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No. 106 / Febrero 2018



Luisa Manero Serna
(Santa Cruz del Monte, 1992)




La Habana 2013


Vi un altar en la casa de los habanos
y me acordé del olor a cera
el baño de oro el baño de luz
las ganas de lamer las paredes
que me hicieron creer
en un tiempo sagrado y un suelo divino.
Miré la ciudad, mar a la espalda,
y se me apareció la hora
en que dios pasó de nombrar
una a una las fórmulas de mi idioma
a masticar gemidos de lobo gastado,
roñoso y en pleno
temblor de clavos y nervios.

La Habana se mostró toda
un costillar de perro añejo,
anatomía nunca entera
y nunca desnuda.
Pensé no hay cosa más bella
que un perro todo cayéndose,
un perro enfermo lo tiene todo de entrañable.
Los edificios se me caen encima
altos y viejos y
se filtran en mi insolación,
me muerden de tan
carnívoro a su presa, tan
necesito robar algo de este orden tan frágil.

Robar algo, cualquier cosa
—una papa, una bandera—,
o llevarme al hombre
que me miró y no me dijo vente,
y que con su impulso tomado
con la mano dura de la circunstancia
convirtió mi tarde en un intento nervioso
de traducir la frustración
en palabras como “blanco” y “traslúcido”,
en busca de una noción de lo incorpóreo
que no me dejaba ver las casas blancas.
Eran casas que olían
a haber vivido tiempos diferentes
y haber sido muy distintas.
Sentía un golpe de rabia y de sol
y casi olvido el patria o muerte
que me incomodaba a la izquierda.

La uña del viento iba arañando las paredes.
“Ayuda se me cae mi casa”
en la puerta deshecha,
“ayuda se me cae mi casa” repetí.
No me asustaban los derrumbes
y se sentía bien estar sentada
sin miedo a que la sal carcoma
mi fantasía de un alma vacía
y de una justicia cotidiana.
Me perdí en las calles porque quise.
Vi los altares caribeños y yorubas
de restos de sacrificio y caña seca,
casi consciente de estar tejida en nudos,
maltrecha de origen
por los cirios por el incienso y por la luz,
y pensé
ay Luisa, si hubieras nacido en esta isla
tal vez tu fe y caridad hubieran sido una cosa sincera,
tal vez hasta serías una persona sincera
y habrías imaginado a los santos como son:
paja, hambre y sangre humana
quédate siempre aquí.

 

Onegin, American Ballet Theatre

Para María Elena Manero Serna


Desde siempre he visto la hebra
que va surcando la historia del movimiento.
Se estira, se va alargando aquí
y bueno, también cualquier allá o aún más lejos,
pero en este aquí se enreda con los saltos
y se causa y me causa
un poco de dolor y un poco de goce.
El hilo nace del pulso de las piernas,
cruza la tarde noche
y me contagia de la misma enfermedad que tensa
el costado de los caballos a galope.
Parece entrar hasta los pozos en que el Atlántico se abisma.

Onegin se tuerce hasta perder el equilibrio.
El agua se le filtra entre los dedos
y solo al ver sus palmas secas
se da cuenta de que todo fue en vano.
Trazo un dibujo que lo toca con ojos y con ruido.
Pero yo no puedo ir hasta él,
no sé llegar tan lejos.

Es la misma enfermedad que tensa
el costado del caballo que casi vi
y casi existía una madrugada
junto al colectivo que me sacó de la selva de Ocosingo
y me dejó frente a esta ficción tan rara
en que los espasmos y los amores viven a medias.
Sus patas salpicaban tierra
con el mismo impulso con que Onegin se tira al piso.
Lo miro caer desde mi número ocho.
Me duelen los pies de estar parada.

Lo humano nace y Nueva York me exilia
con su noche que es negra y es morena,
amarilla como el hombre que despertó bajo los higos,
azul como la lengua de Rama
y tostada como la voz del último profeta.
Su noche es negra y difumina
toda piel que Nueva York preferiría no ver.

El cuerpo palidece, se vuelve traslúcido
y leo en la cuenca de su ojo
que es absurda mi costumbre
de vincular lo lánguido y lo inconsciente.
A decir verdad,
deseo a ese hombre.
Se deshace frente a mí y confirmo
que él y el que lo encarna y también yo
jugamos siempre a los casos perdidos.

Es 19 de junio
y hoy me da lo mismo hablar un idioma.
Hoy y solo hoy me da igual
amanecer en una u otra boca de rabia.
Estoy aquí en donde un cuerpo carga a otro
y me gusta que la gravedad y la fricción
sean asuntos tan sencillos.
Pero el día se va. No puede hacerse nada.

Se filtra la hora entre mis dedos y me duele
el arco con que Onegin mortifica su espalda.
No es porque realmente me duela.
No sé. Solo es notar
que este hombre que casi vi y casi existía
guarda en su humanidad incompleta
lo que por poco fui y lo que no tengo.