No. 104 / Noviembre 2017


Poesía y política
 

Sin ningún tipo de desviación


Jorge Aulicino

 

El Once es un sector del barrio de Balvanera en Buenos Aires, alrededor de la plaza Once de Septiembre y de la terminal del ferrocarril del oeste. El nombre de la plaza no tiene nada que ver con el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York, sino con Domingo Faustino Sarmiento, el político e intelectual más lúcido de la Argentina en la segunda mitad del siglo XIX, segundo presidente constitucional del país y creador del sistema de enseñanza pública. El Once es un barrio de infinidad de tiendas de ropa barata, propiedad de judíos, coreanos y armenios, hacia el norte, mientras que hacia el sur es una barriada de edificios grises o amarillos o rosados, muchos de ellos de hace un siglo, en los que funcionan hoteles y pensiones, o cuyos bajos suelen ocupar restaurantes peruanos y cafetines, quioscos o negocios con persianas bajas, sede de la Facultad de Psicología y del colegio finisecular Mariano Acosta en el que se graduó como maestro primario Julio Cortázar. En ese barrio, en la calle Hipólito Yrigoyen, vivió durante muchos años el poeta paraguayo Elvio Romero.

Romero formó parte del ejército de los pynandí durante la guerra civil de 1947 en Paraguay. Se exilió en Buenos Aires y nunca más volvió a vivir en su país. Con su mano tendida de canto, como quien señala un rumbo, solía ironizar sobre su partido, el Partido Comunista: “Pocos, pero sin ningún tipo de desviación, ni de izquierda, ni de derecha”. Era un tipo elegante, sobrio, ligeramente irónico, con notable éxito entre las damas. Su poesía venía directamente —sin ningún tipo de desviación—, de primera agua, del llamado Siglo de Oro español y de la Generación del 27 española, pero tenía un notable sabor local, nada que se pareciera al realismo socialista ni al realismo mágico ni a la frondosa declamación de Pablo Neruda: Mis señales: la cáscara / arrojada en el naranjal; una baraja / aparecida en la ventana, un cigarrillo en el umbral / y al filo del amanecer; el relincho de un potro / al borde del maizal; algo que se presienta en el aire (El viejo fuego, 1977).

Esa poesía tan lírica —al viejo estilo lírico de la poesía española, es decir, afincada en el yo y llena de cadencia y de una cierta elevación— pasó indemne las horcas caudinas del realismo soviético, establecido como doctrina oficial en 1932 con el decreto estalinista sobre la reconstrucción de la organizaciones artísticas, que dio origen a la Unión de Escritores soviéticos, y más tarde, justamente en los años 40, cuando Romero publicó sus primer libro, Días roturados (1948), a la persecución de artistas no ya disidentes en lo político, sino estéticamente burgueses, que encabezó Andréi Alexander Zdánov. Romero iba, fragante e irónico, de Moscú a Praga, de Praga a Berlín del Este, de Berlín del Este a La Habana, de La Habana a Buenos Aires, sin el menor inconveniente con los camaradas de su partido o los del Partido Comunista de la Unión Soviética. Mucho más que eso: era un embajador itinerante, dotado de una pequeñísima pero imprescindible cuota de cinismo, sin la cual no hubiese operado con tranquilidad la división que necesitaba entre el funcionarato y el hábito monacal de despertar antes del amanecer y sentarse frente a unos libros de hojas en blanco que se hacía armar especialmente y en los que escribía sus borradores. Una costumbre campesina, adquirida probablemente en Yegros, su pueblo, su paese.
 
Pienso, ahora, que este hombre que sabía de memoria a Quevedo, pero también leía con fruición a Faulkner, se sostuvo, y sostuvo su poesía, indemnes —mientras ejercía su trabajo político sin ningún tipo de desviación— gracias al afincamiento radical en el idioma y en la patria de la infancia, la no elegida, la que nos dicta cada uno de nuestros actos, silenciosa e invisible.

Es cierto también que si su partido no hubiese sido tan pequeño, si no hubiese necesitado al menos un hombre de gran prestigio intelectual que lo representase, y si Romero no hubiese hecho un bautismo de sangre en aquella guerra civil, lo cual lo ungió de cierta inmunidad política, no habría podido darse la magia de encontrar al poeta en un rincón del Once, patria de viajeros pobres y comerciantes, en el subterráneo o la casa de un amigo, calmo y totalmente entregado a su oficio matinal, que se le leía en los ojos, mientras su cuerpo vestido con saco de lino se deslizaba entre las butacas de un avión a París, y desde allí a Moscú. Burguesa o no, su poesía no era, en todo caso, “enemiga”, pero fue política quizá en aquello que muchos de los camaradas no podían ver: el sol sobre Yegros, el aura a-histórica que rodea la historia.