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Maverick 71
Luis Paniagua
Ed. bilingüe,
trad. Tanya Huntington,
Literal Publishing,
México, 2013.

 

Por Francisco Segovia
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No. 106 / Febrero 2018


 
Seis postales sueltas


Arranque.

Uno tiene las manos puestas al volante (a las 10 y 10, como dicen los manuales) y gira bruscamente hacia la izquierda. El hombro derecho se adelanta, la mano cruza el eje imaginario que pasa por las 12, el centro, y las 6. El puño derecho cruza veloz al lado izquierdo. Por eso, en un ring, este movimiento se llama “cruzado de derecha”... Es el mismo que hace quien da un volantazo a la izquierda...

En los viejos coches —antes de la dirección hidráulica y los frenos de potencia— el volante tenía mucho juego y la suspensión era mucho menos dura que hoy. Así, iba uno en ellos todo el tiempo a trompicones, dando brincos, como quien salta un rato la cuerda y otro rato lanza cruzados de derecha, de izquierda... O un recto, así nomás, contra la noche... Así va desde que arranca el Maverick 71 de Luis Paniagua... Primero calienta motores. Luego hace rounds de sombra. Finalmente, sale de noche...


Desviación

El viaje del Maverick 71 es hacia el norte, por la carretera federal 57, la que va del D.F. a Piedras Negras. Entre esos dos extremos queda Guanajuato; y en Guanajuato, San Pablo Pejo, donde nació Paniagua. El tronco del viaje echa una rama, toma una desviación, agarra brecha. La mayor parte del tiempo andamos entre la capital y la provincia, no en el extranjero. Andamos —como decía Colón— no en el Paraíso sino “en comarca del Paraíso terrenal”, de vuelta por el mundo de la infancia. No, no vemos de nuevo la infancia sino que estamos de vuelta en su terreno. ¿Cómo no vamos a estar sobre esa tierra si quien conduce el coche en este viaje es el hermano de quien lo cuenta? El piloto es su héroe, sigue siendo su héroe. No hemos salido de la infancia...

Por eso es un viaje a cielo abierto, sobre la costra del planeta. No es una catábasis, no es una temporada en el infierno. Paniagua no viaja bajo tierra —como el personaje de Iván Cruz que recorre Nueva York en metro, por debajo (underground), en ese otro poema que marca a su generación: Dogma. No, Paniagua no se hunde en las cavernas anfractuosas del yo ni quiere desenterrar cosas pasadas (recuerdos obliterados, amores rancios, pecados propios o ajenos). El mapa de su ruta —si es que de veras sigue una ruta— no señala puntos especiales, porque la infancia en principio no los tiene. Para ella no hay Ítaca ni hay Penélope. Solo el viaje y sus vicisitudes. Por eso Paniagua dice que

La noche ya está en todas partes
y es el mayor acontecimiento
de los últimos tiempos.

Esto es quizás un eco de aquellos famosos versos de Pellicer: “Aquí no suceden cosas / de mayor trascendencia que las rosas”, pero en este caso sirve de pausa en el camino. Fondeado pues en un puerto cualquiera, a mitad de viaje, el motor del coche se apaga y deja oír el silencio. La atención se fija entonces en las otras cosas, en lo que hay allá afuera, más allá del viaje; o, mejor dicho, alrededor del viaje: la noche, la cena, acaso una cama en forma. Es un momento de reflexión:

Ahora sólo hay dos y un auto.
Dos fuera del auto
y el auto fuera de circulación.

Aun en la pausa de un puerto, la mente sigue atada al auto. Porque este viaje quiere ser el viaje de un marino, no el de un turista, y el único bien que de verdad aprecian los marinos es su barco, su Maverick 71. Paniagua aprecia además, claro, a su piloto... Por eso su viaje no es al Paraíso de la infancia: él viaja con su hermano y su hermano lo conduce por su mundo, ya de plano adolescente —adolescente, no infantil... Su hermano, que ya tiene edad para conducir un coche; su hermano, que ya tiene edad para meterse en líos... ¿Líos gordos y serios? No, al menos si los vemos desde fuera. Las pocas escenas de violencia que contiene el libro son contadas testimonialmente, sin muchos aspavientos, más como anécdotas que como mitos: una bronca de muchachos, una bravuconada de rancheros texanos que mantienen en la mira de su escopeta, unos segundos, desde su troca, a los muchachos mexicanos. Se trata de momentos que han marcado al poeta, desde luego, pero que éste no exhibe ante sus lectores como se exhibe un arquetipo. No tienen, digamos, el peso dramático que hay en los testimonios de Marabunta, de Balam Rodrigo, o en la memoria de los sucesivos exilios familiares de Fiat Lux, de Paula Abramo —por mencionar otros dos libros de viajes o viajeros escritos por poetas de su generación. No, lo de Paniagua es más humilde: un simple relato. Y sin embargo...


El libro viajero

Cuando viajamos, viajan con nosotros los libros que estamos leyendo, pero también todos los otros que hemos leído. Aunque parezca extraño, aquí viaja en coche un libro de viajes en barco: Moby Dick. Es quizá la parte más libresca de este libro, la que trae de afuera una luz para alumbrar lo que hay adentro. Pero la asociación llega por sí misma. Todo el que cuenta un viaje, cuenta algo terminado. Es un sobreviviente, un Ismael. Cualquier barco es el Pequod; cualquier coche, un barco; toda calle es un mar, a veces agitado, a veces congelado. En ese mar, un camión de mudanzas vale lo que una ballena; el humo de su escape, lo que el chorro que exhala cuando sale a respirar... Estas metáforas bastan para construir un mito; quiero decir, un relato que se fije a la memoria como se fija a ella el de Moby Dick... Es mito, pues, en el sentido más simple y personal. No en aquél que hace del relato un arquetipo y un modelo para expresar simbólicamente cosas que no pueden expresarse de otro modo. No, el mito de Paniagua no es su propio viaje: es Moby Dick. Lo que hay en los versos de Paniagua es una muestra de las experiencias que pueden reflejarse en ese mito, relatarse siguiendo su dibujo. En este sentido, Maverick 71 se trata más de una experiencia de lectura que de una experiencia de escritura. No dice que su experiencia sea tan emocionante como la que relata Ismael, y ni siquiera que sea comparable; dice que su experiencia es tan emocionante como leer el relato de Ismael. Su viaje no es en absoluto metafísico. Pero la lectura de los viajes que ha aprendido a hacer de la mano de Melville sí lo es...

He dicho ya que el mundo que aquí aparece y se recorre es el de un muchacho apenas adolescente, pero mirado con emoción y admiración por su hermano, aún niño. Es como si este niño mirara cómo su héroe se lanza a la acción al grito de “¡Yo soy Supermán!” —porque ése es su referente más inmediato, porque las acciones heroicas arrancan, en los juegos infantiles, al grito de “¡Yo soy Supermán!”. Solo que Paniagua —ya lo he dicho—, no es el héroe sino el que cuenta las hazañas del héroe. Es Ismael, no el capitán Ahab. Un mero grumete a bordo del Maverick rojo, ése que es “un charco de sangre que la noche / incorpora a su torrente”... ¿Logra pues este Ahab adolescente cazar a su ballena? No lo sé. Y no me importa mucho no saberlo, pues a Paniagua tampoco parece importarle gran cosa si hay final en esta historia. Lo dice muchas veces: “De mi viaje, la única certeza es el viaje”, “La certeza no de decir / henos aquí sino aquí vamos”... No la línea de partida, pues, ni la de meta: el tránsito entre ellas... No el libro de tapas cerradas —antes o después de la lectura— sino el libro en acción, el libro como espejo donde aprendemos a mirar nuestro propio rostro; donde nuestros viajes, si algo importan, son siempre una Odisea; donde quien conduce es siempre un capitán Ahab, donde cualquier coche es un Maverick 71...


El runrún del viaje

Este motor de ocho cilindros —el de todo un Mustang, el de todo un mostrenco encapsulado en un cascarón demasiado frágil y pequeño, como advertían los sensatos— ronronea a su aire en oleadas suaves —ruun, ruun, ruun—; oleadas clásicas, serenas, como las que se oían en los siglos de oro. El ronroneo de esta máquina, por poderosa que se muestre a veces, tiene el ritmo de una respiración lenta —la de alguien que entra al sueño o se abandona a una vaga nostalgia. ¿Sueño de qué? ¿Nostalgia de qué? Quizá del horizonte, que también respira sonámbulo allá en su cielo... Él es la mejor invitación al viaje, la que más jala y mueve, aunque solo sea porque el vaivén de sus mareas es hipnótico y marca el lento paso de la marcha... el moroso paso que es esa nostalgia... El canje de aire entre el mundo y los pulmones, entre el sueño y la vigilia, el movimiento y la quietud, entre esas dos cosas cualesquiera cuya sucesión define un ritmo. En este caso, el que le impone a Paniagua la alternancia de sílabas átonas y tónicas que conforman los endecasílabos (por más que él los realice las más de las veces en versos cortos, heptasílabos), un vaivén de marea que viene y esparce en las orillas sus tesoros (unas emes, unas eles y unas eses) que brillan un momento bajo el sol, hasta que una nueva oleada las recoge, hasta que las canjea por otras. Escuchen estos dos versos, que dibujan una escala en el camino como si se tratara de un pequeño naufragio en tierra extraña:

El solo restaurante sin traileros.

Las siete escasas mesas modestamente limpias.

Manteles quizá manchados, sí, pero sin restos de comida ni trastes sucios. Un restaurante quizá muy regular, sin la recomendación de los traileros, pero ideal para la expansión de la nostalgia, que ama mecerse lentamente, aunque siempre según un ritmo. Un sitio ideal, pues, para la expansión de esas eses, esas emes y esas eles en que el poeta cifra su nostalgia: “las siete escasas mesas modestamente limpias”... Éste es el tesoro de Paniagua. Un tesoro a la vez gratuito y cultivado. Recibido de manos anónimas, es cierto, pero cuidado con celo —y más, con avaricia y en secreto. Lo digo porque hay algo en el laberinto de la oreja de Paniagua que él mismo no quiere dejarnos oír al aire libre y con franqueza —como nos deja en cambio oírlo Víctor Cabrera (un poeta de su generación, que le es afín) en sus Signos de traslado; o, ya en plan de maestro del oficio, en sus Diez sonetos. Les pondré un ejemplo de la reticencia de Paniagua a mostrar francamente lo que su oído oye. Es un trozo algo más largo del mismo fragmento que he citado antes. Dice:

La noche ya está en todas partes
y es el mayor acontecimiento
de los últimos tiempos.

El solo restaurante sin traileros.

Las siete escasas mesas modestamente limpias.

La luz eléctrica que pega entre las cosas
las vuelve menos reales,
las anula,
les pasa liviandad,
las vuelve perezosas.

Hay mucho que señalar aquí. El primer verso de este fragmento, si se lee sin hiatos, tiene nueve sílabas; el que le sigue, diez. Parece una combinación heterodoxa, impensable en un clásico. Pero, leyendo el primero con hiatos (“La noche ya - está - en todas partes”) tenemos un endecasílabo ortodoxo, y eso abre el oído para que entren a ritmo en él las diez sílabas del verso siguiente, que desmiente, sí, la cantidad de sílabas del verso endecasilábico, pero no su ritmo, pues acentúa la cuarta. Algo parecido ocurre con los versos que siguen (un heptasílabo, un eneasílabo, un endecasílabo en forma, un tridecasílabo): todos ellos están acentuados al modo de los endecasílabos clásicos y no se molestan en esconder las irregulares rimas asonantes entre acontecimiento, tiempos y traileros... Por eso me sorprende que al final, en los últimos cinco versos del fragmento, el oído de Paniagua se deje gobernar por el ojo —por las comas, por la enumeración que sugieren las comas— y divida en dos versos (uno de siete y otro de cinco) uno que el oído reconoce de once; o en dos de siete uno que pudo haber escrito de un tirón como un alejandrino. Así, la estrofa que él divide en cinco versos, podría tener solo tres... Pero, eso sí, rimarían el primero con el tercero:

La luz eléctrica que pega entre las cosas
las vuelve menos reales, las anula,
les pasa liviandad, las vuelve perezosas.

Quizás es justo esta rima lo quería evitar Paniagua. ¿Un melindre moderno, entonces, enemigo de toda convención, de todo metro y toda rima? No lo sé. Los poetas modernos a menudo se avergüenzan de la forma en que suena lo que dicen. Tratan de disfrazar el sonido distrayéndonos de lo que se oye y forzando nuestra atención hacia las palabras que vemos impresas en la página. Pero, a mi modo de ver —no: a mi modo de oír—, el disfraz sirve solo para el ojo. El oído no se deja engañar tan fácilmente. Por mucho que las aparte en la página, las sílabas y las rimas siguen sonando ahí, como “caracoles perdidos / en sus propias espirales”.


Cruzando la frontera

Nomás cruzar la frontera y ya se oyen voces extrañas, extranjeras. En lo que va de Piedras Negras a Eagle Pass (al terruño donde el coche se estremece de nostalgia: estamos en el punto donde arranca la Highway Eighty: el Condado de Maverick)... Al borde de la línea… Voces ajenas... Pero ¿qué tan ajenas? ¿Qué tan desapegadas de la tierra de acá, de la tierra que dejamos? ¿Qué tan dura es la frontera que atraviesa Tanya Huntington cuando traduce al inglés el poema de Paniagua? La oímos hablar al otro lado de la línea, quizá, pero la tierra no reconoce la división política: al otro lado, el paisaje sigue siendo el mismo. Del mismo modo, el poema de Paniagua no solo no pierde sonoridad en la lengua de Huntington —si acaso, se deslíe en ella algún viejo resabio—; pero no, no pierde sonoridad. Al contrario: a veces gana contundencia; a veces sus palabras son más breves y rotundas. Pongo por caso el poema inicial. La primera estrofa dice, en español:

Salimos por la noche:
ya tallaban los grillos
su diapasón minúsculo.

El viejo resabio que yo llevo en mí —y que quizá también lleve Paniagua, no lo sé—... el viejo resabio, digo, se aviva y me hace oír en los armónicos de estas palabras aquello que tocaba el grillo de Darío “en la única cuerda en que está su violín”… El diapasón minúsculo, la única cuerda... el arco que frota, el tallado… A esas resonancias no les da por cruzar la frontera entre dos lenguas. Casi siempre se quedan de este lado, del lado de su casa. A cambio de ello, la cuarta estrofa del mismo poema dice que el coche encendía “cruzando el umbral / entre quietud y movimiento”. Huntington pudo haber dicho que encendía “crossing the threshold / between stillness and movement”, pero eligió algo más directo: “between stop and go”. El tono coloquial de su traducción no solo no traiciona al original sino que se hace eco de la intención más general del poema, y la alienta y alimenta... Hay excepciones, claro. Quizás haya sido un exceso usar una palabra común como fearful para traducir una excentricidad como pávidos —que en español solo es usual con prefijo de negación (impávidos), de suerte que los hispanohablantes oyen una palabra marcada donde los anglohablantes no—, pero las excentricidades son pocas y los coloquialismos muchos...

Una nota curiosa: Paniagua usa el anglicismo switch para señalar el sitio donde entra la llave de arranque. Huntington evita la palabra y en su lugar pone ignition. La elección da qué pensar: por una parte, tal vez a Huntington le pareció que lo primero a que remite switch, en inglés, es a un apagador; por la otra, aprovechó que ignition es bastante coloquial en inglés, cosa que no ocurre con ignición en español... Ignition remite a fuego, a esa lumbre y esas ascuas que encendía la noche cuando el Maverick empezó su viaje... Ignition arranca, como no arranca switch... Otro de los méritos de esta edición bilingüe.


Contar en verso

Borges se quejaba del predominio de la lírica en la poesía moderna, que relega toda anécdota narrativa a la prosa y solo se permite alguna narración cuando lo que cuenta abona al drama psicológico del yo poético. Algo parecido han argumentado otros críticos, aunque sin reproche, para mostrar que hoy sería imposible escribir una epopeya, un poema épico, un cantar de gesta, o siquiera un poema largo al modo de La tierra baldía o Piedra de sol. Yo no estoy tan seguro, aunque —a la vista de este Maverick 71— me incline a aceptar que los poemas largos de hoy han de hacerse acumulando tiradas relativamente cortas. Pero ya se ve que en ese “han de hacerse” se implican más los hábitos de lectura que los de escritura. “Han de hacerse” así, si aspiran a tener más que unos cuantos lectores, pues los lectores de hoy no suelen ser devotos ni soportar largas parrafadas. ¿O debo decir, mejor, largas “estrofadas”? Porque es un hecho que los lectores se zampan novelas muy voluminosas, atiborradas de párrafos gordos, interminables, pero solo toleran poemas breves. Y los poemas breves suelen ser, en nuestra tradición, poemas líricos.

Con todo, yo he mencionado aquí al menos tres poemas largos escritos por poetas que rondan ahora los 35 años. Lo que los distingue no es tanto que sean largos, pues las generaciones anteriores también escribieron poemas largos (David Huerta y José Luis Rivas, por ejemplo); no, lo que los distingue es que son poemas francamente narrativos y que lo que relatan es un viaje (o varios) en el sentido más literal del término, para el que la metáfora del “viaje espiritual” resulta una hipérbole ridícula... En cualquier caso ¿sería posible decir de ellos que son siquiera “una especie de saga”, “una especie de epopeya”? Yo diría que sí, que es posible adjudicarles la etiqueta aun cuando no dejen de ser de algún modo poemas líricos, poemas que atañen de una u otra forma a la vida personal del poeta. Los exilios que cuenta Paula Abramo en Fiat Lux, por ejemplo, no son literalmente suyos, pero son de su familia y eso la involucra de algún modo —es decir, involucra su yo poético; y, si me aprietan, atañe incluso a su psicología. Pero esta consideración se hace en realidad desde fuera del poema y para hablar de la autora, no de su poema. Lo digo porque Paniagua hace casi exactamente lo contrario que ella y, sin embargo, sus poemas comparten cuando menos la intención de no echar por delante su yo. Paniagua, es cierto, narra vicisitudes personales, pero lo hace como quien quiere contar el cuento que se sabe de la manera más desapegada posible —esto es, sin hacer valer su relato en función de su psicología: su héroe no es él mismo sino su hermano. No digo que borrar ese yo sea posible en realidad; digo que ésa es la intención de los dos poemas y que sería groseramente impertinente valorar dicha intención según lo que ocurre en realidad y no lo que ocurre en poesía.

Sea como sea, yo no dejo de ver la mano que mete premios y becas en muchos de los libros narrativos que ya comienza a publicar esta generación. El Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, por ejemplo, exige a los poetas que solicitan su beca que formulen un proyecto de libro; esto es, que se comprometan a escribir un libro unitario, según un plan maestro. Este requisito no obliga al relato extenso, es cierto, pero lo alienta. O, visto por el otro lado, desalienta la producción de poemas sueltos, independientes, breves... líricos. Tanto, que hasta podría decirse que hoy en México se están escribiendo cientos de Tierras baldías y cientos de Pasados en claro, pero ningún Azul, ningún Son del corazón... El peligro que veo es pues que toda una generación se vea tentada a abandonar la poesía —el relato en verso, incluso— y migre a un género más formalmente narrativo, especialmente a la novela; y que lo haga no solo ya en busca de fama y volumen de ventas —como ocurría en las generaciones pasadas— sino en busca de becas y de premios.

Afortunadamente, no creo que vaya a ser el caso de Luis Paniagua. El impulso narrativo que lo empuja a él a relatar su viaje es impulso narrativo de poeta, no de narrador en prosa. Porque es posible en efecto narrar en verso, como es posible también hacer libros unitarios de poemas. Hacerlos fue una de las aspiraciones más nítidas de los últimos simbolistas (de Mallarmé, de Rilke y de Valéry, señaladamente). El libro como obra fundamental del poeta. No el poema suelto, no el poema de circunstancias: el libro. A esa tradición —creo yo— responde el Maverick 71. Una tradición que no falsea su relato por entregarlo en verso; es decir, una tradición que no imposta la voz para contar en verso lo que podría contar mejor en prosa, pero tampoco lo contrario. Esto, como se ve, es solo otra manera de decir que lo que nos cuenta aquí Paniagua no podría contarse de otra forma. Pero hay todavía otra forma de decirlo: lo que inspira su poema es su sinceridad; la sinceridad es la inspiración de su relato. No sé si puedo decir esto de otro modo. Sé que él no podría decir de otro modo lo que dice y que esa fatalidad revela a todas luces un destino de poeta… ¿Y qué más puede pedírsele a un libro de poesía?


Sevilla, 2017