No. 106 / Febrero 2018
 

El poeta Raúl Gómez Jattin
en las Lecturas de Luna Llena


Fernando Herrera Gómez

Fue mi amigo el poeta Gustavo Gacés quien primero me habló de él. Y me prestó el libro Tríptico cereteano y Amanecer en el Valle del Sinú, publicado hacía apenas unas semanas en la colección Simón y Lola Guberek. Recuerdo que lo leí con la alegría de quien está descubriendo algo nuevo. Releí varias veces sus poemas, y todavía más. Hablando por teléfono con William Ospina una mañana, le comenté de esa lectura que me tenía en gran estado de fascinación.Y le leí varios poemas. Ya después releeríamos con otros amigos esos textos y los comentaríamos maravillados.

Por aquellas épocas hacíamos, con el auspicio de Luis Ángel Parra y el Taller Arte Dos Gráfico, unas lecturas de poemas en los parques las noches de luna llena, previa consulta al infaltable Almanaque pintoresco de Brístol. Eran unas reuniones que deambularon por varios parques de Bogotá hasta anclar en el Parque del Virrey y a las que estuvieron invitados poetas de diferentes tendencias. En una especie de ágora que había allí y que presidía una escultura del artista Alberto Nuño se disponía una mesa con lámpara, un micrófono y una silla. En el centro de ese espacio se instalaba una batea de esas que usan los albañiles para preparar la mezcla de cemento y arena con que se pegan los ladrillos. Allí se ponía la leña y se encendía una hoguera que animaba la reunión y disipaba el frío de la noche bogotana.

En esas Noches de Luna Llena leyeron no pocos poetas colombianos y más de uno de los extranjeros que pasaban por estas tierras a quienes lográbamos capturar para que nos acompañaran y nos leyeran sus versos. Eran unos encuentros agradables, en los que siempre había alguna botella que circulaba de mano en mano (¡aunque a veces algunas de esas manos se quedaban con la botella y con la mano!). Nos acompañaron, como decía, grupos conformados por poetas de una determinada tendencia —los nadaístas, los de la Revista Ulrika, de la revista Deshora de Medellín. A esas fiestas singulares asistían amigos interesados en distintas disciplinas, pero todos afectos a la poesía. Luego de la lectura la gente se dividía y se formaban grupos que continuaban la juerga hasta el amanecer.

Le propuse entonces a Parra que invitáramos al poeta Raúl Gómez Jattin. Indagué por él, pero los amigos de la Revista Ulrika, que lo querían y habían padecido sus accesos de locura, me dijeron que estaba internado en una clínica siquiátrica de Cartagena. Dejamos pasar un par de lunas. Creo que fue Fernando Linero, quien me contó que ya Raúl había salido de la clínica y que estaba bastante mejor. Hablamos con él y con alguien más que estaba a su cuidado y organizamos entonces las cosas para su viaje —él debía viajar acompañado, según se nos dijo— para una lectura en nuestras noches de luna. Pronto resultó un amigo suyo con quien congeniaba y sabía llevarle sus caprichos. Conseguimos hospedaje en un bonito hotel de La Candelaria llamado Casa Rosita y compramos los boletos de avión para el traslado de Cartagena a Bogotá. Pusimos los afiches (unos afiches más o menos improvisados, pero todos realizados por artistas que estaban trabajando en ese momento en Arte Dos) en centros culturales, facultades de arte y literatura y en el mismo taller. Había una gran expectación entre los amigos pues el público comenzaba a conocerlo y a manifestar entusiasmo por su poesía.

Raúl llegó por su cuenta al hotel con su amigo, y yo fui a recogerlos en un carrito color café con leche que tenía Luis Ángel. Al llegar lo encontré rodeado de algunos admiradores y amigos suyos. Estaba sentado en la cama y fumaba unos largos cigarrillos de marihuana mal armados en un rústico papel de estraza azul. A cada cosa que decía sus amigos celebraban con risas. Algo dijo —cosa que le oiría en repetidas ocasiones— sobre su carácter aristocrático. Disimulaba la ostensible calvicie de su gran cabeza echándose el pelo hacia adelante, a la manera de ciertos emperadores romanos, y arqueaba el cuello de tal manera que casi siempre miraba para abajo con extraños movimientos de la cabeza y de los ojos. Usaba abarcas de campesino costeño y, cuando estaba de pie, levantaba los pies del piso con un inquietante ritmo; pero tal vez lo que más llamaba la atención era el constante movimiento de los dedos de sus manos que se arqueaban sin concierto. Todo eso, supuse, se debía a los montones de drogas siquiátricas que le suministraban y, aunque es solo una conjetura mía, a los shocks eléctricos con los que se trataba algunos tipos de locura.

Era alto y corpulento y con "el vientre crecido como una calabaza gigante". No recuerdo si tenía dientes, pero lo que sí recuerdo es que al hablar su voz profunda parecía buscar los vocablos al interior de su boca gesticulante. Nos subimos al auto, yo al volante y Raúl en el asiento del copiloto. La tarde caía y sobre los cerros orientales se desparramaba una luz de miel. Al avanzar unas pocas cuadras, Raúl me tomó del brazo y me dijo con gran solemnidad: "Fernando, déjame decirte una cosa". No alcancé a sorprenderme pues de inmediato me dijo como quien va a hacer una declaración trascendente: "tú eres un gran chofer". Me divirtió el comentario, pero no me reí porque no éramos amigos y no tenía la suficiente confianza para reírme de semejante declaración. Seguimos el trayecto sosteniendo una larga conversación. Habló de su locura sin tapujos, como de algo natural. Le pregunté cómo se sentía en ese momento, a lo que respondió: "estupendamente, pues" agregó, "¡acabo de salir de un clinicazo!" Me atreví a preguntarle cómo se sentía en esos episodios. Me dijo que para él la locura era una maravilla, que tenía comunicaciones extrasensoriales con grandes personajes de la historia, de la literatura, de la poesía. "¿Con quién te has comunicado?" inquirí, y me contestó que eran muchos los personajes con quienes había sostenido dilatados diálogos. "He conversado mucho con Eurípides, ¿sabes? es un gran admirador de mi obra". La charla era tan verdadera, tan genuina, que no había la menor posibilidad de poner en duda lo que contaba, y mucho menos de reirse. Algo me dijo también de Shakespeare y de Antonio Machado. Antes de llegar al taller —en la carrera 14 con calle 75— le pregunté por Dios. Me contestó emocionado que había tenido varias charlas con él, y entonces le dije curioso: "cuéntame, ¿cómo és?" Y me dijo: "es muy bello; es blanco, blanco y tiene las alas doradas". Todo era muy natural y al mismo tiempo serio, verdadero y conmovedor.

Ya el día del recital, varios amigos llevaron directamente a Raúl al parque. Yo estaba pendiente de que todo estuviera en orden. Lo vi llegar con un buzo negro de cuello de tortuga y por fuera una llamativa camisa de colorinches desabotonada. Algo le comenté jocoso sobre la camisa por fuera del buzo negro y contestó divertido: "ajá y tú ¿qué querías?, ¿que me tapara la coquetona?". La lectura fue portentosa. Raúl, como sabemos, era un gran histrión, había sido un destacado director y actor de teatro y sabía muy bien de qué manera poner los énfasis y acentuar las palabras, así como hacer unos silencios que cargaban de dramatismo sus poemas. A esto se añadía su voz profunda y cavernosa, con ese dejo costeño suave que hacía que la recitación cobrara una reverencia mística entre el público. Comenzó con "que te vas a acordar Isabel..." (poema que le había oído maldecir el día anterior, por las muchas veces que lo había leído y porque el público siempre lo pedía, "estoy hasta aquí" decía, pasándose el índice sobre la frente). Y así avanzó la noche, con el crepitar del fuego en la batea y con unos espectadores jubilosos. Cuando leyó "Lola Jattin", fue la apoteosis: "Mas allá de la noche que titila en la infancia / más allá incluso de mi primer recuerdo está Lola —mi madre— frente a un escaparate empolvándose el rostro y arreglándose el pelo / tiene treinta años de ser hermosa y fuerte y está enamorada de Joaquín Pablo —mi viejo—. No sabe que en su vientre me oculto para cuando necesite su fuerte vida la fuerza de la mía / Más allá de estas lágrimas que corren en mi cara de su dolor inmenso como una puñalada está Lola —la muerta— aún vibrante y viva sentada en un balcón mirando los luceros cuando la brisa de la ciénaga le desarregla el pelo y ella se lo vuelve a peinar con algo de pereza y placer concertados... " Hubo quien le pidiera "Donde reside el doble sexo", un poema travieso donde cuenta las curiosidades sexuales de la adolescencia con sirvientas, amigos y animales, pero él se rió y no quiso leerlo. Leyó muchos poemas y luego ya no quiso leer más. Mientras la gente se fue alejando en grupos, me acerqué a Raúl y le comenté de la tradición de ir después de la lectura a comer y a tomarnos un trago en algún sitio. Respondió con mucha solemnidad, como siempre: "te agradezco Fernando, pero yo soy el único poeta maldito que se acuesta a dormir temprano".

Un par de días después Luis Ángel y María Eugenia hicieron una cena en su casa. Allí estuvimos con los artistas plásticos Jim y Olga de Amaral quienes habían leído los poemas de Raúl, lo admiraban y querían conocerlo personalmente. Recuerdo la barba de Raúl embadurnada de la salsa de unos canelones que había en la cena, y que él devoraba como con desespero. No tomó alcohol —ni una copa— pero sí encendió varios de sus canutos azules. Su respiración era acezante y confusa —era asmático— y de repente soltaba unas grandes carcajadas roncas mitad niño, mitad diablo, que divertían a la concurrencia. Se comportaba bien, y tenía muy claro que él era el centro de la reunión. Tal vez por esa razón se sentía tan a gusto. Nos leyó un texto sobre los Zamuros en el que hacía un símil entre el poeta y esas aves, tal cual el poema de Baudelaire del "Albatroz". Por supuesto que nadie iba a señalar esa similitud, pero él mismo tenía que estar consciente del parecido con el poema del poeta francés, pues no apareció publicado nunca en las ediciones de sus libros. Nos fuimos a dormir temprano, como lo obligaba la costumbre del poeta.

Un par de días después regresó a Cartagena. Seguimos teniendo noticias suyas, unas más alarmantes que otras, pero todas nos llenaban de una gran tristeza. Que estaba viviendo en un parque vecino a la Escuela de Bellas Artes, durmiendo a la intemperie y haciendo sus necesidades en la calle; que le pegaba a la gente, que le temían. Roberto Triana hizo un documental sobre él y algo me contó sobre los días de espanto y de horror de su vida en un hotelito en el que se encerraba a llorar durante días, echado en un jergón y revolcado entre sus propias heces. Insultaba a la pintora Liliana Vélez, su grande amiga y protectora, se le robaba la ropa para ponérsela... Cada vez eran peores sus crisis. Alcanzó a escribir unos poemas de poca fortuna en comparación con escritos anteriores. Su alma adolorida se agotaba, era evidente que su mente brillante se tornaba opaca y embotada. Un día llegó la noticia: Raúl se le había lanzado a un camión en el centro de Cartagena y había muerto atropellado. Ponía así fin al largo sufrimiento de su vida y a una obra que, aunque dispareja, tiene unos de los más hermosos y verdaderos poemas de nuestra poesía.

A nadie tomó por sorpresa la noticia. Era algo previsible, no en la forma de suicidio, pero sí un desenlace repentino, en un accidente o algo parecido. Algo similar a una gran tristeza mezclada con una suerte de descanso sentimos todos. Descanso porque para el poeta la vida se había convertido en una pesadilla brutal que de alguna manera a todos agobiaba. Tristeza porque todos lo queríamos y queríamos sus poemas.

Una sola cosa pediría para el poeta: que ese dios hermoso y blanco de alas doradas con quien él conversó, lo haya acogido y le haya dado consuelo a sus sufrimientos y angustias para el resto de los tiempos.