No. 105 / Diciembre 2017-Enero 2018


Poesía y Espíritu
 
 

 
La danza del hombre circular

Georgina Mejía

Hay varios caminos que conducen a Dios
y yo he escogido el de la danza y la música.
Mevlana


Inspirados en la obra y la figura del poeta persa Yalal al-Din Rumi —también conocido cariñosamente como Mevlana en el mundo musulmán—, los sufíes mevlevíes consideran que la danza es una vía mística para el conocimiento de lo divino, pues el hombre gira con el cosmos, al igual que la partícula más pequeña y la galaxia más lejana. Dice Rumi, “A veces soy como los cielos que giran”, pues para él todo es movimiento y gira por Amor al Creador.

Pero no solamente la danza mística refleja esta cualidad circular del universo, pues el giro se encuentra en el centro mismo de la poesía de Rumi como tema y forma. Si leemos los versos en farsi, la lengua en que Mevlana escribió y que llevó consigo desde su natal Balj hacia Turquía, podemos escuchar cómo los sonidos aliterativos entre hemistiquios y el esquema de rima interna nos sumerge en un ritmo circular e hipnótico, que evoca a su vez otra dimensión temporal y espacial:

Har dam rasuli miresad     yân râ garibân mikeshad
Bar del jiyâli midavad        yani be asle jod biyâ
Del az yahâne rango bu      gashte gorizân su be su
Nare zanân kân âsl ku        yâme darân ândar vafâ.

A cada rato llega un mensajero con el alma a tirar del cuello de su ropa,
en el corazón entra una ilusión que le dice “vuelve hacia tu origen”.
El corazón, huyendo del mundo de los colores y los olores a cada dirección
corre, gritando, “dónde está el origen”, rompiendo su ropa por fidelidad a él.1

En estos versos del Diván de Shams Rumi traduce en el círculo, la más primordial de las formas, la experiencia fónica y mística de la búsqueda del origen divino. En la danza, cada derviche es el eje de su giro en la infinitud del tiempo que combina movilidad y quietud, por lo que existe además una correspondencia entre la forma rítmica, aliterativa y fónica de estos versos con el tema del retorno al origen en la danza giróvaga, el cual es un tópico fundamental del sufismo.

El giro es la metáfora del presente, y el sufí es aquel que ha decidido vivir en el presente. Cada giro significa un retorno al momento de la Creación y, por tanto, a la unión con Dios, el Amado. Cuando he dicho “retorno”, parece que me contradigo y que estoy situando la Creación en el pasado, pero explico a qué me refiero: retornar y recordar en el contexto sufí es romper con el tiempo lineal e insertarse en un tiempo circular en el que la Creación sucede a cada instante. Esta inserción se logra mediante la respiración, pues en cada ciclo de inspiración y exhalación el sufí recrea el aliento creador de Dios.

Por tanto, según Halil Bárcena, si el sufí es hijo de la respiración al recrear el aliento primero, es también hijo del instante: “En persa, la palabra dam significa tanto «instante» como «respiración». Así, cuando Rûmî sostiene que el sufí es el hijo del instante (ibn-i dam) también está diciendo que es el hijo de la respiración, la cual se efectúa para cada aquí y ahora, no para un hipotético después”.2 No se trata de un instante fugaz, sino de un instante que afirma que la Creación no es un hecho pasado, distante e inefable, sino que está sucediendo ahora mismo, en cada inhalación.

La remembranza de la Creación y del Amado es una tarea fundamental del sufí porque todo su pensamiento y su Amor están dirigidos a Él. Mas su práctica mística no se circunscribe a recordar en el presente la Creación divina, sino traer a Dios al presente y ser Uno con Él, en lugar de pensarlo como un ente distinto de uno mismo. Esta es la revelación que alcanzan las treinta aves ante el Simurg en El lenguaje de los pájaros de Attar: “Se vieron a sí mismos como Simurg indivisible, / y Simurg era ellos, los treinta pájaros, de hecho”.3 Y aquí es donde el presente se opone a la dicotomía entre pasado y futuro, pues el presente es el tiempo de la disolución del ego en la Unicidad. Cuando se vive en el presente, en el instante, el sujeto y el objeto dejan de estar separados y de hecho desaparecen.

En aquel tiempo primordial, el ser humano era uno solo con Dios; el sufí siente nostalgia por Él y sale en su busca. Por tanto, el giro de la danza derviche hacia el lado izquierdo, el lado del corazón, es la metáfora de dicho retorno, expresado tanto en el plano circular del ritual como en los versos de Rumi: el anhelo por volver al origen, a Dios, desata la locura y la pasión del corazón, al grado de que desgarra sus ropas buscándolo.

 

Âyene-âm âyene-âm    marde maqalat ne-âm
Dide shavad hâle man âr    cheshm shavad gushe shomâ
Dast feshânam cho shayar    charxzanân hamcho ghamar
Charje man âz rangue zamin    pâktar âz charje samâ’

Soy un espejo, soy un espejo, no soy hombre de argumentos
Verán cómo me siento si sus oídos se convierten en ojo
Lanzo las manos como un árbol, giro como la luz de luna
Mi giro del color de la tierra es más puro que el giro del cielo.4

 

Rumi habla en estos versos de la danza giratoria, pues, como he dicho, la creación gira para demostrar su Amor a Dios, y el sufí se une a esta danza sabiendo que, pese a la separación entre él y su Amado son en realidad Uno mismo.

Una de las leyendas de cómo fue que Rumi comenzó a danzar en círculos (y de ahí en adelante, los derviches giróvagos de la orden mevleví), nos dice que fue al deambular por el barrio de los orfebres, en Konya, Turquía, donde hoy en día se alza su majestuoso mausoleo. Los hombres golpeaban el metal con sus martillos rítmicamente, y Mevlana, al escucharlos, sintió el arrebato del Amor divino y comenzó a danzar como un niño que se abandona a sí mismo dando vueltas sin parar. No obstante, lo he dicho mal; no comenzó a danzar porque escuchara el ritmo de los martillos, sino porque en dicho ritmo escuchó con el oído de su corazón el llamado de Dios. Y es que para ejecutar la danza giróvaga, el sufí debe preparar el oído del corazón, un órgano sutil que debe pulimentarse y trabajarse para recibir en él al Amado. A esto se refiere Rumi cuando habla de “lo crudo” y “lo cocido”. El sufí alcanzará la condición de “cocido” una vez que se deje engullir por las flamas del Amor divino.

 

¡Oh día, nace! los átomos danzan,
las almas, prendidas del éxtasis, danzan,
al oído, te diré adónde lleva la danza.
Todos los átomos, en el aire y en el desierto,
sábelo bien, son como insensatos.
Cada átomo, feliz o miserable,
está prendado de este sol del que nada puede decirse.5

 

En la danza mística las vestiduras tienen un significado simbólico. Los derviches se preparan para la danza envueltos en la khirqa, una capa negra que representa su mortaja, el ego y la vida mundana, y conforme avanza la ceremonia se despojan de ella para quedar vestidos solamente con la tannura blanca y el dastagul, que simbolizan el alma pacificada y pura que está lista para la reunión con Alá. Tanto el color simbólico de la ropa como el acto de despojarse de ella representan la muerte del ego, el desapego a este mundo, y para ello los derviches se basan en un dicho del Profeta que reza: “Muere antes de morir”.

Así, cuando el derviche gira y sus ropas blancas se despliegan como “anillos saturnales” (la imagen es de Juan Goytisolo), asiste a la muerte de su propio ego para reincorporarse en la Unicidad divina. Esta es la esencia de la danza del hombre circular: asiste a la suspensión del tiempo, y entonces ya no hay pasado ni futuro, sino un presente en el que la Creación ocurre a cada instante, mediante cada giro y cada soplo de la respiración. Y, como pensaba Mevlana, si este giro nace del Amor de Dios hacia nosotros y de nosotros hacia él, podemos afirmar, como Ezra Pound: “amo, luego soy”.


1 La traducción al español es de Shekoufeh Mohammadi. La trasliteración del farsi es mía.
2 Bárcena, Halil. Perlas sufíes. Barcelona: Herder, 2015, p. 47.
3 Attar, Farid ud-Din. El lenguaje de los pájaros. Madrid: Alianza Editorial, 2005,p. 459.
4 La traducción al español es de Shekoufeh Mohammadi. La trasliteración del farsi es mía.
5 Rumi, El canto del sol. Eva de Vitray-Meyerovitch y Marie-Pierre Chevrier eds. Palma de Mallorca: José J. de Olañeta, 2008, p. 54.