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Maverick 71
Luis Paniagua
Ed. bilingüe,
trad. Tanya Huntington.
Literal Publishing,
México, 2013.

 

 
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No. 106 / Febrero 2018




Salimos por la noche:
ya tallaban los grillos
su diapasón minúsculo,

ya frotaba sus palmas
el cielo haciendo lumbre
en diminutas ascuas.

Salimos por la noche:
el auto en la cochera
doblaba nuestras sábanas de sueño,

(pequeño big bang:
la llave entrando en el switch,
cruzando el umbral
entre quietud y movimiento).

Salimos por la noche:
izquierda en el volante
derecha en la perilla
del sintonizador:
la lluvia de la música
nos anegó por dentro:

(olvido qué sonaba,
recuerdo que nadábamos
y que las rayas blancas del camino
eran sonrisas de ballenas).

Salimos ya de noche:
¿el Maverick era, pues,
la punta de un cigarro
apurado por qué vientos?

Salimos ya de noche
sin hacer caso a la memoria
que nos recordaba en viaje
desde entonces.
**

 

                           No digas nunca que has llegado;
                     porque, en cualquier parte,
          sólo eres un viajero

en tránsito.
Reb Lami


La certeza es el trayecto

Un puño cerrado
viajando
a treinta kilómetros por hora,
con una trayectoria recta
recorriendo una distancia
de cincuenta centímetros
es la posibilidad
de un cuerpo dando en tierra
pero no su garantía.

Un golpe no es un cúmulo
de tejidos orgánicos
haciendo blanco en otro cuerpo:
es una mera fuerza
superior, quizá,
a los tres mil Newtons.
Es un petardo al aire,
una bala perdida:
el golpe es un mero trayecto.

Con la serenidad del que espera
lo inesperado,
fuiste la superficie que absorbió
una fuerza desplazándose en la tarde,
dibujando una línea perfecta
que conectaba la ira del agresor
con tu órbita ocular izquierda.

Un golpe no es un impacto
sino la posibilidad
de intercambiar las manos,
de volverse púgiles improvisados;
la posibilidad de sacudir el avispero.

Un golpe no es la coincidencia
de dos puntos que chocan
en un determinado momento
en un espacio común,
es la posibilidad de una campana
dando las ocho en punto
y la caravana familiar subiendo
al Ford Granada.

Tú aceptabas el coche, el volante,
como otro nombre para el viaje.

Subías al automóvil
convertido ya en un uppercut
propinado sobre el rostro,
joven y majestuoso,
de la noche inaugural y primeriza.

Ya de entonces tenías marcada
esa aureola purpúrea
que horas más tarde
sería tu bandera de victoria.

La certeza no de decir
henos aquí sino aquí vamos
era el camino y,
también, un himno de batalla.

Y al no estar yo a bordo,
todo esto que digo
lo hago como en un trance:
tu primer salida a carretera,
manos tras el volante,
era también un jab
entrando limpio
en la mandíbula
lustrosa del paisaje,
una metralla sobre
una campanilla
invitando a la pelea.

Todo esto de lo que hablo
lo hago sólo de oídas
pero lo miro con ojos
de sueño y de verdad:
tu pericia bautismal
como piloto,
tus sabios sentidos
desplegados
como antenas,
como tentáculos,
y la flamante carrocería
de la noche vertida
sobre el Granada ochenta y dos
que fue, por una vez en la vida,
más que un auto:
(más que un Granada ochenta y dos
y más que un Maverck setenta y uno)
par de guantes ajustados
imaginaria y encendidamente rojos,
y esa noche,
tu noche nupcial
con ese bólido,
tu luna de miel
con el camino abierto,
tu encuentro carnal metalizado
que te hacía ir y venir
entre los automóviles…

Y esa noche dibujó,
de cierto modo,
la tarde del día siguiente:
el muchachito fuereño
recibiendo un golpe, uno solo,
del valentón del pueblo,
y así
en sorpresivo contacto
de nudillos certeros,
de un puño cerrado,
(treinta kilómetros por hora
habíamos dicho)
contra tu rostro:
una posibilidad que hizo blanco
a medias: no diste en tierra
ni su ego paladeó el dulzor
de la fruta caída.

Así, igual de sorpresivo te imagino
subiendo al Granada Oro ochenta y dos,
al Maverick rojo setenta y uno,
al Storm verde noventa y uno,
o al Hikari gris Oxford del noventa,
da lo mismo,
calarte esos rojísimos guantes
de la sangre a tope en la cabeza
y arremeter contra el camino
que era tu contrincante
en ese momento: volantazos,
claxon, clucht y frenos:
serpeabas,
dabas para un lado
o para el otro
y parecías bailar
como Mohamed
sobre el cuadrilátero,
y parecías flotar,
como Senna da Silva,
en esa danza suave
del volante en tus manos hábiles
que eran tus puños
acertando todos los envíos.

Un golpe no es el encuentro,
por más que lo parezca,
de dos masas carnales
sino la posibilidad del viaje:

Ya sea de un cuerpo abandonado
a las leyes de la gravitación
o un auto con tus ojos
devorando el paisaje,
yendo de un punto A
hacia un punto B
asestando todos los envíos.


Un viaje,
un golpe,
fueron una y la misma cosa:


un impulso,
una fuerza desplazándose
en permanente fuga…


Hemos atravesado hace kilómetros
la zona de silencio.


Hemos dejado atrás hace años luz
la zona de confort.


Animales incontables nos rodean sin estar.
Llenan el auto.


Nos balanceamos lento.
Oscila nuestro punto de equilibrio
a trote de caballo.


Somos más rojos que la sangre.
Somos más viejos y más rojos
que este Maverick viejo
y rojamente rengueante.


Somos más viejos
que la herida de toda cacería.


Somos más viejos
que todo lo que vemos.


Aquí abajo
este Maverick lleva
el ejército suspenso de los grillos.


Una bandada de patos salvajes
brota de los faros.


Tu angustia es la del ave
que ha sido escindida de la parvada
y que se va quedando atrás
sólo para morir.


Mi alma es una especie
de quinta llanta para el carro.


En el claxon se desangra
un alce herido.


En el parachoques,
el metal frío sueña
con una agilidad de daga
que atraviesa la dulce piel
de un cordero perdido.