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Pausas
Carlos Adolfo Gutiérrez Vidal
Edición electrónica del autor,
México, 2012.

Por Francisco Segovia
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No. 105 / Diciembre 2017-Enero 2018


 

 

La ley del desierto


No sé si voy a poder decir lo que quisiera decir sobre las Pausas de Carlos Adolfo Gutiérrez Vidal, pero en algo me consuela sospechar que tampoco él mismo dice del todo lo que quiere decir en sus Pausas. Me pasa con sus poemas como con la pintura abstracta; es decir, que no sé si yo le pido al pintor algo que él se resiste a darme, o si él me pide a mí algo que yo, no sé por qué, me resisto a darle. En cualquier caso, lo primero que noto al leer sus poemas es que hay algo que echo en falta. Volveré más tarde a esto de la falta. Por lo pronto me bastará con señalar que hay algo que queda fuera (fuera de lo que está escrito o fuera de lo que es leído) y que a mí esa omisión me deja con la seguridad de que construyo mi lectura en torno de un vacío. Es tan fuerte la certeza de ese vacío que no puedo resistirme a la idea de que la omisión no es una mera construcción de mi lectura sino que el autor mismo la puso ahí; que levantó su obra rodeando ese vacío. Y entonces se me ocurre pensar en el herrero del chiste, ése al que le preguntan cómo se hacen los cañones, a lo que responde: “Pues fácil: se toma un agujero y se lo forra de hierro”...

Como es difícil decir algo sobre el puro agujero, comenzaré hablando del hierro que lo rodea; es decir, de lo más evidente que hay en los poemas. No de sus detalles básicos (puntos y comas, sílabas y versos; cosas que, por cierto, le importan mucho a Gutiérrez Vidal) sino de algo más general: del paisaje, que es casi el único asidero firme que nos deja el libro. Se trata de un paisaje que también podríamos llamar abstracto, pero por una razón distinta de la que nos lleva a calificar como abstracto un cuadro, pues en el caso de estos poemas la abstracción no obedece a una intención del autor, y ni siquiera a una interpretación del lector, sino que aparece como un desencarnamiento de la naturaleza misma. Hay en todo el libro una luz quemante, inhabitable, desollada y desolladora. No una luz al rojo vivo sino una luz al rojo blanco, capaz de incinerar —o, mejor, de sublimar— en un instante cualquier cosa que entre en ella. No por nada el poema que abre el libro se titula “Canícula”. Luz intensa e inclemente, sí, pero también a su modo metafísica. Más que luz, espectro de la luz; fuego fatuo que alumbra un mundo de cosas que solo viven en el breve instante de su propia incandescencia. Es a eso, supongo, a la súbita y breve incandescencia en que arden las cosas y las almas, a lo que Gutiérrez Vidal llama pausas. Porque en el paisaje que retratan sus poemas lo normal es la yerta desolación de los desiertos, de manera que sus interrupciones, sus pausas, representan los momentos en que el vacío cede brevemente a la presencia, aunque no para darle a la vida el consuelo momentáneo de una carne sino al revés: para hacerla padecer el infierno de su luz abrasadora.

Un paisaje metafísico, he dicho. Sí. ¿O no son metafísicos todos los desiertos? Dominio de Xipe-Tótec, Nuestro Señor el Desollado, que solo se mantiene precariamente en pie porque la sal de su desierto se hace costra en la carne viva antes de acabar de corroerla, carcomerla, y hacerla polvo y más arena del desierto... Pero exagero. Aunque es verdad que hay algo salvaje en el paisaje de estos poemas, también lo es que éstos no apuntan llanamente al sacrificio cósmico pero inmanente de los dioses mesoamericanos. En cierto modo apuntan a él, sí, pero no al modo en que parece sugerirlo la mención de Xipe-Tótec sino al modo en que el sacrificio remite al pecado y a la culpa; es decir, al modo del cristianismo, que hace a cada quien culpable —personal, íntimamente culpable— del drama cósmico... Luz del desierto: mirada de Dios que mira eso... Mirada que desnuda, que desuella... “Canícula”, el poema que mencioné antes, lo dice así: “Furia que arrastra la impureza y puebla el estío como réplica inocente”…

No creo que sea por mera coincidencia que a estas Pausas vaya a seguir un libro —ya casi terminado, hasta donde sé— titulado Omisiones. Los dos comparten un mismo paisaje y los dos subrayan la falta, aunque de maneras algo diferentes. Las pausas interrumpen lo que ocurre o se presenta; las omisiones, en cambio, lo escamotean; o, mejor dicho, lo obliteran. En cualquier caso, ambos se centran en algo que se hace desaparecer o no se deja aparecer, pero que es, y que de algún modo incluso está. Si no digo que ambos libros subrayan la presencia de una ausencia es no solo por ahorrarme una paradoja a la moda sino porque prefiero decir que tachan la presencia. No la borran: la tachan. Le imponen una, dos, tres líneas que la cubren, como las flechas que se suman una a la otra y van ocultando poco a poco la carne escarnecida de San Sebastián; una carne que “lleva las espinas puestas”, como dice el mismo Gutiérrez Vidal. Lo tachado es pues el cuerpo —como es común que ocurra en los sacrificios, y aun en los martirologios—, pero en este caso el cuerpo tachado no simboliza el sacrificio de una vida en nombre de todas las otras vidas —como ocurría en el paganismo—, ni el sacrificio de la vida de un dios encarnado para redimir los pecados de la humanidad entera —como ocurre en el cristianismo. Aquí es el cuerpo mismo —un cuerpo concreto— quien expía su deseo en el altar del orden, ya sea que este orden ataña a la familia, a la comunidad, o a la religión propiamente dicha. Con esto quiero decir que, si hay un cuerpo que se inmola en el desierto, ha de ser ése que se entrega a la pasión por otro cuerpo y arde con él hasta la incandescencia, no el de quien ama a su prójimo como a sí mismo.

Hay entre los dos libros, entre Pausas y Omisiones —si no un progreso— una progresión. El segundo ve con más claridad cuál es la médula de su asunto. Quiero decir que ve su tema con más humildad y madurez y que por ello lo que muestra al lector parece más claro, a veces incluso anecdóticamente claro. En cierto sentido es como si su autor hubiese logrado deshacerse, en la expresión, del tabú que su tema le impone. No sé si me explico. Las pausas de Pausas no solo son el tema del libro sino que se realizan de bulto, expresivamente; las omisiones de Omisiones, en cambio, están referidas, a veces incluso relatadas. Esto último es una ventaja, sobre todo para nosotros, simples lectores azorados. Pero resultaría del todo inútil si el poeta maduro no lograra serle fiel a lo que amó su loca, insensata adolescencia. La expresión, liberada ya de la ilustración de bulto, no se cumpliría plenamente si el poeta se convirtiera de pronto en un viejo que sonríe displicente, disculpando bonachonamente el furioso amor del joven que él mismo fue algún día. Porque éste es el camino del inquisidor, el camino de aquellos que traicionan su insobornable sueño adolescente y —ya que no pueden cazar al sueño mismo— se dedican entonces a cazar al soñador. Ésa es su presa, la presa de todo inquisidor.

Gutiérrez Vidal se aparta del confort con que la madurez premia a los pusilánimes. Porque la suya ha de ser una madurez que no renuncie a los sueños que le ha entregado su deseo, ni a su deseo mismo, por más que tenga que matarlo de hambre y reducirlo a ser solo deseo de sí mismo, a ser solo deseo de sí. Porque, llegado el caso, Gutiérrez Vidal se roerá los codos, como se los roen las matas del desierto. Pero no habrá que ver en ello ni mero narcisismo ni simple onanismo sino una prueba de que el deseo no necesita salir en busca de una presa para saciarse (mejor dicho, para no saciarse) sino que le basta ser fiel al hambre para cebarse a placer en el vacío, mordiendo el aire. A eso, creo yo, aluden esas líneas de “Cosecha” que dicen: “Un hombre ha de regresar sobre su ofrenda para discernir la visión de una semilla que se rompe curiosa entre la sed y el suelo”. La ofrenda, la semilla, la sed, el suelo y el hombre... que ha de volver a eso… Pero hay que advertir que aquí la semilla no rompe (no germina) al llegar a suelo sino antes, cuando todavía se halla a la mitad entre la sed y el suelo, suspendida, en vilo, en una pausa… ¿Semilla infértil, pues? Sí, sembrada en la sed y en el silencio. Y, sin embargo, curiosa... Es una semilla que busca... Entre el silencio de arriba y el desierto de abajo hay una semilla suspensa, una vida prometida, una quizá esperanza, una pausa... La pausa en el silencio no rompe de veras el silencio; es solo una promesa, no un hecho consumado. Quiero decir con esto que la pausa del silencio es también silencio y se disuelve en el silencio, como una voluta de aire en el aire. Sin embargo, aunque sea solo fugazmente, el silencio es una semilla, el silencio está preñado, es preñez... En realidad, Gutiérrez Vidal lleva las cosas aún más lejos, pues él no se conforma —como yo— con decir que el silencio es una voluta de aire en el aire sino que lo hace palpable, concreto: el silencio es una perla. Pero por esa perla hay que pagar un precio muy alto. Un verso suyo dice: “El silencio es una perla que se ampara a costa de su goce”… La perla del silencio paga su materialidad al precio de su goce; es decir, el goce se ofrenda en sacrificio para defender la corporeidad del silencio. Y se ofrece entonces, también, como una penitencia… Es de esta manera como el silencio atañe a la culpa; o, como dice un poema de Omisiones: “aquí donde algo falta / el dolor funda su templo”... Silencio: gozo suspendido que una amenaza cristaliza en dolor...

No tengo que darle muchas vueltas a este asunto, sobre todo cuando Gutiérrez Vidal lo resume con franqueza en una sola línea: “La culpa sobreviene a instancias del deseo”… Es verdad que esto no es quizá sino otra manera de expresar la falta de la media naranja platónica, pero es notable que lo que para Platón era un hueco, una deficiencia y una incompletud, aquí se transforme francamente en una culpa —marca original del cristianismo. Por eso yo diría que no es el deseo mismo lo que se cristaliza en silencio sino la culpa, pero no es difícil adivinar que, en cualquier caso, aquello que “se ampara” en la perla del silencio es un secreto. Lo que importa aquí es eso que se calla porque entraña el pecado en que se expía la inocencia. ¿Lo he dicho bien? La inocencia se expía en el pecado. O al menos eso entiendo yo en estos cuatro versos, tomados de “Desde la extenuación”: “El collar del penitente. / La gota que corrompe. / La piel del otro. / Inocencia que escurre por la espalda”. Sí, el delito es sexual; el pecado es pecado original… Lo inusitado del caso es que aquí la culpa y el silencio no se imponen desde fuera, desde el ámbito social o familiar, sino que parecen ser consustanciales al acto sexual mismo. Uno entiende así que no es el sexo lo que inaugura el pecado —como creen la filosofía y la moral de los ingenuos— sino el pecado lo que inaugura el sexo —como han sabido siempre las religiones, aunque a menudo nos escamoteen ese saber. Lo inusitado del caso, digo, es que la precedencia de este pecado original no se exprese a priori, desde los mandamientos que se han grabado en piedra, sino solo a posteriori, desde la experiencia de la carne misma; es decir, que se exprese en voz de un pecador. No en la voz de un arrepentido sino en la voz de un pecador, consciente de su culpa. Por eso estos poemas, con ser agudamente religiosos, no se amoldan del todo a la piedad católica. Aceptan la culpa, pero no se avienen a pedir perdón. No quieren ser exonerados de su culpa. Es esa fidelidad a la culpa lo que vuelve solidarios al poeta joven de Pausas y al poeta maduro de Omisiones. El primero padece la culpa en carne viva, pero casi sin conciencia de que se trata de una culpa; el segundo ve claramente la culpa, pero no se desdice de ella, no se vuelve contra sí mismo. Lo que hace es indagar en ella y revisar el modo en que la ha expresado. Y aquí, creo yo, comienza la verdadera aventura de Gutiérrez Vidal, en la que coinciden tres reflexiones constantes: una sobre la conciencia de la culpa (la que reconoce que lo sagrado solo es sagrado en cuanto está prohibido), otra sobre el erotismo (que es ejercicio del amor prohibido) y la tercera sobre el cuerpo y la carne del poema. Una ética, una erótica, una poética. O eso creo adivinar yo en estos libros complejos y hasta abstrusos, donde a veces sin embargo se dejan adivinar ciertas escenas, en especial encuentros amorosos, aunque cifrados, acallados, o de plano silenciados… Digo que uno adivina y que nada puede asegurar. Pero siempre hay algo que nos confirma la sospecha. Por ejemplo, el último poema de Pausas, titulado “Adenda”, donde se declara que los poemas brotan de escenas reales, que luego la culpa cifra en versos. “Adenda” lo dice así: “La delicia de una fábula esclarece la vulgaridad de la carne, la perplejidad de los dioses, el juego que discierne la oquedad”. Delicia, fábula, oquedad... Ética, poética y erótica. Todo esto bajo la intensa, enceguecedora luz del desierto, que todo lo carboniza y todo lo vuelve abstracto...