No. 106 / Febrero 2018
 

 Estar con Enrique y con Ida


Pedro Serrano


En septiembre del año pasado coincidí en una ciudad del Uruguay que se llama San José con Ida Vitale. Yo venía viajando desde el sur de Chile con una troupe de poetas, comandada por Jorge Fondebrider. Estábamos invitados a la feria del libro, donde entre otras cosas hubo un delicioso y complicado concierto de piano, tocado por Silvia Dabul, en el museo de la ciudad, dentro de un salón rodeado por cuadros de Figari, el rebosante pintor uruguayo de fines del siglo XIX. Sentada entre nosotros estaba Ida Vitale. Yo no había hablado con ella desde antes de que Enrique Fierro muriera. Escribirlo sin ella me cuesta trabajo. Escribirla sin él está siendo una continuidad.

Esa noche que la vi, yo no sabía bien a bien qué decirle, pues no quería preguntar por él enfrente de todo el mundo. No tuve que intentarlo. A la salida del concierto Ida estaba vuelta de nuevo toda la vehemencia que siempre le había conocido, feliz con el concierto, entusiasmada por su articulación, encantada por verse rodeada por las negras bailando candombe de Figari y por las lunas de otro gran pintor uruguayo, José Cuneo. De ahí nos fuimos a cenar a una parrilla, en donde Ida se comió unos ñoquis al pesto y una deliciosa y típica morcilla dulce. Venía con ella su hija Amparo, a quien yo no conocía, la cual posee todo el entusiasmo de Ida aunque una manera de entregarlo distinta. Donde Ida era irónica su hija fue afable, si Ida va como un pajarito, delgada y pizpireta, su hija navega con candidez y aplomo, y en los momentos en que Amparo se preocupaba, Ida desbocaba. Verlas juntas fue para mí un risueño descubrimiento y esa noche con ellas una gran alegría. Estaba la misma Ida que yo conocía pero en otra vertiente. Disfrutó menudamente esa noche, y por la mañana no salió a despedirse pues no se encontraba bien. Al final las dos tenían razón.

La última vez que estuve largo con Enrique Fierro fue en Bogotá, hace unos pocos años. Nos habían invitado a la Feria del Libro, así que fue en el mes de abril. Iban Ida y él, y también el poeta argentino Arturo Carrera, el mexicano Aurelio Major y un espléndido novelista suizo, Peter Stamm. Antes de cenar nos metimos en el museo de arte moderno, que quedaba cerca. Enrique iba andando con cuidado para no caerse. Lo recuerdo vestido de blanco, con sonrisa y barba de Santa Clos en verano, desbordante como siempre pero esta vez delicado. Está frágil, pensé, y pensé también decirle, o le dije, que debería usar bastón, un instrumento más de seguridad que de apoyo. Subimos por una cuesta empinada por la que costaba trabajo andar, y de regreso Ida iba regañándolo por alguna bobería, por comer de más, por ejemplo, y él le contestaba pero sí Ida, sí, y yo ya me sentía en casa.

Mis conversaciones con Enrique e Ida siempre han estado marcadas por la efusividad amplia de Enrique y por las traviesas triquiñuelas de Ida. Me sorprende lo sucinto de los poemas de Enrique, que contienen esa parsimonia suya, y que son también minimalistas. Ida tampoco es expansiva, pero sus poemas van más de acuerdo a su físico. Esta comparación puede parecer frívola, pero quienes los han conocido la perdonaran. Junto a la mordaz delicadeza de Ida, Enrique era una bondadosa expansión. Estar con ellos ha sido pasar de la vida cotidiana al plato sobre la mesa a los Impromptus de Schubert, a alguna anécdota sobre V. S. Naipaul a los poemas de Álvaro Mutis. Juntos me han dado con su compartida convivencia una de las mejores cosas que he tenido oportunidad de recibir. Tuve el gusto de estar con ellos en Montevideo, su ciudad de origen, alguna vez que regresaron, y en la Ciudad de México. Mientras vivieron ahí, fuimos vecinos. Así los empecé a conocer y sé que esta conversación sigue por muchos lados. Voy a ir a Austin, Tejas, para seguir imaginándolos.