Del archivo de Periódico de Poesía

Presentamos una selección de poetas nuevoleoneses llevada a cabo por Héctor Alvarado para el número 14 del Periódico de Poesía, verano de 1996.


No. 104 / Noviembre 2017


Poetas de Nuevo León
 

Héctor Alvarado


La presente es una selección diversa de poetas nuevoleoneses que han publicado en la revista literaria Papeles de la Mancuspia entre 1994 y 1996.

Y digo diversa porque realmente tiene esa condición. En ella se encuentran representados grupos literarios —asumidos o no por sus integrantes o sus detractores—, talleres independientes, talleres institucionales, talleres universitarios, revistas y también poetas que por fiaca, antipatía o saludable convicción, nada quieren saber de juntarse a ser parte de espíritus colectivos o psicoanálisis de barandilla.

Además, en esta nómina se instalan poetas de generaciones también diversas, y para muestra está la pluma de Jorge Cantú de la Garza (1937) con su precisión y su limpieza; el trabajo de Margarito Cuéllar (1956) y Dulce María González (1958), poetas con un oficio y una calidad que va en ascenso, y Armando Alanís (1972), Margarita Ríos Farjat (1974) y Ofelia Patricia Pérez (1974), jóvenes que han ganado rápidamente las páginas de las revistas nacionales.

Tratar de hallar un factor común entre los invitados a este breve recuento sería un despropósito. Acaso, como todo poeta que está siempre escribiendo, solo compartan la intuición, el norte magnético hacia el que apunta la flecha del poema.

La diversidad continúa al ubicar el tono festivo de Andrés Montes de Oca y Mara Gutiérrez; la melancolía en el caso de Minerva Margarita Villarreal, Óscar Efraín Herrera y Jeannette Clariond; la reflexión en los poemas de Anna Kullick Lackner y Elizabeth Hernández; la crueldad y el erotismo en Patricia Laurent y Macedonio González. Por si fuera poco, y para no errarle, se incluyen nueve mujeres y siete hombres. Más democracia ni en Atenas.

Monterrey, ciudad difícil para vivir, cuna del tener sobre el ser, tiene en sus escritores una astilla de salvación. Por lo pronto los invito a leerlos. Mañana será otro día.

Monterrey, abril 12 de 1996




Óscar Efraín Herrera
Patricia Laurent Kullick
Armando Alanís Pulido
Rafael Teniente
Elizabeth Hernández
Anna Kullick Lackner
  Mara Gutiérrez
Minerva Margarita Villarreal
Jeannette L. Clariond
Margarita Ríos Farjat
Andrés Montes de Oca Leal
Jorge Cantú de la Garza
  Macedonio González Salinas
Margarito Cuéllar
Dulce María González
Ofelia Pérez Sepúlveda

 


Óscar Efraín Herrera



Los hombres y los perros


Los perros siguen a los hombres tristes,
avanzan tras sus pasos sospechosos,
los vigilan con lástima, los cuidan,
no hay suspicacia ni curiosidad,
lamen sus manos, a veces les ladran.

A mitad de la calle sólo se oye la noche,
el tiempo se divierte jugando con los perros
y los hombres caminan rodeados por el miedo.

Vuelven a casa, nadie los espera,
quisieran ser como sus compañeros del trabajo,
contar con una esposa, mantener a sus hijos.
Eso piensan sólo cuando regresan sin dinero,
sobrios y acompañados por los perros.




Patricia Laurent Kullick


Arena en el ojo


Línea tras línea se traza a sí misma la memoria
            avergonzada.
Llueve aguasal sobre el insomnio
                     sábana
                               nervio.

Dice: hoy quiero recordar
¿Y si lo olvidamos?
Tan sólo por esa vez arrojemos arena sobre el
ojo grabador.
Que no enfoque más a la niña

grueso el dedo que la penetra
ebrio el ojo que la amenaza
amada la voz: si dices algo te mato.

No diremos nada, nada.
Perdonemos de una vez la lengua de vino que se
           bebió el himen.





Armando Alanís Pulido


Divagaciones en un hotel


Quiero delinear tus labios con el tránsito nocturno
           de mi aliento.
Cielos en renta con vista al infierno.
Quitándote el disfraz Doctora Jekyll.
Quiero beber un vaso con espuma de tu rabia,
caer en la trampa terapia de habitar tu cuerpo.
Dejémonos de sentimentalismos y hablemos de
           negocios.
El tiempo es placer.





Rafael Teniente


Materialización


Un corazón ávido.
Labios,
terciopelo rosado.
Levedad.
Amar, luego existir.
Despertar cierto.





Elizabeth Hernández


Las hormigas comen señales


Pusimos el dedo en la llaga
hasta que se infectó la herida.
Dejamos que el aliento
se convirtiera en saludo de la mañana.

Nos extraviamos
en el bosque,
las hormigas comen señales.

¿En dónde perdimos la brújula?
Hay que regresar,
tomar aire,
perdonar
es mejor que tener varios principios
y al final estar solo.





Anna Kullick Lackner


Lo que me gusta de Paul


Para llorar el amor y no mojarse
ser acribillado con relámpagos
y hacer de su pelo un nido.

Para navegar en música y quedarse
mirar su dolor y dar la espalda
conversar eterno con silencios.

Para acariciar mi duda
compartirme entre abandonos.

Para dejarme
y abrir mis ojos cuando muera.




Mara Gutiérrez


Sugiere ecologista desaparecer
obligatoriedad de programa verificación
cardiovascular


Siento caer al suelo mi postizo,
no importa qué postizo:
           el postizo en el cabello,
           que usé para las fiestas de la virgen;
           el postizo en las pestañas,
           idéntico a los brazos de la estrella;
           el postizo en los glúteos,
           para escenificar un altercado;
           el postizo en los labios
                      con que te pronunciaba un beso.
Dejé atrás los encajes y las fajas atómicas,
llévame puesta.




Minerva Margarita Villarreal


La última en morir


En el desierto una montaña arde:
madre de cuyo seno bebimos multitudes.
En el desierto avanza,
va extendiendo su piel, su pergamino, nos va
           ubicando,
vengándose del mal;
allí asienta su trono la esperanza que vive en toda
           ruina.




Jeannette L. Clariond
 


Imperio de la cera


Desprende el otoño sus hojas
húmedas de paso y tiempo;
bajo ellas
tierra, memoria,
           ceniza.

La tarde, “orlas de nube y fuego”
su luz cae sobre el arco ojival de la capilla,
las veladoras formando un círculo en la arcada central,
el amor que desciende sobre el imperio de la cera.

Un blanco fuego flota en medio del lago,
ágil permanece al centro;
las niñas azoradas miran desde la orilla
la garza que sostiene la luz del mundo.

Pardea, y el oro del ocaso sus rostros alumbra,
profunda es su transparencia.





Margarita Ríos Farjat


Bajo el puente


La sombra de la rosa
como un canal de largas aguas
Rosa caída del sueño
rosa cayendo del sueño a la sombra
Rosa de sombras que zarpan
por el tiempo       por las líneas de la mano
Sombra de naves siguiendo una rosa
una rosa que naufraga
a la orilla de su sombra




Andrés Montes de Oca Leal


Orca del delirio


La orca baila
                                 la mesa se cimbra
su boca traga
                                 peces danzantes
Escupe
                                 cae al suelo
                                 pide otro tarro
de un coletazo
                                 engulle al cantor
Aúlla y brama
                                 el ritmo del apareamiento
No escucha una segunda voz
                                 que le dé eco
Traga más peces danzantes
Las llamas consumen
                                 el escenario
Penetra un hoyo negro
                                 mientras
                                 una Orca pinta
                                 derriba la puerta




Jorge Cantú de la Garza


Ante La casa grande,
un cuadro de Armando López


Si no tuviera esas puertas verdes
se diría que la casa es tan sólo el esqueleto
de un sueño, una línea deshabitada del horizonte,
y la palmera que en el centro se detiene
una anécdota para enraizar el alma.
Aunque bien vista la casa
es una subrogación de dinosaurio,
un capricho de ruinas que florece,
un mapa cuyo Norte se ha extraviado.

Las puertas verdes no permiten ir más allá
e inmovilizan al espectador
—ojos y paisaje detenidos—
en el encantamiento
que precede a la catástrofe
de moverse y desaparecer.




Macedonio González Salinas


Pie de letras


En el mar los barcos son felices y ocultan su sonrisa bajo el agua. Escribir hasta que las palabras pierdan todo su significado, hasta que el acto de escribir sea un rito y condición para olvidar, y en esa extraña nostalgia aprendamos a llorar por algo que no sabemos definir, así en ese golpe al son de la palabra apuremos nuestra muerte como quien incita al sueño tomando nembutal. Y cuando toda la sangre quede blanca, lavada de palabras como espuma de los mares, entonces podremos descansar. Escribir para morir al son de la palabra, que la voz nos tome de la mano y nos conduzca más allá, donde las palabras se presenten todas de golpe como beso del amado. Piel de diccionario y el nombre en la memoria memo ría memoría. Piel de palabras como una geografía en que el instante dice todo, dice te amo y cada letra dorada por los aires dé su fruto a la sensualidad. Así entregada cada célula en palabra somos libros o manuales: Ojo no tocar, pudieras la palabra trastocar, pudieras provocar una dermatotis. Árbol viejo, mudo de tus hojas te presentas al aire desnudo, retador como caricia de la muerte, de tu propia muerte.




Margarito Cuéllar



Ars patética


Yace muerto el poema paralítico
que no alcanzó a crecer con intelecto,
no era oscuro ni nuevo ni directo
ni postmoderno y menos anal-ítico.

No se arrimó a la sombra del político
y aunque lavó sus dientes y su aspecto
a título de rancio fue prospecto
falto de nubes y de andar raquítico.

Mucha lectura engorda la mirada.
Vivir en demasía voz arrebata.
El justo medio es una regla atroz.

Agoniza el poema-llamarada.
Se lamenta el poema-garrapata
y el poema-vanguardia tiene tos.




Dulce María González


Aurora

para Anna Kullick

De mi pecho ha surgido la ciudad de las cúpulas
En los capiteles de sus columnas anidan palomas y en ejército
            de escarabajos sostiene los cimientos bajos las grietas de
            carne profunda.
Ahí dentro yace la serpiente
Oculta en el pantano primero inventa muros a medio derruir
Templos donde alguna tarde los cirios

De reptil un latido en el cuerpo solo, la serpiente
            sueños ondulados
Esferas de plata sus ojos en los siglos y al llamado
            del sol abre los párpados, enciende la pupila
Absorta entre los edificios arrastra el fuego, arma filosa
            abre surcos en la sangre
            accesos de floración húmeda mi pecho un grito
            en la ciudad

Amanece, se iluminan las cúpulas.





Ofelia Pérez Sepúlveda

TRECE, de la herencia


Dirá, madre: “Aquí está Ofelia, osamenta de anciana prematura”.
Llueve.

Qué triste la palabra hoy que juntas estamos
¿Puede traerlas? Preguntó.
No escuché, su pequeña Patricia lloraba.

Tibia mirada la suya
que da a su hija, la extranjera.