No. 107 / Marzo 2017


Grumo
Guillermo Briseño: Deletrear de oído

Francisco Segovia


Sobre Adiccionario,
UNAM, México, 2004.

Hay dos maneras de recitar el alfabeto: una que se atiene a las letras en cuanto unidades gráficas y otra que se atiene a las letras en cuanto unidades sonoras. La primera se guía por el ojo y enumera elementos visuales: A, B, C, D...; la segunda, en cambio, se guía por el oído y enumera elementos sonoros: A, B, C, CH, D... Así, la manera visual llama “doble ele” a lo que la manera sonora llama “elle”, porque ve en ella un mismo signo repetido (la ele), no un sonido que se distingue de los demás. La segunda visión, la que va del lado del oído, distingue además, entre la “ere” con que se escribe “cero” y la “erre” con que se escribe “cerro”... Pero la recitación del alfabeto por esta vía sonora ha ido cayendo más y más en desuso —seguramente por influencia de los alfabetizadores automatizados del inglés— y ya hasta la Academia de la lengua ha eliminado como letra aparte el dígrafo che (CH, que ahora la mayoría llama “ce hache”). Así, la Academia ya solo se atreve a distinguir el alfabeto español del alfabeto internacional por la Ñ, a la que —eso sí— defiende rabiosamente. Al decidir eliminar los dígrafos, la Academia decretó la obsolescencia de todos los que recitamos el alfabeto con che y elle y ere. Pero no porque el nuevo sistema sea mejor que el viejo —pues ambos tienen sus bemoles, producto de la historia de la escritura—, sino porque así se lo dictaba su tan postergada modernización, que aquí también equivale a globalización y a renuncia a la tradición. Por eso los que aún vamos por el lado del oído somos ahora un poco más reaccionarios, un poco más conservadores que antes. O quizá simplemente tenemos un nuevo motivo de resistencia. ¿O vamos a dejar que el ojo lo domine todo, aceptando aquello de que “una imagen vale más que mil palabras”?

Guillermo Briseño no lo cree, aunque solo sea porque “ceder entumece”, como dice en su más reciente libro de poemas, Adiccionario, donde muestra que una letra es algo más que un rasgo de la escritura: es también una postura, una actitud, una manera de escuchar. Para él, la pronunciación, la dicción, es una adicción. Por eso el Exordio del libro dice:

Adiccionario es un libro para caer en la trampa o más bien un libro escrito dentro de la trampa.
    Me encontré con la posición de la boca, dientes, lengua, labios, la cara, brazos y cuerpo como instrumento de viento para que el aire signifique y exprese al músico que vive componiendo su interminable obra para dueto de cuerdas vocales y alientos.
    Las letras, su textura, música y palabras fueron las que dijeron las ideas para sobrevivir en la trampa.
    Estoy en ella rodeado de silbidos, siseos, zumbidos, murmullos dentro de los significados. Oyéndolos aprendo sus secretos.

 

Esto no queda dicho en una Introducción sino en un Exordio. ¿Por qué? No lo sé, pero llamar a cuentas aquí un término que ya solo se usa en el ámbito del derecho me sugiere que a Briseño “exordio” le suena de plano a “exhorto”, de modo que halla en estas palabras una relación, si no etimológica, sí sonora: la boca y el oído paladean sus sonidos de manera parecida. ¿Y por qué no, si las une ser el principio y el final de algo —o, para decirlo alfabéticamente, si son “el alfa y el omega” de este libro? Etimológicamente, “exordio” se relaciona con “urdimbre”, que es el conjunto de hilos que dispone un tejedor para comenzar a hacer su tela; “exhorto”, en cambio, se relaciona con la frase con que los griegos de hoy dan las gracias: ευγαριστο|efjaristó|, que es lo que hace también la “Eucaristía”. No sé si a Briseño todo esto le suene conscientemente, pero de algún modo le suena, pues si no ¿cómo diría, nomás comenzando el libro...?:

 

Mi pregón es exigente
y le es preciso un preludio
que lo presienta
y le prediga su suerte
Hoy precisamente apunto
al presagio
que prevalece en tu premura
El poema prematuro
que en mi prensa se prepara
te pregunta:
¿Me prefieres?

 

Su pregón precisa un preludio que presienta su final. Alfa y Omega, pues. Pero ese final ¿no quiere ser a su modo una Eucaristía, un agradecimiento? Lo será, sin duda, si ella en efecto lo prefiere. Y para que ella lo prefiera está hecho el libro.

La cita anterior proviene del segundo de los tres poemas que componen la primera sección del libro: “Mar preso”. Como ven, en los versos que he citado no se habla en absoluto del mar. No, del mar habla el primer poema de la sección, aunque bien poco: “amartillar un gatillo en el mar” es el único verso donde aparece el mar en cuanto tal. Aparece por todos lados, en cambio, el sonido |mar|: “amartillar un gatillo en el mar”. Esto en cuanto a la primera parte de “Mar preso”. A las dos partes restantes les corresponden las sílabas |pre | y |so|. Ya vimos un ejemplo de ello en el fragmento citado más arriba, el que termina en “¿Me prefieres?”.

Donde termina “Mar preso” comienza propiamente el Adiccionario, que se compone de 32 poemas, que corresponden cada uno a una letra diferente. Pero ¿32 poemas? —se preguntarán acaso ustedes. ¿Pues cuántas letras tiene el alfabeto? Y tendrían razón en preguntárselo. Pero recuerden que a Briseño lo mueven los sonidos de las letras, no sus dibujos, y por eso decide que la C, por ejemplo, merece un poema para el sonido |s| (“A una centella cercada”) y otro para el sonido |k| (“La carga sonora contenida”); consecuentemente, a la ge corresponden también dos poemas, uno suave y otro fuerte: “Grabar en una gruta” y “Oírte gemir genera geografías”.

Como habrán notado ustedes por los meros títulos de estos poemas, la letra que los mueve no es el tema central, y solo raramente se toca éste (como en ese verso delicioso donde dice que la ele “lame el paladar”), de manera que las restricciones de sonido actúan aquí como actúa la rima en los poemas tradicionales, creando una regla que no interviene en el sentido más que de una extraña forma, una forma —y perdonen ustedes la expresión— mágica. Porque si bien es cierto que en este caso ocurre lo que decía Proust que ocurría con la rima (que fuerza a los poetas a encontrar una expresión exacta), también lo es que ocurre lo que en aquel libro donde muchos de nosotros ensayamos nuestras primeras letras y que se llamaba: Mi libro mágico. ¿Lo recuerdan? El que tenía frases memorables como “Mi mamá me mima”, para enseñar la eme... Que mi mamá me mime no me parece muy lejos de que la ele lama lentamente el paladar... Libro mágico en ese sentido, pues.

Como se ve, Adiccionario pasa de las sílabas a los fonemas, como hizo históricamente la escritura. Pero ¿olvida entonces su fase más antigua y pictográfica? De ningún modo, aunque esto en realidad no corra a cuenta de Guillermo Briseño sino de la tipógrafa, Aurora Berlanga (a quien están dedicados además los versos, en compañía de Mónica Mansour). Aurora parece echar a la página mil ejemplares de la letra de que se trata cada poema y luego revolverlas, como quien hace la sopa del dominó, hasta que la figura que forma ese conjunto le salta a los ojos. Las ilustraciones que así aparecen son, a mi parecer, una de las mejores cosas de este libro.

Pero una historia de la escritura no estaría completa si no terminara en el momento en que la escritura misma pierde conciencia de sí para lanzarse a hablar de otra cosa, y eso es lo que hace la última sección del libro, “Mar libre”, que consta de un solo poema, donde las letras ya no suenan reiteradamente sino que se combinan libremente para soñar otras cosas, cosas distintas a fonemas: colores, notas... Pero se trata de un poema que incluye todas las letras del alfabeto y todos los sonidos que con ellas se expresan, para lo cual —según confesión abierta del propio Briseño— tuvo que valerse de un truco: dedicar el poema (al final) a Kurt Weill, feliz proveedor de un raro tesoro en español: una W y una K...

No sé si este libro es mejor que los dos anteriores que nos ha entregado Briseño, pero sí sé que declara con mucha más claridad las reglas que decide cumplir, y que cumple cabalmente. Con esto quiero decir que Briseño juega aquí con más conciencia de su juego, y que esa claridad ayuda a que el lector comprenda de qué se trata todo. Pero, marcando así con tanta precisión sus límites, los confiesa. Como él mismo dice, es “un libro escrito dentro de la trampa”, un libro entrampado en esa selva de sonidos que es una lengua; selva cerrada sobre sí misma, íntima como el ámbito que forman las copas de los árboles: cúpula del eco y pabellón del oído, ahí donde se tocan la lengua que escucha y el oído que habla; libro hecho con ese raro órgano de la escucha y la dicción (de la adicción) que es el palabrar...