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No. 104 / Noviembre 2017



Marti Lelis
(Ciudad de México, 1968)

 

Salvar caracoles con palabras

Por eso las palabras eran instrumento y estorbo, gozo y desgracia. Porque no alcanzaban, aunque todas estuvieran metidas en el diccionario. Nunca bastaban. Nombrar resultaba fácil, aunque infinito; no digamos ya combinarlas para recuperar, transmutada en fantasía, la visión matutina de un caracol rezagado en las baldosas (tras una noche de lluvia pertinaz) deslizándose con prisa hacia la próxima jardinera, hacia el refugio húmedo y oscuro a la sombra de una piedra. Un caracol todo antenas, carapacho, un puro músculo blando y ambulante; una tensión de muerte posible bajo la suela de un zapato: apenas un crujir molesto y un gesto de asco. Un caracol arriesgando su caracolidad tras una noche de roer retoños más allá de sus dominios, a donde se aventuró por la lluvia propiciatoria, atraído quizás por el aroma de otros alimentos más tiernos y al alcance. Bastaría tomarlo con cuidado y ponerlo sobre la palma de la mano, observar de cerca las manchas únicas en el caparazón, para sentir en esos puntos pardos lo que se siente al mirar noches estrelladas, adivinar constelaciones contenidas en galaxias, pausar la respiración ante la poesía vuelta poema en las manchas del extraviado quien, ahora, es puesto ya sobre las hojas perladas de rocío en un alcatraz que hunde inocente sus raíces en la tierra y se abre al cielo en espera del sol y la siguiente lluvia.

Por eso las palabras, instrumento y estorbo, gozo y desgracia, piedra y estatua, nunca nos alcanzan. Si se encuentra un caracol en las baldosas, deposítese en una planta.

 

Manera festiva de romper espejos

La necedad busca gardenias y labios,
se vuelve fantasma del páramo
que antes era jardín de abrazos, perfecto redil de sonrisas.
¡Que vuelva a llenarse de tus manos y miradas tiernas
el terco erial de mis espejos!
Y es que ahí,
en el mercurio enmarcado,
no te veo,
sólo me miro a mí,
a veces, cuando el azogue pasa por alto
lo que tengo de quimera
y refleja las noches que no duermo,
ocupado en librarme de tanta y tanta palabra.
Aún así,
           me rebelo,
                     me revelo y rompo
                               —¡qué alegre, cómo suenan,
                                                 tercos, trozos, rotos!— los espejos.