No. 106 / Febrero 2018
 

Recuerdo de Enrique Fierro


Fanny del Río


Conocí a Enrique Fierro a media tarde de un día cualquiera en 1987. Habíamos ido mi esposo, Carlos Vargas, y yo a la Biblioteca Nacional de Uruguay, donde Enrique ocupaba el cargo de director, para llevarle un libro que le mandaba Pedro Serrano, desde México. Recuerdo bien que estábamos ahí, en la oficina de Enrique, cuando la puerta se abrió para dar paso a una mujer menuda, elegante y enérgica que caminó hacia nosotros con un libro abierto entre las manos del que no levantó la vista hasta que se dio cuenta de que había extraños en la habitación. Nos miró inquisitiva. Vinieron las presentaciones y le dijimos quiénes éramos, qué hacíamos ahí, por qué habíamos tomado la singular decisión de establecernos en Uruguay.

Carlos escribía regularmente en la revista Cuadernos de Marcha que fundó su abuelo Quijano y de inmediato le pidió a Enrique que le permitiera entrevistarlo. Enrique accedió y y el diálogo divertido, inteligente, agudo, crítico y por momentos despiadado que entablaron sobre el Uruguay de los ochenta fue buenísimo y seguramente habría tenido muchos lectores, pero Ida lo leyó antes de que se publicara y puso la nota de sensatez que a Enrique —y a Carlos también definitivamente muchas veces— le faltaba. La entrevista quedó archivada hasta que, luego de varias mudanzas, se perdió en la noche de los tiempos. Lo que en cambio tuvo una larga sobrevida fue la amistad que surgió aquella tarde: la de Carlos y mía con ellos dos, pero, sobre todo, la entrañable entre Carlos y Enrique.

Poco antes de que yo me incorporara a la Embajada de México, Enrique dejó la dirección de la Biblioteca, pero ya para entonces nuestra amistad corría por fuera de los circuitos de la actividad burocrática. A mí la brecha generacional hubiera podido intimidarme, pero Carlos tenía la capacidad, que luego logré aprenderle, de entablar una fraternidad intelectual con personas de mayor edad: así lo hizo con Arturo Ardao, con Alberto Methol Ferré y con el propio Enrique, aunque éste ‘solo’ le llevara veinte años.

Pasó el tiempo y luego de mi alejamiento de la Embajada finalmente pude volver a escribir. Confié en Enrique un manuscrito y le pedí su opinión. Unos días después llegó a mi casa cargando una hermosa planta de violetas. Lo primero que hizo, con voz muy seria, fue darme instrucciones para hallar un rincón apropiado para las violetas: era muy importante que las flores tuvieran una cantidad precisa de luz, a fin de que no fueran a secarse. Yo seguía sus movimientos, pero apenas lo escuchaba, ansiosa como estaba por saber qué le habían parecido mis escritos. Había pasado varios días con el alma en vilo y pensando lo peor. Finalmente, Enrique me puso la maceta de violetas en las manos, se sentó y dijo: “Bueno, respecto al manuscrito…”. Lo escuché aguantando la respiración. Meses pasé intentando que vivieran las violetas, pero claramente la jardinería no es lo mío. O quizá lo que ocurrió es que oír que Enrique creía en mí como escritora hizo que se me borrara de la mente todo lo demás. Unos años después, Enrique ayudó a convencer a Cristóbal Pera en Random House México para que publicara mi primera novela, La verdadera historia de Malinche.

Antes de eso, conservo la terrible memoria de una aciaga tarde de junio y Enrique desde Austin llamándome al enterarse de que la muerte había sorprendido a Carlos, a los treinta y ocho años, regresando a Montevideo desde un campo que Enrique bien conoció. Poca gente como él comprendió a cabalidad lo mucho que habíamos perdido todos, no solo en el doloroso plano familiar y privado, sino en el de la historia intelectual de México y Uruguay.

Siempre bajo la amorosa ala del recuerdo de Carlos, continué viendo a mis queridos amigos Enrique e Ida, allá y acá. Cuando en 2014 regresé a México, los encontré en el Homenaje a Paz que se celebró en Bellas Artes. A lo largo de casi tres décadas coleccioné sus libros, guardé más recuerdos de los dos y me alegré por todos los merecidos reconocimientos literarios que ha recibido Ida en los últimos tiempos.

Verlos cada nueva vez me llenaba de gozo, pero como nuestros encuentros se espaciaron, en los años finales advertí ciertos cambios: Enrique delgadísimo, ya enfermo, aunque yo me negara a aceptar que lo rondaba la sombra de ese reloj sin tiempo que es la muerte.

Voy a querer a Enrique siempre, como siempre querré a Ida. Por ellos dos incluso un día acaso me arriesgue a plantar un ramito de violetas. Y eso que la jardinería es algo para lo que definitivamente no fui llamada en la vida.


México, 2018