No. 106 / Febrero 2018


Tienda de fieltro

Vicente Rojo: letras literales



Miguel Casado



“Hay que apegarse a los lugares cuando uno se preocupa por las obras; hay que acordarse de una luz y de algunas salas reales cuando verdaderamente queremos pensar, por ejemplo, en ese sol y en esa noche de la pintura…” escribe Yves Bonnefoy, y añade el nombre de un cuadro, de un pintor, en el seno de una curiosa teoría de la pintura italiana según los lugares en que se expone. Recordaba vagamente estas frases y las busqué guiado por la última imagen que conservo de Escrito/Pintado, la exposición de Vicente Rojo. Hace ahora poco más de dos años de aquella mañana de domingo en el MUAC, el museo que tiene la UNAM en su enorme campus de la Ciudad de México; a mediodía se clausuraba la exposición y el azar quiso que llegáramos a tiempo de verla, en amplias salas blancas habitadas por el sol. Era una completa muestra de su trabajo pictórico y de diseño relacionado con la lengua escrita: portadas y maquetas de tantos libros que de pronto uno reconocía, iguales a los que teníamos en los estantes de casa, revistas y periódicos, también pintura que se volvía hacia la escritura. En la sala del fondo colgaban los grandes cuadros recientes de Casa de Letras; Vicente Rojo nos acompañaba y vimos que se demoraba allí, disfrutaba por última vez del lugar, de tanto espacio alrededor de las piezas, tanta luz, como volviendo a recorrer el camino de las texturas y las capas de color, rehaciéndolas con los ojos. Me llevé esta imagen, una verdad y una silenciosa felicidad; y, en mi cabeza, los cuadros permanecen en esa luz.

Vicente Rojo nació en Barcelona en 1932; llegó a México casi adolescente, en 1949, cuando la familia pudo reencontrarse en el exilio con el padre, hermano del mítico general republicano de quien el sobrino lleva el nombre. En su nuevo país empezó a trabajar entre libros y se hizo pintor. Su labor en el diseño gráfico resultó crucial para la cultura moderna mexicana, presente en cada uno de sus momentos decisivos; fue él, según Carlos Monsiváis, quien “organizó en el ámbito cultural el tránsito de la vieja a la nueva percepción”. Y la pintura estuvo siempre al lado, con su espacio propio; tanto en las declaraciones de Rojo como en los textos críticos, se insiste en el valor social y comunicativo del diseño, en el refugio individual y libre que suponía pintar. Una pintura, la suya, ya de tantas décadas, que podría describirse como serial y geométrica y, sin embargo, tan poco reducible a esquemas: lejana de ideas como inspiración o autoría y, a la vez, peculiarmente personal, abierta a desusadas formas de intensidad.

Volviendo a la Casa de letras, es significativo que Vicente Rojo hable de modo muy similar respecto a la escritura ­“pensé en intentar una escritura propia. Se trataría de un alfabeto secreto…” y respecto a la geometría: “He usado la geometría como un lenguaje. Para mí, las formas geométricas (cuadrado, triángulo, círculo, cubo, cono o la maravillosa esfera) son las palabras que sirven para desarrollar un lenguaje vivo o leído: configuran mi alfabeto”. En otro momento sugería una clave de esta coincidencia: “yo pensaba que la geometría era algo que venía en estructuras grandes: edificios, casas, ciudades. Luego me di cuenta de que venía en la tipografía”. El tipógrafo conoce naturalmente las letras de un modo para el que quizá los demás requeriríamos de una lupa: sus proporciones, curvas, palos, espacios internos y externos, rabos, vértices, líneas de fuga, equilibrios y rupturas. Y Vicente Rojo diseña así la geometría de su alfabeto: rectas y curvas, paralelas y diagonales, triángulos y círculos. Alguien podría compararlas por su autonomía y poder con las capitulares medievales; pero la geometría pone una diferencia fundamental: son un juego de fuerzas, un sistema de tensiones que produce en ellas un extraño y particular movimiento quieto; no son decorativas ni expresivas, son un núcleo de vida concentrada en sus límites. Letras y fondo están tramados por franjas paralelas, formadas por surcos resaltados y otros hundidos; las combinaciones de sus colores y formas, proporción y relación son variadísimas, y todas ellas participan de ese juego al borde del equilibrio: figuras que se pierden en el fondo o se afirman contra él, zonas que parecen avanzar o retroceder, girar, levantarse. Nunca hay superficie o profundidad, sino el relieve de un dinamismo sin jerarquías. Letra oscura, Construcción de una letra, Letra mayor, Alfabeto vertical.

No podrían leerse, en su autonomía crecen mudas, incluso nos hacen dudar si nuestras letras las que cada día escribimos tendrán sonido. Lo que bulle en ellas son los accidentes que el trabajo del pintor ha dejado, el espesor, la infinita riqueza de colores y textura de unos pocos centímetros que aísla la mirada. La vida se va haciendo en los ojos, reteniéndolos, trayendo tal vez del mundo de la tipografía el peso del detalle. Aquí cabe concluir la anterior cita de Rojo sobre su lenguaje inventado: “El significado del signo es real, es objetivo”, o: “una grafía que obviamente iba a ser falsa o irreal por lo que hacía a su lectura textual, pero no en cuanto a su lectura visual”. El sentido no viene dado por un sistema abstracto, sino que es la letra, el conjunto de sus tensiones plásticas. Letras literales. Como solía decirse: al pie de la letra. O, en un salto no tan grande, aquello de Malévich: “Estas formas no serán la repetición de los objetos que viven en la vida, sino que serán en sí mismas un objeto vivo. La superficie coloreada es la forma viva real”.

Vuelvo a la imagen del pintor que se demora mirando sus letras. Decía Benjamin que el arte moderno se refería al de los dadaístas en concreto rompía la posibilidad de contemplación. Pero estos cuadros, geométricos y seriales, sin sentido, se abren a una observación ilimitada: el placer de las materias, el de las texturas y los tonos, sin trascendencia pero inagotables. Su tiempo se cuenta con una medida de emoción: no es que representen emociones, sino que al contemplarlos experiencia estética y emocional se hacen indistintas; es la intensidad que, durante esos instantes, nos vincula.

 


Lecturas.

– Vicente Rojo, Puntos suspensivos. Escenas de un autorretrato. México, Ediciones Era / El Colegio Nacional, 2010.
–, Casa de Letras. Con textos de Cuauhtémoc Medina, Haroldo Dies, Bárbara Jacobs, Federico Álvarez y Carlos Ashida. México, Centro Cultural Estación Indianilla / MUAC, 2015.
–, Escrito / Pintado. Con textos de Cuauhtémoc Medina, Amanda de la Garza, Marina Garone Gravier, Daniel Garza Usabiaga y Federico Álvarez. México, El Colegio Nacional / MUAC, 2015.
– Yves Bonnefoy, Lo improbable. Traducción de Silvio Mattoni. Córdoba (Argentina), Alción, 1998.
– Kasimir Malévich, El nuevo realismo plástico. Traducción de Antonio Rodríguez. Madrid, Alberto Corazón, 1975.
– Walter Benjamin, La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. En: Obras, libro I / vol. 2. Traducción de Alfredo Brotons Muñoz. Madrid, Abada, 2008.