado, la idea que tengo de San Juan. Para salir de dudas, fui a mirar lo que decía la traducción que hizo Heaney del poema de San Juan. Y lo que dice es justo lo que yo temía:

How well I know that fountain, filling, running, // although it is the night.

How well!... Esto me obligó a revisar las dos ediciones que tengo de la obra de San Juan. La primera de ellas fue publicada en México por la editorial Séneca (dirigida por José Bergamín), preparada por don José María Gallegos Rocafull y cuidada por Emilio Prados; la segunda, publicada en Chile por Cruz del Sur, fue editada por Pedro Salinas. Grandes nombres —de grandes filólogos y grandes poetas—, los de estas dos ediciones. Pero ninguna tenía el ominoso acento. Decían, tal como yo recordaba:

Que bien sé yo la fonte que mana y corre
aunque es de noche.

El verso no debe entenderse, pues, como una exclamación presuntuosa: “cuán bien conozco yo la fuente”, sino como una humilde afirmación: “pues bien conozco yo la fuente”. El inglés hubiera debido decir:

For well I know that fountain [...]

Ese qué acentuado aparece de nuevo un poco más adelante, pero solo en la versión española. La intuición poética de Heaney (o el rigor del verso) evitó que la presunción se repitiera en inglés, y así tradujo el equivocado “qué bien se yo do tiene su manida” con un acertado “I know its heaven”. En cualquier caso, la exclamación queda en el verso inicial. Pensé pues que debía advertirle al mundo entero sobre el error de interpretación al que conducía esa pequeña errata de la versión española (errata que se perpetúa, por ignorancia o improvisación, en la mayoría de las páginas web que reproducen el poema). Se trata de una pifia menor, sin duda, provocada por un trazo minúsculo —una tilde apenas— sobre una e, pero a mí me ha dado qué pensar...

La errata puede y debe corregirse en todas las ediciones españolas que la tengan, pues el acento no aparece en el manuscrito de Jaén ni en ninguna de las ediciones serias del poema; esto es: debe corregirse porque no aparece en el original. Pero ¿debe corregirse también la traducción de Heaney y, en consecuencia, la de Pura López Colomé? Los editores podrían animarse a enmendarle la plana a la traducción de Heaney. Pero —cosa mucho más grave— ¿se atreverían a alterar el poema XI de la segunda parte de Isla de las estaciones, que es donde Heaney cita completo el poema de San Juan? No creo que se atrevan a tanto. Y eso me lleva a sospechar que la autoría del autor es cosa más dura y permanente que la autoría del traductor. Autor hay uno; traductores, los que se animen. Lo diré aun de otro modo: Si Heaney hubiera advertido la errata mientras vivía, creo que habría hecho las correcciones pertinentes. Como traductor, sin duda, y muy probablemente también como autor. Pero ¿podría estar igualmente autorizada a hacerlas su traductora? La verdad es que, al amparo de las libertades que el propio Heaney se permitió al traducir el Beowulf o el Sweeny Astray, parece estarlo plenamente. Con todo, no sé si ella advirtió la errata del original español y el consecuente tropiezo en el inglés, que la muerte de Heaney ha vuelto en cierto modo indeleble. Si lo hizo, entonces es claro que decidió conservar intactas las palabras de Heaney; si no lo hizo, entonces tampoco tuvo que tomar ninguna decisión. Quizás lo haga ahora. O tal vez prefiera añadir una nota explicando el punto. O quizá no…

Mi duda viene de que, al parecer, la traducción de Pura López Colomé quiere presentarnos los poemas con la misma desnudez con que ellos mismos se presentan en inglés, donde parece claro que —fuera de las que trae Isla de las estaciones al final— sobrarían las notas... He dicho que parece claro —y no que está claro— que sobrarían las notas porque en los poemas de Heaney hay muchas cosas que sin duda se le escaparán incluso a un hablante nativo del inglés. Me refiero, por supuesto, a las palabras que se usan en County Derry y son desconocidas en Londres o Nueva York, como la palabra tholian ‘dolor’, que Heaney encuentra en el Beowulf escrita Þolian —con thorn, esa rara letra del alfabeto anglosajón que comparte nombre con la espina—, lo que lo mueve a escribir unos hermosos párrafos donde conviven la lengua de un poeta muy antiguo y la de su casa familiar. Sí, me refiero a esas palabras, claro, pero también a las muchas alusiones culturales que hay en sus poemas. ¿Qué puede hacer uno, por ejemplo, cuando se topa con un poema titulado “Colum cille cecint”, que consta de tres partes, tituladas “Is scíth mo chrob ón scríbainn”, “Is Aire charaim Doire” y “Fil súil nglais”? Ni siquiera sé cómo pronunciar esos títulos, que sin duda están en gaélico. Los dos primeros dejan sospechar que el primer verso del poema repite el título en inglés (“siento calambres al escribir con pluma”, “Derry tan bien amado”), pero el tercero no (“Un ojo gris hacia Irlanda”)… Si uno es un lector responsable, irá a consultar las enciclopedias (empezando por la Wikipedia, por supuesto); si no, no irá. Una nota aseguraría la comprensión de al menos el título del poema, que nombra a San Columba, “paloma de la Iglesia” y yo no sé qué más… Las notas se harían a costa de mimar y malacostumbrar a los lectores, quizá, pero después de todo el mismo Heaney añadió unas a Isla de las estaciones y ha glosado en prosa algunos de sus poemas. “Terminus”, por ejemplo, en “Something to write home about”...

No digo esto para exigir una edición académica de los poemas de Heaney. Lo digo porque en este caso me parece claro que, al omitir cualquier “nota del traductor”, Pura López Colomé apostó a la cultura —o a la responsabilidad— de sus lectores y que, al hacerlo, tomó una decisión puntual con la seguridad de quien tiene la prerrogativa de hacerlo. No me queda claro, en cambio, si tomó o no tomó una decisión frente a los versos de San Juan incluidos en el poema de Heaney, ni si tiene o puede siquiera arrogarse las prerrogativas necesarias para hacerlo. Es algo que me intriga.

 

4. “Palabras viejas, viejas palabras”

Decían los románticos que solo en la poesía puede escucharse aún un débil eco de la antigua lengua de los dioses. Las rimas —decía Heine— son prueba de ello. En ellas se oculta un misterio que ningún diccionario alcanza a comprender; un misterio que, acaso por eso mismo, asociamos con los sentimientos más que con los significados, pero al que no podemos dejar de tender el oído, pues es claro que algo tiene que decirnos. ¿O no hay acaso una secreta sabiduría en el hecho de que en español rimen amor y dolor, o en inglés womb y tomb?

Las rimas son la manera más evidente en que las palabras muestran que llevan dentro un misterio, pero no son la única. Las etimologías son otra. Se parecen a las rimas en un punto central: aunque no mencionan la lengua de los dioses, apuntan al origen de las palabras. Dicho de otro modo, suponen que todas las palabras de una lengua son vestigios de las palabras de otra lengua, distinta de la que hablamos hoy; una lengua que, de acuerdo con una moda ya pasada, podríamos llamar Ur-sprache: la lengua originaria, la que se habló en Babel antes de la torre, o la que se oyó en el Paraíso antes del pecado. En cualquier caso, una lengua mítica, como la de Adán y Eva, o meramente especulativa, como el indo-europeo.

Los poetas abren las palabras como quien rompe una nuez. Pero, a diferencia de muchos etimólogos, saben que la carne que hallarán adentro no vale mucho por sí misma; es decir, saben que las palabras solo por convención se definen aisladamente, en el diccionario, y que su verdadero significado solo alcanza pleno valor cuando se usan, cuando se dan en un contexto y circulan entre nosotros. Por eso, creo yo, a muchos poetas les da —no por la filología léxica, que en esto parece un asunto de museos, sino— por la traducción de textos completos, a menudo muy viejos y muy abultados. Les da por convertirse —como dice Heaney— “en cámaras de resonancia para los sonidos del poema”, y por “buscar el contorno del significado en el patrón del ritmo”. Él mismo nos entrega así su Beowulf, su Sweeny Astray, su Antígona, su Filoctetes... Lo mismo hacen John Ridland y W.S. Merwin con sus respectivos Sir Gawain and the Green Knight, o Thomas Kinsella con su The Táin —del que sé que existe una versión española de Pura López Colomé, aunque no puedo hallarla en ningún lado, como debería poder.

En cualquier caso, todos estos poetas ponen a circular de nuevo viejos poemas, poemas cuya lengua —vista ahora desde este lado— parece un vestigio de la nuestra. Es sin duda una manera de traer el pasado al presente, de actualizarlo, pero es quizás también una manera de afirmar un destino: somos lo que fuimos. El tiempo, entonces, deja de ser una línea que solo va y no vuelve, y se convierte en una espesura, en un espesor, un ámbito en el que circula ya no solo el sentido de las palabras de hoy sino el sentido de las palabras de siempre; el sentido que une a los hombres de todos los tiempos. Porque el tiempo no es sino ese sentido y ese sentido no es sino tiempo.

Es extraño que este espesor del tiempo, en donde el tiempo no pasa, sea nuestra única experiencia profunda de la historia. El tiempo se pliega, se recoge en un solo punto, y entonces lo sentimos todo de golpe. Los muertos hablan con nosotros, porque en esa hondura viven todavía y nunca han muerto; es decir, porque su sentido sigue vivo entre nosotros.

Alcmeón de Crotona decía que los hombres mueren porque no saben unir su fin con su principio. Al traducir a los poetas antiguos y aceptar que somos lo que fuimos, estos poetas juntan alfa y omega: destierran a la muerte. Antes dije que esto era una manera de afirmar el destino. Además, es una forma de hacerse cargo de él; de no dejar sin respuesta aquello que nos dice, que nos está diciendo; es una forma de responder, de responderle; y, respondiéndole, de responder por él. En resumen, es una forma de abrazarlo. Esto es lo que en buena ley ha de llamarse amor fati, amor al destino. Para cumplirlo, el poeta tiende el oído y escucha esas palabras, llegadas de tan lejos, y las pronuncia de nuevo en voz alta. Lo hace al traducir y lo hace también —dice Heaney— cuando escribe sus propios poemas, pues el poeta es siempre un traductor, un intérprete de ese susurro misterioso cuyo paso llamamos tiempo; un rumor que pasa entre nosotros desde siempre y que no acertamos a llamar sino sentido.



5. Divagación

Leo a Heaney sin atención. Estoy pensando en otra cosa; o, mejor dicho, estoy pensado otra cosa. No sé qué. Pero, si no sé qué, ¿cómo es que estoy pensando algo? Quizás solo lo intuyo, lo adivino. Es algo, tal vez, que las palabras de Heaney han desenterrado en mí, aunque sin acabar de sacarlo a la plena luz y al aire pleno; algo que lucha por mostrarse aunque no venga a cuento, aunque el tema del poema que leía no lo imponga —que al cabo ni siquiera sé bien lo que leía... O tal vez me está rondando un eco. No de este poema: del anterior. Algo que se quedó suelto, sonando en sordina, secretamente... Vuelvo pues a ese poema. No. Tampoco es eso. Quizás, entonces —pienso—, me ha empapado el ambiente de los poemas que he leído durante la última hora y media; o, más exactamente, el ritmo y la cadencia de la voz en que se mece una memoria que no es la de mi vida... Unos vagos recuerdos que no me pertenecen... ¡Quizá siento nostalgia de la vida de otro!...

Podría decir algo parecido fraseándolo en psicoanalítico: he deseado un mundo ajeno. Pero ¿puedo de veras atreverme a decir que deseo el desgarramiento y el enfrentamiento entre celtas y anglosajones, católicos y protestantes, unionistas y nacionalistas? No, no puedo. Esas divisiones —y la violencia que han generado— están ahí, en los poemas de Heaney, pero no están en el deseo de Heaney, ni en el deseo de sus poemas. Y casi me atrevería a decir que estos poemas surgen de la necesidad de mostrar que la espora del deseo sobrevive aun al incendio de la tragedia, como sobrevive la nostalgia de los mundos perdidos (el del Paraíso, el de la infancia, el de la vida rural o campesina, cualquier mundo perdido). En eso, los poemas son sobrevivencias, rastros o vestigios de ese mundo que acaso no haya existido nunca en realidad, pero cuyo sentido ha vivido desde siempre entre los hombres. Porque en los poemas ocurre como en las palabras —si digo “el mar”, nadie trae a mientes las playas que los turistas atiborran de latas y basura; y si digo “el río”, nadie pensará primero en la nata de mugre que los ríos arrastran y acumulan corriente abajo—, porque las palabras guardan la memoria de las cosas como eran antes de que hubiéramos tenido tiempo de vejarlas, humillarlas y ofenderlas. No es que las palabras se callen estas cosas (yo mismo estoy diciendo ahora estas cosas con palabras), es que las palabras vienen de antes, de cuando las cosas no eran una ruina de las cosas.

No digo esto en un sentido histórico, desde luego. Es muy probable que el nacimiento del lenguaje haya coincidido con el de la guerra. Lo que quiero decir es que se puede imaginar una humanidad sin guerras, pero no una humanidad sin palabras, y que en este sentido las palabras preceden a las guerras, o que son más esenciales para la humanidad. De hecho, las palabras simbolizan lo contrario de las guerras: la comunicación. Me dirán que también son fuente de muchos malentendidos (de muchas tragedias, diría Camus, para quien toda tragedia se basaba en un malentendido), pero todo malentendido presupone que hay algo que debería entenderse; es decir, presupone la comunicación, como las playas mancilladas suponen que antes hubo playas limpias. Así, cuando Heaney habla de la tierra de su infancia, en cierto modo habla de una tierra mítica y atemporal, y habla de ella en una lengua de antes de los países y de antes —si no de las religiones— de las guerras de religión... Solo la literatura habla esta lengua originaria. Solo la poesía.

Sí, también yo tengo nostalgia de la tierra de ese niño llamado Seamus Heaney, como la tuvo siempre ese señor también llamado Seamus Heaney...