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Circo romano
Guilermo Meléndez,
El Árbol Ediciones,
México, 2007

Por Carmen Avendaño
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Lioni

Contra la monotonía
de peinar el bigote
y la fatiga de zurcir
los zapatos de estambre
del primer invierno
–creo mi propio espectáculo
en la atrevida pista del desquicio.

Los sábados católicos regresan
con San Pablo diluyendo en mi sangre
consignas contra el sexo.
Rueda otra vez la bicicleta que una prima
me prestaba por un par de minutos.

El imperio Romano se presenta
sin sus dos Agripinas,
sin la lucha antiesclavista de Spartacus,
y aparecen oliendo a mingitorio
los leones del Atayde
y hay una catequista compungida
porque en lugar de bofes de caballos
las fieras buscan vísceras de santos.

Y el recuerdo es luciérnaga
volando por la noche de los siglos,
y los leones se salen de su jaula
a castigar a los profanadores
que vistieron a Venus de piadosa
–con su hocico fruncido los obligan
a quitarse túnicas y capas,
rugen hasta oír los aplausos
que festejan la exhibición del pubis.

Es un strip cristiano irreverente
acaso una ingenua venganza.
No hay hilo conductor a lo profundo
sólo gritos de cónsules borrachos
y mártires que desnudos circulan
con una mano atrás y otra adelante.

Y de pronto la ruina se presenta.
La ironía vuelve a su catacumba.
Adiós leones drogados.
Adiós nalgas de gelatina insípida.
Mi Colosseo se abre a los turistas
–la instamatic de un japonés me apunta
y el lucero piamontés de Pavese
anuncia que la noche principia.



Pagliaccio iii

Una vez más desnudo la tristeza
–mi lágrima de rímel,
el rubor de los pómulos
quedan entre algodones.
Me quito la nariz de Cirano,
mi pelo de estropajo
y a la luz del quinqué brilla mi calva
como farol de esquina.

Junio es así, la medialuna
que baja a los almendros,
buscando entre las rosas
el espectro de la alondra de Shelley.
Y la sombra palpita con la lámpara
hechiza las paredes de lona,
apacigua los tigres y me cubre
con un manto que robó a los ladrones.

El espejo mantiene su franqueza,
el desliz habitual del parpadeo
–vuelan moscas glotonas y se yergue la flama
como vela de nave faraónica
mientras yo me despojo del dibujo
que me vuelve arlequín y parodia.

Me espera el banquete opulento
en vajillas que vuelan
–no sé si es sueño o pesadilla
su cerdo con manzana en el hocico,
su caldo de lagartijas vivas,
no sé si fue mi cena de aceitunas
la que crea este banquete vano
mientras el grillo arrulla al fakir moscovita
que ronca como el oso que doma.

Me espera cada mañana el enano
que nos despierta imitando a los gallos,
un retrete improvisado
que manchan siempre los siameses,
un almuerzo junto al pesebre de las llamas.

Antes de dibujar estrellas en mis ojos
de convertir mi boca en amapola,
debo cambiar calcetas a la mujer araña
y comprar el aserrín que amortigua
la caída de mis saltos mortales.



(Espectadores)
iii

Es veintiuno de marzo
y como escolar siento obligación
de hablar sobre la primavera.
Aunque las alegorías son recursos pobres
no puedo prescindir de las flores y las mariposas.

La flor creció entre fango y detergente
pero por su color parece que bebió vino tinto
–es un geranio valeroso porque fue arrullado
con historias de cuatreros y narcotraficantes
que Anselma, la sirvienta, cantaba con bravura
como si ella fuera Lucha Villa
y la lavandería un palenque.

La mariposa llega y de inmediato
aterriza sedienta en el geranio
–es una ColliaEdu quisquillosa;
en sus alas brillan dos ojos de ocelote
que la protegen contra sus enemigos
–hasta la naturaleza es falsa- pienso
mientras ella con cabrioleos de acróbata
parte hacia el Mato Grosso
allá donde los Jíbaros en una olla hirviendo
–como aquí en su diván los psicoanalistas
–reducen las cabezas de sus víctimas.

En el tendedero ondean como paracaídas
los calzoncillos zurcidos de mi padre.
Mi sobrino disfrazado de murciélago
me apunta con un rifle y exige un acertijo
–lana sube, lana baja– le digo para salvar mi vida,
después agita su capa, vuela y antes de irse
me grita –pingüino mentiroso, dice la profe
que la madera no tiene sentimientos,
que en la garganta de una ballena
no cabe ni el meñique de un muñeco.



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