No. 106 / Febrero 2018



La poesía finisecular en Chiapas:
entre la incertidumbre y el retorno
(Primera parte)


 
Gustavo Ruiz Pascacio



  1. La asunción del origen


En términos inaugurales, el asunto de la tradición constituye un problema central en el origen del discurso poético en lengua castellana en Chiapas. Si entendemos por tradición el soporte de códigos sobre el cual operan las subsecuentes poéticas —ya sea como certificación, transición o escisión de los mismos— devenidas de dicha génesis, ésta no se prolonga a más de una centuria, a partir de la presencia del primer poeta “moderno” de Chiapas: Rodulfo Figueroa (1866-1899), poeta con quien se abre el hecho de “lo púbico” como eje comunicativo del ejercicio poético; poeta que inaugura el diálogo con el interior mestizo y con el aliento cultural decimonónico de “lo chiapaneco”, apenas asumido políticamente con la federación del territorio al Estado mexicano en 1824. A partir de la poesía de Rodulfo Figueroa se desarrollará uno de los temas más controversiales y recurrentes en la poesía chiapaneca; el canto por la pertenencia; que transitará a lo largo del siglo XX —tanto por la nostalgia del origen como por el paisajismo folclórico (doméstico y meramente artesanal), y el reconocimiento mítico y lingüístico de sí mismo.1 Privaría entonces, en este mundo de nacionalidad recién acuñada, una urgente legitimación más allá de los patrones oficiales de la discursividad política nacionalista en turno. Es decir, una invención artística y estética, cuya profundidad cultural asumiese un escenario atemporal; una suerte de temple anímico colectivo, y un reflejo del Yo en la figura recreada de Chiapas como entidad orgánica progenitora. Procreación y pertenencia será una dupla constante en el discurso poético chiapaneco. Corresponderá a Rodulfo Figueroa el honor —hoy deslucido y manoseado— de la inherencia orgánica y la prima representación poética del “espíritu” del pueblo.

En la poesía de Rodulfo Figueroa, el paisaje es el espacio que contiene la aprehensión del sentimiento patrio vía la escala de lo campestre y los usos. Con ella, asistimos al alumbramiento de un juego de espejos y retratos en el que la pertenencia se inaugura, en la poesía de Rodulfo Figueroa, con la publicación de Olvido, en 1896, en la ciudad de Guatemala. Aun cuando expresamente el autor no concede una alta estima para dicha producción, el poema es hoy una inexcusable referencia del sentir poético de “lo chiapaneco”, de su añoranza rústica, y del anónimo colectivo ladino que profesa un pacífico status quo y una inclinación por la oralidad como sustento de los usos en común.2 

Dicen allí las viejas,
cuando forman historias y consejas
para hacer que se duerman los chicuelos,
que nunca aquel lugar se ha transformado
según la narración de sus abuelos;
que allí se ha conservado
guardadas en su nicho las costumbres, que el presente es lo mismo que el pasado;
el mismo sol saliendo entre las cumbres,
el mismo mar en calma o muy bravío,
la misma religión en la cabaña,
el mismo solitario caserío
y el mismísimo pueblo en la montaña.
Y también aseguran por sus vidas
que desde años atrás, inmemoriales
cercos de tamarindo y jocotales
forman sus callejuelas retorcidas […]

Tradición es, pues, un asunto de sentido y de la contención de ese sentido. Y en función a ello, es una doble conjunción: decir ese sentido y subyacer el sentido. ¿Cómo? Asumiéndose íntimamente lírico y públicamente mimético, entendido esto último como perteneciente a. Mirar mirándose en y su resultante, mirarse. El otro —a la manera de Landowsky— como una presencia plena que convoca al yo en su más profunda alteridad.3 Se inicia, así, la construcción de un imaginario poético consonante con el entorno físico, que derivó en, por lo menos, dos sustratos verbales: 1. Una especie de “poesía natural o mimética”, estilizadora de lo popular y primariamente paisajista; y 2. Una “poesía de la tierra”, con acentuados valores telúricos y cosmogónicos, una poética de la Mater tellus.4

En el primero de ellos se trata de una tesis emotiva, generada por la empatía entre la naturaleza y el sentimiento anímico del sujeto poético. La llanura del sentimiento, para ser más exacto. En él, la preeminencia es sentimiento y emotividad, por encima de la connotación de los signos del paisaje. En el segundo, se trata de la revelación poética —vía solar o lunar— de la “totalidad cósmica”. La experiencia individual del poeta es un despertar de su conciencia, y los seres, objetos y cosas que le rodean, trascienden simbólicamente, y son trasladados a la operación otra del lenguaje poético. En la poética de la Mater tellus, el poeta contempla con sus sentidos lo que está más allá de las coordenadas convencionales del sentido; y el único nexo entre él, lo otro y nosotros, es la transmutación lingüística, la traslación poética.5 Así, se apreciará en algunos momentos de la obra de Jaime Sabines, Enoch Cancino Casahonda, Juan Bañuelos, Daniel Robles Sasso y Efraín Bartolomé. De los poetas anteriormente nombrados —todos nacidos entre 1926 y 1950— el único poeta fundacional es Cancino Casahonda. Lo es, en su condición de articulador de una poesía cósmica, idílicamente estelar y contemplativa de un Chiapas cosmogónico, tutelar y entrañable. Autor del Canto a Chiapas, un poema que es a la vez “un himno de la conciencia popular chiapaneca […] una sentencia biológica de una realidad impalpable.6 Icono no necesariamente del Ser, sino del sentir ese Ser, del sentirse. Acomodamiento tectónico, respiro de la prima búsqueda, Canto a Chiapas no solo es el poema que le ha dado celebridad a Enoch Cancino, sino el discurso poético en el que se ha visto acumulada la nostalgia y el ánimo por lo intangible del soporte mestizo chiapaneco.

Chiapas es en el cosmos
lo que una flor al viento.
Es célula infinita
que sufre, llora y sangra.
Invisible universo
que vibra, ríe y canta.

Chiapas, un día lejano,
y serena y tranquila y transparente,
debió brotar del mar ebrio de espuma
o del cósmico vientre de una aurora […]

Chiapas nació en mí:
con el beso primario en que mi madre
marcó el punto inicial del sentimiento.

Chiapas creció en mí:
con los primeros cuentos de mi abuelo,
en la voz de mi primer amigo
y en la leyenda de mi primera novia.

Desde entonces,
Chiapas es en mi sangre
beso, voz y leyenda […]
 


       2. El sitial de los otros


Pero la anímica y altruista construcción de estos poetas no impide la lectura de otras incursiones temáticas y operativas. Así, podemos decir que la poesía escrita en lengua castellana en Chiapas durante el siglo XX remite a ciertas constancias temáticas que operan el conjunto semántico de la misma. La ciudad, la muerte, el problema vital del sujeto, la presencia o la ausencia del otro, el origen y el viaje, son algunas de las obsesiones más persistentes. A su vez, estas se cifran —por lo menos— en tres tendencias veladamente definidas: la aprehensión inmediata del entorno como fenómeno prevaleciente; el hoce y la melancolía de las emociones como núcleo enunciativo, y la vocación sustancial por el lenguaje como continente humano y cósmico.

A partir de la década de los noventa, algunos poetas chiapanecos de la generación de los sesenta y principios de los setenta,7 iniciaron la aprehensión del oficio poético concebido como una vocación sustancial por el lenguaje —referida, en ciertos casos, a un ente cósmico dador y convocado; y, en otros, a la inherencia de sí mismo, una suerte de autorreferencialidad poética— más allá de las formas discursivas y las constantes semánticas de la inmediatez escénica, el decadentismo paisajista, la queja sentimental y la recurrencia por la poética sabineana, que habían echado sus raíces entre la mayoría de los grupos convencionales de creadores en la entidad. Posicionados en la convicción del diálogo poético universal, que permite la prioridad por la traslación de sentido, el reconocimiento de la otra voz, el fluido de la metonimia del cosmos o el perpetuo servicio de la palabra en sí, dicha generación ha estimado un juego de voces cuya apuesta central presenta diversos grados de madurez y matices que van de la aspereza del verso —resultado de un descubrimiento táctil, visual y sonoro aún incierto— hasta la sólida consonancia de mundos cada vez más particulares y vastos.

Esta condición poética opera en dos escenarios de acción, que trasladan a la escala geográfica e histórica de la región una problemática mundial confrontada —a partir de la irrupción de las vanguardias— del ejercicio de la escritura poética: la poesía como canto, y la poesía como un hecho autónomo del lenguaje. La primera celebra, revela y mantiene una conciencia poética del cosmos; la segunda —producto de una colisión— escinde, toma para sí e instaura. Canónica y Eterna, la primera; Herética y Mortal, la segunda. Herencia y Negación. Canto de la vuelta tonal del Todo y de lo siempre naciente. Vertiente de sí misma y de su impalpable fugacidad. En la primera cabe lo que Eduardo Milán ha llamado “poéticas del regreso”: la fidelidad de la vuelta a un tiempo “aurático”, como respuesta a la ausencia de un lugar trascendente, terreno de la modernidad.8 La segunda aludirá, pienso, a lo que el mismo Milán refiere respecto al dominio de la reflexión en el escenario del poema contemporáneo; “la palabra poética habla de sí misma: debe conservarse como saber”, es decir, la “poética de sí misma”.9 Contemplar o Saber. Convocar o Inaugurar. Retornar o Empezar. Lo cierto es que entre una y otra se abre el abanico de la representación del mundo y la credibilidad de la aprehensión de sus formas.

En esta fluctuación del estar y no estar, de la operatividad en un mundo regido por la levedad, por las condiciones de lo efímero y lo inestable como valores prioritarios, y por el escenario del no lugar como instancia del anonimato posmoderno,10 se genera la poesía de los seis poetas chiapanecos aquí abordados. Elegí seis como símbolo de ambivalencia y equilibrio, a la manera de lo que Juan Eduardo Cirlot11 llama el número de la prueba y el esfuerzo. Seis, también, por la direccionalidad del espacio y la terminación del movimiento. En este caso, la dirección del espacio poético y la terminación del movimiento del poema, nos da una lectura de la prueba y el esfuerzo por loa que nos conduce la poesía de Roberto Rico, Carlos Gutiérrez Alfonzo, Eduardo Hidalgo, Luis Arturo Guichard, Ignacio Ruiz-Pérez y Bernardo Farrera Vázquez. Seis particularizaciones del mundo, seis construcciones de su arraigo o su desarraigo; seis avatares de la cifra del mundo.

La propuesta tiene, a su vez, una subdivisión triática, a manera de síntesis poética o resolución del número mayor en un orden mental o espiritual, ternario por excelencia. Así, los poetas nacidos en los sesenta ocuparán la primera tríada: Rico, Gutiérrez Alfonzo e Hidalgo. Los nacidos en los setenta ocuparán la segunda: Guichard, Ruiz-Pérez y Farrera Vázquez. En el cruce entre una y otra tríada podemos encontrar, diagonal o verticalmente, ejes de lectura que se corresponden sin afectar el corpus contenedor de cada poeta y el anima mundi de su voz.


       3. Poetas finiseculares
 
Roberto Rico (Cintalapa de Figueroa, 1960) es poseedor de una convicción poética donde comulga la tradición y la ruptura, en aras de una continua transferencia poética como autoimago y no como imago mundi. De Reloj de malvarena —su primer libro— a La escenográfica virtud del sepia —el más reciente—, su poesía desacraliza el paisaje, para convertirlo en espectáculo del mundo, agencia de los sabores y los neologismos, carnaval barroco atemporal donde se convoca, pasa, estancia y conversa la historia de la literatura universal con la historia personal.12 A decir de Jesús Morales Bermúdez, en su poesía se mueve “por principio, una ruptura y una continuidad con las letras en Chiapas […] Con el suyo propio se construye otro mundo, un mundo nuestro al que no estábamos acostumbrados. Es como vernos desde otra estancia”.13 Y esa otra estancia enfrenta el tema de la tierra, declarándole un nuevo sentido, opuesto a la gallarda descripción de la fisiografía de la región, modificada por la facultad de la lengua que revela el múltiple abanico del mundo. Así, convergen el instante visual del haikú japonés y del ideograma chino, en estrofas de variada estructura que asemejan papalotes en filigrana.

LA LUNA es un totopo enorme.
Al unto mantecada
por Tablada su cal moruna.

El sol aún colude el irigote
de suponer que al retardar su casting
vendrá caritativa concha de apuntador que lo levante.

La luna en el proscenio se indispone.
Envuelta en bordadura de sus halos,
pareciera querer la prima donna
hundirse en una funda de almohada azul de nosocomio […]

En Rico hay una superposición de mundos y una laberíntica comprensión de la esencia de los seres y las cosas. En su poesía, la llamada “economía de lenguaje” es un doble acierto: la hermética compilación del código y el reposo del dragón como una serpentina de metasignificados. Si calzar la poesía es transportarse en andas, Roberto Rico lo hace, entonces, por encima de la emoción frontal, y atisba por la periferia del ojo, como para convencernos de que no está ahí, de que es pura escenográfica virtud, pero el envés de su concomitancia nos hace volver adentro para curarnos del retén retórico y la sospecha vanguardista.

Un yerro de celeste esgrima
nos articula. Somos lampo, tarda
persignación apócrifa;
una doctrina maquinada
por el brío arborícola de un hombre
clavado en posición fetal a su madero curvo.

Tallado entre las cuencas
encaradas al astro filicida,
pervive, feligrés
abreviatura, el signo de la interrogación cerrada.

Espacio y movimiento son, en la poesía de Roberto Rico, agencia de sí y del imaginario poético y cultural verbalmente canónico de Oriente y Occidente. Espacio devenido en epicentro del lenguaje. Movimiento vibratorio de la superficie y el cimiento. Así, reafirma su tarea por desvelar no sé si la notable verdad poética de los seres y las cosas o el rostro de sí mismo; bien se trate de un monosílabo, bien de un personaje mitológico, bien de una labor doméstica gastronómica o bien del mínimo cúmulo de lo cotidiano, con un acento mortal y una sensación gitana de la luna negra. Después de ese vacío mallarmeano (del que hablamos al principio), voces como las de Rico son esa constancia del transferir y del des-asirse y des-decirse de lo que el mundo nos ha conferido como cabida. Un des-asirse y un des-decirse sin pausa. Un proyecto de Sí en su más estricto sentido. No hay caverna platónica sino el afuera y el adentro al servicio exclusivo de esa neo-convocatoria de la traslación poética.

No debía quejarme.
Cierto que no podía lamentarlo.

Pero entre la certeza
y el crepúsculo
yo merendaba solo,
sin oportunidad de contraer buenos modales.

-¿Me pasas el salero, por favor?

Solo me queda una maraca
donde agitar el cisco de lo que alguna vez bailaste,
casta como kermés de un campo nudista para ciegos.

Como una franca y obstinada vocación alquímica, Rico ha sabido atesorar el centro ígneo de la palabra. Su poesía no es el sometimiento conversacional previsible sino la conversación, el debate y el consenso íntimos con el signo. A saber de su perfil hermético, su obra ha apostado al mando prometeico del fuego como valor en sí. En él, la materialidad y la inmaterialidad del mundo convergen y se transmutan en el poema, en el ocurrir del poema. El afuera y el adentro del mundo solo tienen un asidero: el poema. Y éste pertenece a un mundo: la poesía. No importa dónde comience ni dónde termina, porque ni comienza ni termina, ocurre. Es de cierta manera, lo que Viridiana Chanona ha llamado “La seducción alquímica del lenguaje en Roberto Rico” y que “puede desmembrarse en una alquimia de la construcción y postura poética neobarroc(s)a, en la seducción de sabor y olor de lo culinario desde el referente que representa la cultura e identidad regional, como el imaginario colectivo de reconocimiento y representación, como suele apreciarse en algunos de sus poemas”.14 Consciente de esta sabiduría, Roberto Rico ha gestado en el taller del fuego una obra cuyo potencial de lenguaje no tiene comparativo entre los poetas de la región. Ha tenido, en la paciencia, su mejor aliado y su más férreo rival. Ars vitraria es la más reciente prueba de ello.
Esta breve plaquette de 19 páginas, publicada en 2013, abre con un verso que bien puede ser la definición de su poética: con ímpetu fabril mantiene el pulso de la vigilia del mundo. La poesía como lenguaje del lenguaje, como antítesis de éste. El modelo perdido y el neologismo hallado por labor del círculo encendido.

Bisel en ascuas, rígida postura; aquí el herrero
extrema su cuidado. La mirada vidriada será
refundición inquebrantable para imprimir ese
traspaso de la luz hacia cóncavo retiro.

Un recorrido por lo vítreo, lo vitral como refracción de sí, no como espejo del mundo. El sentido de lo ígneo y la derivación inanimada del fuego. Así, Fakidermo es la metáfora del dolor, lo vítreo como sensación marginal. El vidrio como filosa analogía de la precariedad humana ante el orden del mundo. Espera la luz roja del semáforo para acostarse en / vidrios.

De modo intempestivo, la lluvia granizada percute
sobre la envoltura del camastro portátil. Antes de
abandonar el escenario, observa los fanales que en
relevo intermitente redondean las luces persuasivas
del poste y su categórica tozudez semaforística.

Es en la serie de estancias poéticas denominada Parque temático (argamasa y vidrios al borde de una baranda) donde asienta sus reales la relación entre opuestos. Un ars sinestésico de música, mito y poesía a la postre materia de lo común arquitectónico o la arquitectura de lo común. Lugar y concepto, origen y dispersión, alusión y base cultural devenidos en la fragmentación del tiempo. No es la barda sino el filamento de la misma, su cresta o cina como coronación de las semejanzas, en un vaivén de octópodos telones: / Paradiso Diáspora Rapsodia, el misterio clásico de la poesía pronunciado infinitamente presente.

Por su hechura sin tacha,
el horizonte de inobjetable cima en filamentos
traduce la pacífica querella
que los cristales rotos de una tapia
sostienen contra el ceño de quien mira
-caleidoscopio a la intemperie-
los fragmentos del tiempo tornadizo.

Ahora bien, la poesía de Eduardo Hidalgo (Huixtla, 1963) abreva, por una parte, en un escenario temático medular en la comprensión del mundo y el trayecto de la poesía universal: la muerte. Temática cuyo caudal, intenso e insondable a la vez, ha cautivado todos los referentes humanos hasta constituir un canon abismal. De hecho, en el sitial de la poesía de Chiapas, es inapartable referencia Algo sobre la muerte del Mayor Sabines, de Jaime Sabines. La actitud canónica con la que solemos asomarnos a la figura de Sabines se inicia con una mezcla de colisión y desnudez solo comparable con otros dos poemas fundamentales de la poesía mexicana del siglo XX: Muerte sin fin, de José Gorostiza, y Piedra de sol, de Octavio Paz. Independientemente de la filiación emotiva, estilística o cultural que podamos hallar en ellos, los tres establecen un aparato crítico del mundo, de su aprehensión poética y de la conducción constructiva que el lenguaje le concede a dicha aprehensión poética. Los tres inauguran, respectivamente, en nuestra poesía, una manera de ver la telúrica fatalidad de la figura del padre, la eterna persistencia de nuestra medida mortal entre la fe y la razón, y la conversa verbalidad mítica en los signos de nuestra historia. De ahí, el sentido fundamental que les otorgo. Hidalgo, pues, si bien prolonga un tema poético que ha tenido notables alcances en Sabines, Gorostiza y Villaurrutia —alcances que oscilan entre las verdades particulares, a las que alude José Joaquín Blanco, y el idealismo empirista de las impresiones—,15 también hace honor a su ventisca caballeresca. Su libro, Eco negro, es un canto por lo perdido, lo revelado y lo hallado en la muerte. Una estética palpitatoria de lo recobrado entre los escombros de lo citadino y el encuentro filial e intemporal del nosotros. Una estética de la percepción más que de la impresión.

Con toda su carga de tedio
lentamente
la ciudad se adentra en los restos de la tarde
El hombre espera una señal
mientras el sol realiza un simulacro de suicidio
espera
Mientras la sombra desenrolla su enorme negra alfombra
también Ella espera una señal

La vida es ixcanal en sus costi

A penas llega Él a una orilla de la noche
y tira su corazón en un anzuel
¡oh!

La nostalgia es un pez de boca grande
y en el río el reflejo le muestra
al hermano siamés del sufrimiento

Espejo río noche

sitio donde pende el hombre de su diaria desdicha desoída
crucificado en sí mismo es el cuerpo
la sed
la lanza
y el vinagre

Por otra parte, su poesía abreva en una aflicción formal por arrebatarle a la tradición su pasaporte de verdad, representación y fidelidad cantora del universo. Para Eduardo Hidalgo, su paso por el mundo es siempre un paso inaugural. De ahí, la producción de una poética siempre irreverente, lucida en la revolución y devolución del poema. El poema que anuda nuestras flatulencias semánticas y libera el fantasma que acecha las aristas del lenguaje. Espacio y movimiento no por virtud del oído del mundo, sino por el oído de del poema: Revolución y Devolución. Así, en Preparo mi viaje,16 persiste la ausencia de la emotividad lírica y la presencia del otro que no es el otro —Borges, Cortázar, Pellicer, Carroll. A partir de los recursos plásticos y escénicos del performance y la instalación, el lenguaje poético se asume como representación de su representación. Una representación espacial y móvil que se retrae a sí misma.

Un laberinto, dos laberintos
por Jorge Luis Borges
                                                …rectas galerías
                                                que se curvan en círculos secretos
                                                al cabo de los años
                                                Jorge Luis Borges, El laberinto

En este punto empiezan las paredes:
se llama casa, y siempre habrá un espejo
que habrá de reflejarte a ti, a ustedes
dos: el real y el mentido en el reflejo.
En los gestos vertidos a la inversa
irás reconociendo el laberinto
que crece, que se olvida, que se inventa,
que siempre es diferentes y siempre el mismo.
No siempre el laberinto inventa al monstruo:
el monstruo es quien confunde, quien complica,
quien duplica el camino y uno es otro
que se abre pero a nada comunica
y siempre estamos buscándonos por dentro.
En fin, para los fines decididos,
como una instalación, en este espejo
voy a instalar la sonrisa del niño,
voy a instalar las arrugas del viejo.


A decir del jurado calificador que otorgó a su libro Viene de antes el Premio Regional de Poesía Rodulfo Figueroa 2006, Luis Cortés Bargalló, Francisco Hernández y Eduardo Hurtado, encontramos “el testimonio de una conciencia plenamente crítica, que asume con humor y un raro sentido de construcción la idea de que se escribe desde la tradición y, de forma simultánea, a contracorriente de ésta”. La puntualidad del enunciado anterior nos sitúa en un mundo ambiguo y de práctica inacabada, características en las que se ha volcado buena parte de la poesía contemporánea de Occidente.

Más allá de la unívoca percepción mimética del mundo y su andar de sombras, siempre a expensas del referente real, la poesía de Eduardo Hidalgo sigue apostando en él a las márgenes del entredicho; aquello que cae y se levanta no solo al mismo tiempo sino en un mismo espacio: el espacio de la voz. En su primera parte, Para un libro en formación, la voz del poema desciende antes de su nomenclatura. Es un estar como de niebla, un prolegómeno que también ya no está y que, por consecuencia, habrá que cerrar con el único elemento que ha permitido su apertura, a la manera de un guiño huidobriano: “el giro de la llave dorada cierre bien el texto”.

Apertura y cerradura, dos ejes de una misma bisagra. No es el ímpetu frenético de los futuristas. Es el paso de la Palabra por dos de los elementos formadores, según una tradición, la oriental: aire y madera. IRA DEL AIRE, FIRMAMENTO Y MADERA, dice el poeta, y al decirlo reinaugura el aire y la madera en su aire y su madera, que a su vez constituye un homenaje al poeta Jorge Eduardo Eielson, el gran cantor sudamericano de la contemplación minimalista de los seres y los haceres. Eielson y su interioridad budista, contemporáneo de una tradición que —como dice Borges— nació hace dos mil quinientos años, y no ha recurrido nunca al hierro o al fuego, nunca ha pensado que el hierro o el fuego sean persuasivos. Voy a escribir un texto al que pondré por título / FIRMAMENTO Y MADERA / el cual será una descripción / de un íntimo performance de afán premonitorio. / Será todo ambientado en esta época / del año. Que sea ésta la casa. / Sobre el corcho en la pared tendrá la frase la punta de mis dedos… a manera de epígrafe. Será Eielson mismo el poeta escribiendo / sobre el polvo que se cuela de la calle.

La segunda parte se titula Como si nada. En ella. Hidalgo retorna a uno de sus ejes temáticos más persistentes, por no decir, obsesivos: la muerte. A diferencia de Eco negro —su libro anterior— los poemas en turno ocupan un recurso fiel a las poéticas contemporáneas, que la crítica y la teoría de la recepción se han encargado de poner en boga: el paratexto. Así, el poema tiene un doble asidero, una doble conversión y una doble conversación: Díptico por Sylvia Plath; Mishima y el espejo; Deseo y la medusa. Pero es, también, la apuesta por el Otro y el Yo, destino que se va pero que viene, y el suicida que en su acto último inaugura el mito siempre naciente de su partida. Emisión de voces y plática que consta. / Hay que ser todo oídos, no oírse, estar. / No lejano como estrella sino atento, / no atado al mástil ahora y oír / a las sirenas que me llaman Ven / como si éste fuera mi nombre.

Este paretexto adquiere una escala más en la tercera parte, cuyo título: No se explica, es piedra angular y toma del mundo en la poesía de Hidalgo; poética de la poética. Así, la nota al pie es el paratexto del texto, la referencialidad que no explica sino que detona la autorreferencialidad de origen en una referencialidad de modo; es decir, otro modo de percepción del mundo, continuo y progresivo. La convergencia no es mallarmeana, sino fuga y reinstauración de sí en sí, como ocurre en Paréntesis con superhéroe: No me mandes a volar. / Si vuelo quedarás asombrada / y quizá hasta me ames.17 / OK, aquí voy. / Sólo muévete un poco más hacia atrás, / por si acaso.18

El impulso final de Viene de antes tiene que ver con lo que el jurado calificador llama “la inquietante idea de que el poema mismo es un proyecto impracticable”. Por ello la intrincada relación entre el epígrafe de José Carlos Becerra y el lúdico acertijo poético de los poemas con los que cierra el libro. Porque Viene de antes cierra, no concluye. “No tiene la naturaleza ni pies ni cabeza” reza el fragmento de Becerra. Eduardo Hidalgo ha respondido y sigue respondiendo, entre Xavier Villaurrutia y Joaquín Vázquez Aguilar, a los perturbadores rupestres que hoy se rasgan las vestiduras: más allá siempre habrá un más allá más allá de la llama estará la quemadura / quemadura que me durará más allá de la llaga / más allá de la herida / la costra / la huella / más allá del suelo estará la caída / todo acá tiene su allá / y su más allá / meternos en nosotros es buscarnos más cerca / y más lejos.

En su libro más reciente, Un hombre que cae está enfermo de gravedad, Hidalgo reafirma la ruta binaria que ha significado el recorrido de la poesía. Un ars combinatoria cuya audición y visión no es ni partícula áurea ni incredulidad última, sino lo uno en lo otro y viceversa. A lo largo de su obra —y ocupo el término “largo” en cuanto a dilatación y copiosidad— Hidalgo ha ido acopiando y desplegando a la vez un paralelo de mundo poético que no únicamente emite la doble vía como acto de fe impostergable del asir y decir poéticos, sino también, una especia de mediumnidad vertical concreta, cuyo grado de posesión termina por ofrecernos una imagen de nuestra abismalidad terrena.

Desde su inicio el poeta ha tensado una cuerda al vacío en cuyos extremos cubran el mito alado del poeta y el dilema transitivo de la poesía. Un drama que es a la vez un sueño: la poesía nos salva, nos redime y nos provee de una realidad otra. Desplegada como un mapa multigráfico, la poesía de Eduardo Hidalgo puede leerse así, no como un afán programático sino como la progresión visual y auditiva de una Obra. Entre la espera y la desesperanza, su voz ha viajado por una encrucijada que indica el reto filosófico que el encuentro con la Esfinge ha sembrado en nuestra entidad humana: ir más allá o a ninguna parte. No se trata de una demostración circense sino de asumir los probables caminos de la escritura poética como asidero y discurso, hecho diferencial con la polémica de los caminos irreconciliables.

Eduardo cree al igual que yo en “el azaroso oficio”. En El equilibrista y otros actos de fe empleo esta construcción verbal metafórica en su dinámica de vértigo y abismo. Quizá Hidalgo conjuga colapso y oscuridad con vastedad de sombras en Tema de amor (contenido en este volumen). Asistimos a una reconvocatoria de la poesía no asumida hasta hoy en Chiapas. Una cultura de la fatalidad apoyada en el paratexto como recurso de implosión y fuga (incorpora el paratexto de la informática, el discurso preventivo de la no eliminación como un segundo plano del sentido). Un eje que extiende y esparce, a la manera de Enrique Lihn como antecedente del poeta fuerte del que habla Harold Bloom en La ansiedad de la influencia, y que como buen clinamen, Hidalgo traiciona mediante su tesis poética de la nada como realidad perceptiva. Así en Elogio de nada la voz de la madre se convierte en la voz al vacío, impersonal y esparcida al infinito. En estos poemas desde, sobre y hacia la nada, la poesía forma un conjunto de lo onírico, la simulación de sí, el desplome y la reasignación de los signos del lenguaje.

Un hombre que cae está enfermo de gravedad es una provocación aérea donde la atracción / repulsión son actos combinatorios e ineludibles. El aire o el “hacer” del aire como observador deífico del quehacer del poeta. Cambia la mirada (y por ende, la apropiación visual del instante poético), la forma del constructo de esa mirada y la operación consecuencial de ambas: el discurso. Por tanto, no es el poeta sino el dedo deífico que no sabe leer la voz del sujeto poético; tal vez por su contaminación citadina, la civilización (en su afán rector) se ha puesto una veladura a sí misma: “pobres noves de ciudad que no me saben leer”. En ese extraño impulso hacia el vacío que alguna vez sentimos los seres humanos, Eduardo Hidalgo discursa como en un doble terreno sobre el que articula su axis mundi. Los momentos esenciales en el pensamiento científico moderno: Isaac Newton y la teoría de la gravitación universal y Thomas Alva Edison y el descubrimiento aplicativo de la energía eléctrica son principios paródicos que permiten al poeta la siguiente enunciación digamos “lapidaria”: “Lo extraño es ver lo etéreo pasar de largo”.

Diferente es el casi de la poesía de Carlos Gutiérrez Alfonzo (Frontera Comalapa, 1964). Armonía y equilibrio comprendidos y contenidos en la Luz. Luz, “fuerza creadora, energía cósmica, irradiación”.19 A la par de la influencia mística española, la integración con la Unidad, con la divinidad, es “el triunfo de la verdad, la victoria del arte y de la virtud. El artífice vence las rebeldías de la forma y llega a la consonancia perfecta, a la apretada y bella concordia entre la idea y la palabra”.20 Pero si en trabajo de elevación espiritual, como dice Mutis, no es la fundición sino la desaparición del tiempo y espacio por obra de la unión con la fuerza superior, peste puede transitar del encuentro de su interior con el fuego reinante —como en San Juan de la Cruz— o en “la presencia de la divinidad como liberación del encierro de la mente y omnipresencia de la memoria”21 —como en el poeta argentino contemporáneo Héctor Viel Temperley.

En la poesía de Gutiérrez Alfonzo siempre hay un zarzal ardiendo delante de su boca, a la manera de lo que Gilles Chazal ha dicho con respecto al icono: “en el icono, el punto de fuga está delante de la obra, como si estuviera ante la mirada del espectador quien no tiene ante sí un espacio que se cierra, sino un mundo que se abre”.22 Así, ante los ojos del poeta, en Vitral el alba, todo se abre, porque todo está y todo cabe en la divinidad; su casa de piedra, su hora tersa, su piel alada. Y esa doble exposición de tono místico —estar y caber— principia, vuelve y se resuelve en la palabra.

En mi casa de piedra
crece y me aguarda el verbo el principio
Centro de donde brotan siete ramos
de azucenas y se divide el mar
de la memoria herida
prodigio que se muestra
En la profundidad de su dulzura
el verbo me recibe

En esta hora tersa
en que la luz al fin de acompaña
después de la tormenta
sin excesos y libre
reposo en tu sonrisa me despojo
Quédome descubierto
envuelto por tu fauna matutina
seguro de tu mano
a salvo del dolor
buscando siempre quieto la aventura […]

La poesía de Carlos Gutiérrez Alfonzo no busca la palabra, encuentra la Palabra. Y este encuentro es luminoso; pero también es el sacrificio en aras de una “santa locura” que lo lleva el Centro de sí. “Santa locura” en la cual contempla, con apenas versos, con abundancia sígnica, el tropo de la Luz.

No quiero ser mayor solo distinto
dispuesto siempre a la locura
capaz de reconocer en cada calle
el plácido sabor que deja el día […]

Entre Wang Wei y San Juan de la Cruz, entre Basho y Viel Temperley, su poesía ocurre al paso de la salvación perceptible pero casi innombrable. Quizá a caballo de un impulso a la manera de Yves Bonnefoy —el despliegue y repliegue del espíritu, advertido por el poeta francés en Del movimiento y de la inmovilidad de Douve, la voz de la carne y la voz del espíritu—, Carlos Gutiérrez Alfonzo no toca el mundo, sino que el Mundo —con mayúsculas— lo toca, porque en él obra la línea vertical de lo divino. Es, al igual que Bonnefoy, la voz de la carne y la voz del espíritu, pero, a diferencia de aquel, su ruta mediadora no es la muerte sino el hilo de plata entre el hombre y lo divino, entre la voz y La Voz, el alba reflejada en Sí.

Es decir, hay niveles del mundo y de Mundo. Llegar al Centro del Ser es encontrar la caverna, la cavidad del corazón. Espacio y movimiento son, en la poesía de Gutiérrez Alfonzo la vía interior de lo exterior, y viceversa. Entre uno y otro no solo hay un proceso conversacional que opera, poéticamente, desde el murmullo. También hay una audición del silencio. Oír es abrir y depurar. Saciarse con los sonidos de lo sagrado es mover el canto en el espacio de la palabra.

Trozo de Dios
trazo de
Dios el silencio
fuente de toda serenidad
agosta
los bordes de la barca el silencio
habré de Dios
abre de Dios
la casa

 
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1 En el caso de la nostalgia del origen, sin duda el ejemplo señero es el poema Canto a Chiapas de Enoch Cancino Casahonda (Tuxtla Gutiérrez, 1928-2010), contemplación cósmica de un Chiapas nutriente y exaltación poética de los lugares comunes culturales, donde se ha querido asentar la identidad mestiza chiapaneca. Ahora bien, en cuanto al reconocimiento mítico y lingüístico de sí mismo, es fundamental la construcción del espacio sagrado en la poesía de Efraín Bartolomé (Ocosingo, 1950), tal como ocurre en Ojo de jaguar, poema y libro de emergencia, del retorno a lo prodigioso y de la poesía como celebración del Mundo.

2 Véase Ruiz Pascacio, Gustavo. Los fantasmas de la carne (las vanguardias poéticas del siglo XX en Chiapas), ed. UNICACH, 2000.

3 Altuna Elena, et al. Tópicos del seminario 5, El discurso del otro, ed. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2001, 175 pp.

4 Para una profundización en el concepto de la Mater tellus, acudir a los estudios de Mircea Eliade sobre historia de las religiones, a saber: Tratado de historia de las religiones y Mitos, ritos y dioses.

5 Véase Ruiz Pascacio, Gustavo. “Heredad y traslación: lo simbólico-sagrado en los poetas tuxtlecos mestizos”, en Los zoques de Tuxtla. Como son muchos dichos, muchas palabras, muchas memorias. Centro de Investigaciones del Patrimonio Cultural, Coneculta-Chiapas, 2006.

6 Navarro, Gelda. “La nostalgia del origen como condición ideológica en el poema Canto a Chiapas de Enoch Cancino Casahonda”, en Revista Fin de Siglo, 7, diciembre de 1999, Coneculta-Chiapas, México.

Nos referiremos aquí a las voces de Roberto Rico, Carlos Gutiérrez Alfonzo y Eduardo Hidalgo —nacidos en la década de los sesenta—, a quienes llamaré finiseculares; y Luis Arturo Guichard, Ignacio Ruiz-Pérez y Bernardo Farrera Vázquez, de la generación de los setenta, a quienes denominaré novísimos

Milán, Eduardo. “Retornar a dónde. Sobre el regreso poético”, en Justificación material, ensayos sobre poesía latinoamericana, ed. Universidad de la Ciudad de México, Colección Al margen, México, 2004, p. 133 ss.

Ibidem, p. 118 ss.

10 Augé, Marc. Los no lugares, espacios del anonimato. Ed. Gedisa, Barcelona, 1998.

11 Cirlot, Juan Eduardo. Diccionario de símbolos, Editorial Labor, Barcelona, 1988.

12 Ruiz Pascacio, Gustavo. “La poesía de Roberto Rico: la palabra como homenaje y transgresión”, en Revista Fronteras, 19, inverno de 2000, pp. 89-91.

13 Morales Bermúdez, Jesús. “Hacia la casa del canto: la orfebrería de Roberto Rico”, en Revista Fronteras, 19, invierno de 2000, pp. 92-93.

14 Chanona, Viridiana. La seducción de la alquimia: sabor y olor en la poesía de Chiapas, p. 39, ms.

15 Blanco, José Joaquín. Crónica de la poesía mexicana, ed. Katún, México, 1981, pp. 172 ss.

16 Libro en preparación.

17 (como a un superhéroe, quiero decir)

18 No quiero
       caerte
       encima 

19 Cirlot, Juan Eduardo, op. cit., p. 286.

20 García, Félix. “Fray Luis de León”, en Poesía completa de fray Luis de León, Aguilar ediciones, Madrid, España, 1971, p. 10 ss. 

21 Milán, Eduardo, en Viel Temperley, Héctor, Crawl y Hospital Británico, ed. Universidad Juárez Autónoma de Tabasco, Colección Pellicer, México, 2003, p. 10. 

22 Chazal Gilles, “Ver la luz”, en Luz del icono, Alain de Gourcuff Éditeur para el Antiguo Colegio de San Ildefonso, París, 1997, p. 18.