No. 106 / Febrero 2018
Leer un poema...

De sillas, lápices y galletas


Carmen Villoro


Los seres humanos somos siempre uno, y siempre otro, al mismo tiempo. Vivimos asociados y disociados, en contacto con el mundo externo y en comunicación con nuestro diálogo interno. El afuera y el adentro, el presente, los recuerdos y la visión del futuro se mezclan de tal manera en nuestra experiencia consciente que, al traducirla al lenguaje escrito, éste no puede ser lineal y sintáctico, sino desordenado, con brincos sorpresivos de nivel lógico, con imágenes y conceptos empalmados como palimpsestos. Nos despertamos en la mañana, caminamos al baño, tomamos el cepillo de dientes, le ponemos pasta, abrimos la llave del agua, mojamos un poco la pasta y cepillamos los dientes de manera ritual. Mientras esto sucede terminamos de elaborar un sueño, acariciamos un anhelo, reflexionamos sobre la vida y la muerte, nos entristecemos por un hecho real o imaginario. El mundo de afuera, por el que transitamos es una especie de escenario en el que se van presentando los fantasmas interiores de manera caótica y vertiginosa, pero de ninguna manera casual. Es la secuencia de actividades y sus transiciones, los objetos particulares y sus significados los que dan lugar a esas otras apariciones o travesías por el mundo interno, como si la llave del agua, al abrirse, descorriera también un telón y entraran a escena todas nuestras asociaciones con el fluir del elemento.

Recuerdo aquellos calendarios alemanes del mes de diciembre un paisaje de la época Navideña en los que cada día abríamos una ventanita de papel que escondía una imagen sorpresa. Imagino la vida cotidiana como ese paisaje poblado de infinidad de objetos que, al girar, nos abren otra realidad. El poeta reconoce esa íntima relación entre lo cotidiano y lo trascendente, entre lo material y lo espiritual. Solo la sensibilidad, no la inteligencia, hace posible advertir que cada engranaje de lo cotidiano es una llave al mundo de lo conmovedor, lo espiritual, incluso lo sagrado. La pintora Carmen Bordes me regaló un grabado en el que aparecen un lavamanos, un jabón y un cenicero con un cigarro prendido; lo tituló “Meditación matutina” y con este doble lenguaje, el de la imagen y el de la palabra, nos trasmite su compleja percepción de una escena cotidiana. La poesía es la manifestación de la experiencia subjetiva del hombre ante el mundo y esta experiencia no está conformada solo por los grandes temas: la vida, el amor, la muerte, sino por todos esos pequeños asuntos que funcionan como goznes invisibles de puertas a espacios paralelos. Una de las funciones del poeta, uno de sus motivos es la resignificación del mundo cotidiano.

“Alabad vuestros sentidos, confesad vuestra estupidez: oíd, mirad, sentid” dijo el maestro Pellicer. En su sinfonía al vaso de cristal a medias colmado por el agua, Gorostiza nos presentó al objeto como metáfora del hombre. En el basto panorama de la poesía actual ꟷplural y heterogéneaꟷ hay autores que abordan dicha tarea como propuesta estética; con sus poemas nos enseñen nuevamente a mirar, nos hacen detenernos en aquello que, normalmente, pasaría ante nosotros sin revelarnos su complejidad, su profundidad o su gracia. Fabio Morábito, Antonio Deltoro, Raúl Aceves y Jorge Esquinca parecen haber apostado a esta vocación de volver a nombrar las cosas del mundo.

Así habla Fabio Morábito de la silla:

No he amado bastante
las sillas.
Les he dado siempre
la espalda
y apenas las distingo
o las recuerdo.
Limpio las de mi casa
sin fijarme,
en tres segundos,
y sólo con esfuerzo puedo
vislumbrar
algunas sillas de mi infancia,
normales sillas de madera
que estaban en la sala
y luego,
cuando se renovó la sala,
fueron a dar a la cocina.
Eran las sillas más comunes
que se han hecho,
aunque jamás
se llega a lo más simple
de una silla,
se puede empobrecer
la silla más modesta,
quitarle siempre un ángulo,
una curva,
nunca se llega al arquetipo
de la silla.
No he amado bastante
casi nada,
para enterarme necesito
un trato asiduo,
nunca recojo nada al vuelo,
dejo pasar la encrespadura
del momento, me retiro,
sólo si me sumerjo en algo
existo, y cuando lo hago,
a veces ya es inútil,
se ha ido la verdad al fondo
más prosaico.
He amortiguado demasiadas
cosas para verlas,
he amortiguado el brillo
creyéndolo un ornato,
y cuando me he dejado seducir
por lo más simple,
mi amor a la profundidad
me ha entorpecido

Antonio Deltoro escribe sobre el lápiz:

A lápiz

En lo profundo, con el sarampión, con las paperas, la modestia del lápiz: su cualidad para seguir los trazos frágiles; su calidad delgada para saber acompañar. El lápiz es un ser que para hacer se deshace, coherente con sus extremos de goma y de grafito, con su destino de viruta, con su trazo gris sobre el blanco. Pero a lápiz también se pueden escribir montañas, mares, catedrales; el lápiz no sólo es hábil con las vocales débiles, sino también traza la u, los grandes huecos, los abismos mayúsculos, la temperatura de la t; no solamente salen de él las comas, sus pequeñas discípulas y amigas, sino signos más radicales y robustos: los dos puntos.
        El lápiz, un triste lápiz de infancia, achatado y mordido, no uno puntiagudo, recién afilado, sino uno de esos que me prestaban los amigos, un lápiz al que se le tiene que humedecer la punta para que escriba casi al borde, un lápiz que pide sacapuntas, que ya conoce el destino, capaz de suicidarse, puede aún vivir momentos vigorosos y a la naturalidad de una rosa oponerle la excentricidad de una granada.
        La conciencia del tiempo me la dio por primera vez la distancia entre un lápiz orondo de goma militar y otro entrañable, cansado, sucio, plebeyo, cacarizo. A ese lápiz minúsculo asocié la vejez y la bondad de la maestra Teresa: frágil, hábil en el desaparecer, fabuladora, rica de letras y de cuentos.

Raúl Aceves hace este homenaje a las galletas:

Homenaje a las islas Galletas

Las islas Galletas no existen en el mapa
¿Cómo podrían existir
si son más reales que la geografía?

Me gustaría viajar a las islas Galletas
para comérmelas con cajeta,
o mejor para ver si de verdad
hay tres Marías y un solo mar verdadero.

Al mar iría si ahí estuviera María
y una caja de islas yo compraría
si me aseguraran que contiene
Marías de todas las islas.

Sí, como no, yo iría a las islas Galletas
aunque tuviera que viajar en acuarela o litografía.

Jorge Esquinca nos presenta su silla de madera:

La silla es un sedimento de la quietud. Sus cuatro patas son otros tantos puntos cardinales. Rosa náutica de la madera, la silla. Toda concentración, dispensadora del porvenir, silla de la inmovilidad atareada. Todo viaje comienza en una silla. Nadie sabe lo que trama una silla en el rincón. La silla es el ancla de la ventana, la hermana mustia, la siempre fiel. Y el trazo que la evoca se dilata en la firmeza de sus cuatro mástiles terrestres, en la sabiduría de su materia sin propósito.

En todos estos poemas advertimos la presencia del espíritu de la infancia. El niño mira el mundo como si lo viera siempre por vez primera. El niño no se vincula con el mundo, sino con los detalles del mundo. Es capaz de perder a sus padres en una multitud, con tal de conservar el juguete que llama su atención con su lenguaje de colores y texturas. Pero el niño no es ajeno a la naturaleza simbólica del mundo cotidiano: él sabe lo que realmente significa un muñeco que se pierde, una pelota que se poncha bajo las llantas de un carro, la enorme ola que aparece en sus sueños. El sabe, y sabe lo que sabe, pero no lo traduce al mundo del lenguaje de la razón, lo mantiene a propósito en el mundo de la metáfora, de la magia. No es de extrañar que algunos de los temas de Morábito y de Deltoro son objetos o experiencias de la infancia como el trompo o el “bote pateado”.

Al igual que los niños, lo que estos autores regalan al mundo de lo cotidiano es tiempo, presencia de los sentidos y una desconceptualización de los mismos, una especie de olvido de las significaciones racionales para que éstas se nos muestren con toda su virginal plasticidad.

Cuando le damos nuestro tiempo sosegado a un objeto, a una idea, a una persona, éstas tienen la oportunidad de revelarse ante nosotros como seres únicos, nuevos, complejos y significativos. Así, por ejemplo, la pequeña caja de cartón que tengo sobre el escritorio, y que es el empaque de un tintero, comienza a hablarme de sus proporciones, me invita a tocar su textura ciertamente rugosa, me permito gozar de sus colores tenues, de su tipografía un tanto rebuscada. Darle el tiempo a un objeto con la mirada, acariciarlo, olerlo, saborearlo si es posible. Atender el detalle, los mínimos brillos y sombras que posee. Entonces el objeto nos muestra su grandeza, su decir algo en este mundo, su existir. Cada objeto nos representa, es en sí mismo y es también una metáfora de quien lo observa. El poeta puede hablar del objeto porque lo conoce desde hace tiempo, porque lo ha comprendido como una entidad armoniosa en medio del caos, porque ha visto su esencia. La forma externa del objeto convoca la sensibilidad del poeta y hace salir su intimidad recóndita.

La agitación de la vida moderna nos hace pasar de largo y con rapidez por los espacios y las formas. En realidad, no vemos lo que vemos, sabemos que ahí está y nos vemos en el mundo como murciélagos, por radar. La poesía nos permite detenernos, nos da la lentitud que el alma necesita. Espaciosa, dilatada, detenidamente recobramos el verdadero ritmo, el palpitar acompasado del paisaje. Si nosotros le damos tiempo a los objetos, ellos nos devuelven tiempo.