No. 104 / Noviembre 2017
Leer un poema...
 

Qué fue de Luis Vicente de Aguinaga

 

Carmen Villoro


Un padre de familia, esposo, profesor de universidad, ciudadano común que pasa de los 45 años se para en el camino, mira atrás y hace un balance del recorrido como lo haría cualquier otro padre de familia, esposo, profesor de universidad, ciudadano común (y habría que agregar quizá “hombre de nuestro tiempo”) que pasa de los 45 años. Pero éste es, además, poeta, y un poeta, por así decirlo, de tiempo completo. Por eso en su libro Qué fue de mí, publicado recientemente por Mantis Editores, Luis Vicente de Aguinaga no responde a las palabras hilvanadas en la oración, sino a los huecos blancos que se abren entre ellas para acceder, no al registro de los hechos, sino a la experiencia íntima, emocional, de haberlos atravesado y de estarlos viviendo en el presente.

Dije “poeta de tiempo completo” y dije bien, porque la vivencia del tiempo, palabra que ya apareció cinco veces en esta media cuartilla, está presente en cada poema y en cada instante de cada poema de este libro.

El tiempo nos recuerda con sus minutos insistentes, con sus horas densas o demasiado veloces, con sus estaciones de cambios sutiles o violentos, con sus años ardientes y remotos, que somos seres mortales. La fragilidad de la existencia, tan importante, tan honda, es la materia que el poeta toma entre sus dedos como si fuera una flor de diente de león, la sopla para dispersarla en versos buscando el cumplimiento de un deseo al que ha renunciado de antemano: la permanencia.

Aunque el poeta presiente “un resplandor lunar de incertidumbre y sílice” como dice bellamente en el poema “Frente a la luz”, busca un consuelo en lo que la infancia puede hacer por él. La infancia propia, recordada, vuelta a pasar por el corazón, o instalada en el cuerpo como un dios tan irremovible y poderoso como asustado; pero también la infancia de los hijos, esos brotes que alargan, benévolamente, la existencia. El tiempo de los niños es un tiempo total que no transcurre. Llevar ese pequeño “dios de peso minimosca” al interior permite abordar los asuntos de la vida con su mirada limpia y cancelar, aunque sea en un espacio de recreo del espíritu, la certeza un tanto amarga de la madurez. Y los hijos, los niños que nos siguen constituyen, en este discurrir y sus secuelas, como diría Octavio Paz “una promesa de eternidad”.

Abordar el tema de la infancia permite a Luis Vicente de Aguinaga, no solo salvarse del desplome, sino ejercer un afecto pocas veces ejercido con tanta exquisitez en la poesía: la ternura.

¿Será la ternura ese “soplo”, ese “susurro que hace falta”, ese “sí” dicho una y tres veces en voz baja al oído del hijo en quien se deposita el mundo con su lluvia y sus hormigas, y la apuesta del padre por ese hijo que se apropiará de ese mundo de lluvia, hormigas y piedras porque es suyo desde siempre, porque le pertenece?

Y es la ternura ese dolor del otro, tan propio y tan ajeno, cuyo temple precoz y reposado, lo engrandece. Transcribo un fragmento del poema “El brazo roto”:

mi pequeño, mi niño, mi criatura
parece, junto a mí, todo un gigante,
una palabra esdrújula y enorme,
tan fuerte o más que la palabra húmero,
incluso cuando acaba de romperse.

Esa ternura se extiende al cuerpo de la esposa, a esa que va “nocturna y leve” por el día y por los años como una apacible compañía y a la que a veces se le vuelve a mirar con el deseo posible de otros ojos y se le vuelve a amar en un soneto que arde en medio de febrero y en los bordes del sueño, todavía. “Canciones del esposo” que recuerdan las cuartetas devotas que Miguel Hernández le escribiera a la madre del “Hijo de la luz y de la sombra”. Y la ternura alcanza al árbol cuando dice:

tiembla, menos de frío que de miedo,
un arrayán de pocos años.
O a ese medio limón que en la cocina se va poniendo seco y amarillo porque a todos les “faltó corazón para tirarlo”.

Es precisamente la conciencia del tiempo que se fuga, lo que lleva al poeta a resignificar lo simple, lo pequeño, lo inservible. El libro está poblado de aforismos que rescatan lo esencial, la vida que se siente con los dedos, sin ideas, sin porqués y sin cómos. Algunos ejemplos:
En el poema “Plan de vuelo”:

Es lo bueno del cielo:
                       nada
le importa en absoluto.

En el poema “Arbor, arboris”:

entre sus ramas anda un colibrí
parado de puntitas todo el día.

Con eso tengo.

En el poema “Fin de la historia”: (a propósito de un insecto)

No hace falta buscarlo.
No tiene nada
que decirte.

En esta purga de las ideas, vuelven a resplandecer las imágenes, las cosas con su gracia. El poeta nos dice:

No pude evitarlo:
cosas que siguen ante mí
probablemente desahuciadas
y, en todo caso, convertidas
en bellezas risibles, indignas de su tiempo,
pero al menos redondas,
al menos palpitantes,
al menos amarillas.

La revaloración de los sentidos que registran de un modo más profundo y afectivo la experiencia:

(los dedos)
Se aferran a recuerdos, no a palabras.
Reconocen contornos, no recuerdos.
Merodean por tus pómulos, tu nuca,
y se pierden en ti, no en tus contornos.

Qué fue de mí es una pregunta y así, sin los signos de interrogación, también una respuesta. La pregunta aparentemente auto referida pregunta por el ser y por el mundo. La respuesta está en aquello que cambió para siempre, en lo que ya no está, en lo que vemos cuando nos arrancamos “la cáscara del miedo”, en la “verdad que presentimos”, en ese sol que nadie “podemos ver de frente”. La muerte del amigo nos recuerda de nuestras muchas muertes dejadas a lo largo del camino. Vivir es asombroso, pero duele porque pasa. “Algo duele” dice el poeta: “Algo / que debo ser yo mismo / aunque nunca lo llame por su nombre”.

Hace casi veinte años encontré a Luis Vicente en Montpelier. Él y su joven esposa, Teresa, hacían una maestría en la universidad de esa ciudad de resonancias medievales al borde del Mediterráneo. Una pareja joven, muy joven, contagiaba la risa y la alegría de quien tiene la vida por delante. Yo iba de paseo con mi hija que apenas terminaba secundaria. Pasamos un día espléndido caminando las calles del barrio más antiguo y cenamos cuscús, el mejor que he probado, en un restaurancito acogedor. Aún lo recuerdo como si fuera ayer. Fue una amistad de un día, poderosa y feliz, que ha resucitado en momentos fugaces y espaciados. ¿Qué fue de ellos?, me pregunté a mí misma muchas veces. En alguna ocasión los encontré empujando una carriola; en otra vuelta de años los vi en un parque con dos niños, uno de ellos a punto de ser adolescente. ¿Qué fue de mí? ¿Cómo ha pasado todo lo que ha pasado desde entonces? He querido saber de Luis Vicente y lo he encontrado, generoso y cercano, en su poesía. El libro que detengo entre las manos me deja ver a alguien que ha vivido una vida “no demasiado larga ni muy breve”, que no está “despidiéndose de nadie” pero que sabe que “otro era el mundo” y “no era para siempre”. Y, sin embargo, en su poemario nuevo, este trozo de “cielo de abril / a punto de ser mayo”, Luis Vicente me responde una pregunta íntima y muy propia, y me hace sentir que algo bueno pasó y que estamos a tiempo de saberlo.