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Circo romano
Guillermo Meléndez,
El Árbol Ediciones,
México, 2007

Por Carmen Avendaño
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Basta la delgada tela de la carpa para proteger la magia de la luz del día. Es la misma precariedad que guardan las palabras de uso cotidiano cuando se agrupan de forma diferente. De igual manera el frágil papel resguarda la delicada intimidad de esta escritura y su poder invocador; fracciones de milímetros de carne de árbol separan la palabra pasajera de la inmortalidad.

Los límites ínfimos albergan los umbrales más abiertos, fronteras menos agresivas y burocráticas que permiten el libre tránsito al punto de extraviar su diferencia. De tal modo la frescura del habla puede colarse entre los párrafos impresos y el gesto del actor que derrama en el oído un veneno de mentira pone en evidencia al verdadero asesino.

Por estos lindes deambula Guillermo Meléndez, buscando rendijas y grietas en los muros donde su mercancía quede al alcance de ambos lados. En esta ocasión, arregla una cita entre mundo y poesía en el escenario de un circo pobre, que quizás sea —hasta ahora— el marco más coherente con la poética de Meléndez, pues entre el conjunto de sus obras Circo Romano destella como libro temático.

En primer lugar, porque un circo es el espacio idóneo para el encuentro de miseria y belleza, tantas veces conjurado en la obra del poeta. En segundo, porque el canto desencantado surgido de tal encuentro tiene ahí mayor resonancia. Y en tercero, porque la apropiación de la historia en la vida cotidiana —y viceversa— que ha venido realizando Meléndez, es desarrollada aquí en torno a una metáfora común, la cual ejemplifica el poema “Lioni”. Ante nuestros ojos el circo actual se traslada a la antigua Roma, señalando los orígenes de nuestra crueldad espectacular y despertando la pregunta por la diferencia del pasado. “El imperio Romano se presenta/ sin sus dos Agripinas,/ sin la lucha antiesclavista de Spartacus,/ y aparecen oliendo a mingitorio/ los leones del Atayde/ y hay una catequista compungida/ porque en lugar de bofes de caballos/ las fieras buscan vísceras de santos.”

Si en Roma los rebeldes cristianos preferían morir que renunciar a su credo, hoy es usual  renunciar al credo —o a la dignidad— con tal de preservar la subsistencia. Al contrario de la fantasía a la que nos tiene acostumbrados la industria cinematográfica, el circo no es un lugar para evadirnos de esta humillación, sino para enfrentarla e intentar sobrevivirla, por medio de la risa, el asombro, el juego, como propone el aeda en "Pagliaccio III": “Bromear. No endurecer la entraña./ Aprovechar las frases contrahechas,/ la historia disgregada en los espejos/ —esa es la alquimia de mi aliento,/ mientras la mosca gira como sucio planeta/ y la música aclara y humedece/  la burlona ebriedad de nuestros ojos.”

Entre el olor a aserrín, a piel de látigo en piel de bestia, a maquillaje barato, la mujer barbuda y el hombre elefante dejan de ser señalados por su singularidad para integrarse a la familia de los siameses, los leones, los matachines, los payasos, los malabaristas maestros del ocio y otros que como ellos han hecho del estigma su sustento. Y aunque la mujer-hombre, estrella desempleada, llore su dignidad abrazada a un olmo, termina por regarlo con aguas menos pías para regresar al circo, el cual más que peregrinar da vueltas sobre su eje.

Así como el poeta se interesa por lo que sucede fuera, antes que dentro del espectáculo, así también su lenguaje es cotidiano antes que “poético”. Lo que hace el payaso cuando no es payaso, y las reminiscencias  del sabor a cristiano en las papilas gustativas del león, equivalen a la oculta música del habla, apenas susurrada como para no romper el encantamiento que sostiene en el aire el malabar de palabras del poema: “Me espera cada mañana el enano/ que nos despierta imitando a los gallos,/ un retrete improvisado/ que manchan siempre los siameses,/ un almuerzo junto al pesebre de las llamas."

A la vez, en las márgenes de la carpa, por las entrelíneas, otro drama hace equilibrio. Este poemario no es enteramente el retrato de un escenario. Atraviesa el espectáculo la trama paralela del poeta revelándose a sí mismo (lo que se hace evidente en las Cartas y se acentúa en la sección de Espectadores). Así como él se disfraza del tigre de la escritura y su domador con cabeza de olmeca; del payaso que brinda con los iguales, el faquir y el matachín que tañe su caña milenaria, en ocasiones es su vivencia la que emerge tras las bambalinas de las metáforas. Las fronteras entre cantante y contenido se vuelven difusas, sin que ello empañe la claridad de los mensajes.

“Como sabes, espanto la soledad escribiendo/ aunque después regresa más profunda.”, le confiesa el autor al poeta japonés Takuboku, en “Carta a un árbol susurrante”. La poesía de Meléndez es a menudo el testimonio de un solitario. La soledad, ya sea en su expresión más cómplice consigo misma, donde la visión del mundo tiene un nombre irrepetible, ya sea en lo más lacerante del desamor propio. Porque la prueba de haber aprendido algo es poder hacerlo solo, entonces vivir solo es aprender a vivir. Sin embargo, nadie vive solo. Mucho menos este monólogo que recorre las calles y las civilizaciones, los vuelos de los insectos y las caídas de los dioses. Monólogo donde el diálogo tiene raíces tan encarnadas que se proyecta en los siameses del circo, dolorosamente unidos y separados. El diálogo, la más antigua herramienta para desarrollar el pensamiento y su sombra, el lenguaje, se hace evidente en la correspondencia abierta del autor con poetas, escritores y cantantes de todos los tiempos. Diestro con la epístola como su par chileno, el lárico Jorge Teillier, Meléndez preludia su desfile circense con una carta a Kafka que, como canta Kundera, quiere decir en checo corneja, la cual escribe suspendido de un trapecio. Y la segunda sección abre con su respuesta a Takuboku, ahora desde la taquilla. También existe una correspondencia secreta con los autores cuyos epígrafes abren secciones (Ramón López Velarde, Vladimir Holan, Eliseo Diego, el heterónimo de Pessoa, Alberto Caeiro) y poemas (Juan Cámeron, Gonzalo Rojas) o a quienes dedica el canto, como Cesare Pavese.

Especie de apéndice, Espectadores muestra la otra cara de la moneda, el desnudo espectáculo cotidiano y las acrobacias de una memoria aferrada a la vida. Los ya entrañables personajes del circo se han ido al siguiente pueblo sin previo aviso. Tras una segunda lectura descubrimos que, si la continuidad de la metáfora se rompe al levantar la lona y hallar una sala de estar, es porque este apartado final complementa, antes que desarrollar, lo precedente. Pues si en el circo tanto humanos como animales, estaban en tela de juicio —cuerda floja sin red— en esta sección el telescopio se vuelve hacia la mismísima voz poética que representa a los espectadores en sus vidas privadas, protagonistas de tragedias anónimas ante una carpa vacía.

Quizás lo más impactante de todo el espectáculo sea es el instante en que se abre la cortina, se entra a la carpa. Tal vez porque es el único momento en que los dos espacios, el representado y el real, se unen, antes de que una nueva pared se alce invisible entre la realidad de los espectadores pasivos y una ficción protagónica. Entonces, no queda otra manera de mantener viva la comunión sino alzando nuevos telones, uno tras otro, hasta llegar a la máxima multiplicidad de umbrales.

 


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